miércoles, 6 de abril de 2011

Cuentos y poemas. Lorena Méndez 2° B

El loro pelado
Había una vez una banda de loros que vivía en el monte.
De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.
Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comer guisados, los peones los cazaban a tiros.
Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que calló herido y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la casa, para los hijos del patrón, los chicos lo curaron porque no tenía más que un ala rota. El loro se curó muy bien, y se amansó completamente. Se llamaba Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de las personas y con el pico les hacía cosquillas en la oreja.
Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptus del jardín. Le gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro entraba también en el comedor, y se subía con el pico y las patas por el mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.
Tanto se daba Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían las criaturas, que el loro aprendió a hablar. Decía: “¡Buen día, lorito!...”,” ¡Rica la papa!...”, “¡Papa para Pedrito!...”. Decía otras cosas más que no se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con gran facilidad malas palabras.
Cuando llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una poción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba entonces gritando como un loco.
Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre, como lo desean todos los pájaros, tenía también, como las personas ricas, su five o`clock tea.
Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia salió por fin el sol después de cinco días de temporal, y Pedrito se puso a volar gritando:
-“¡Qué lindo día, lorito!... Rica, papa!... ¡La pata, Pedrito!...” – y volaba lejos, hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía una lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, siguió volando, hasta que se asentó por fin en un árbol a descansar.
Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas, dos luces verdes, como enormes bichos de luz.
-¿Qué será? – se dijo el loro-. “¡Rica papa!...” “¿Qué será eso?...” “¡Buen día, Pedrito!...”
El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando todas las palabras sin ton ni son, y a veces costaba entenderlo. Y como era muy curioso, fue bajando de rama en rama, hasta acercarse. Entonces vio que aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba agachado, mirándolo fijamente.
Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día, que no tuve ningún miedo.
-¡Buen día, tigre! – le dijo-. “¡ La pata, Pedrito!...”
Y el tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene, le respondió:
-¡Bu-en-día!
-¡Buen día, tigre! –repitió el loro-. “Rica, papa!... ¡rica, papa!... ¡… ¡rica, papa!...”
Y decía tantas veces “¡rica, papa!” porque ya eran las cuatro de la tarde, y tenía muchas ganas de tomar té con leche. El loro se había olvidado de que los bichos del monte no toman té con leche, y por esto lo convidó al tigre.
-¡Rico té con leche! – le dijo-. “¡Buen día Pedrito!...” ¿quieres tomar té con leche conmigo, amigo tigre?
Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía de él, y además, como tenía a su vez hambre, se quiso comer al pájaro hablador. Así que le contestó:
-¡Bue-no! ¡Acérca-te un po-co que soy sor-do!
El tigre no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho para agarrarlo de un zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en el gusto que tendrían en la casa cuando él se presentara a tomar té con leche con aquel magnífico amigo. Y voló hasta otra rama más cerca del suelo.
-¡Rica papa, en casa! – repitió gritando cuanto podía.
-¡Más cer-ca! ¡No oi-go! – respondió el tigre con su voz ronca.
El loro se acercó un poco más y dijo:
-¡Rico, té con leche!
-¡Más cer-ca toda-vía! – repitió el tigre.
El pobre se acercó aún más, y en ese momento el tigre dio un terrible salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la punta de las uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas las plumas del lomo y la cola entera. No le quedó una sola pluma en la cola.
-¡Tomá! –rugió el tigre-.Andá a tomar té con leche…
El loro gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía volar bien, porque le faltaba la cola que es como el timón de los pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado para el otro, y todos los pájaros que lo encontraban se alejaban asustados de aquel bicho raro.
Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el espejo de la cocinera. ¡Pobre, Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo que puede darse, todo pelado, todo rabón, y temblando de frío. ¿Cómo iba a presentarse en el comedor, con esa figura? Voló entonces hasta el hueco que había en el troco de un eucalipto y que era como una cueva, y se escondió, en el fondo, tiritando de frío y de vergüenza.
Pero entre tanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia:
-¿Dónde estará Pedrito? – decían. Y llamaban: -¡Pedrito! ¡Rica, papa, Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!
Pero Pedrito no se movía de su cueva ni respondía nada, mudo y quieto. Lo buscaron por todas partes, pero el loro no apareció. Todos creyeron entonces que Pedrito había muerto, y los chicos se echaron a llorar.
Todas las tardes, a la hora, a la hora del té, se acordaban siempre del loro, y recordaban también cuanto le gustaba comer pan mojado en té con leche. ¡Pobre, Pedrito! Nunca más lo verían porque había muerto.
Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cueva sin dejarse ver por nadie, porque sentía mucha vergüenza de verse pelado como un ratón. De noche bajaba a comer y subía enseguida. De madrugada descendía de nuevo, muy ligero, e iba a mirarse en el espejo de la cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban mucho en crecer.
Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la mesa a la hora del té vio entrar a Pedrito muy tranquilo, balanceándose como si nada hubiera pasado. Todos se querían morir, morir de gusto cuando lo vieron bien vivo y con lindísimas plumas.
-¡Pedrito, lorito! – le decían -. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡ Qué plumas brillantes que tiene el lorito!
Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía tampoco una palabra. No hacía sino comer pan mojado en té con leche. Pero lo que es hablar, ni una sola palabra.
Por eso, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana siguiente el loro fue volando a pararse en du hombro, charlando como un loco en dos minutos le contó lo que había pasado: un paseo al Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; y concluía cada cuento , cantando:
-¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!
Y lo invitó a ir a cazar al tigre entre los dos.
El dueño de casa, que precisamente iba en ese momento a comprar una piel de tigre que le hacía falta para la estufa, quedó muy contento de poderla tener gratis. Y volviendo a entrar en la casa para tomar la escopeta, emprendió junto con Pedrito el viaje al Paraguay.
El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:
-¡Rico pan con leche!... ¡Está al pie de este árbol!...
Al oír estas últimas palabras, el tigre lanzó un rugido y se levantó de un salto.
-¿Con quién estás hablando? – bramó-. ¿A quien le has dicho que estoy al pie de este árbol?
-¡ A nadie, a nadie! – gritó el loro-. ¡Buen día Pedrito!...¡La pata, lorito!...
Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero el había dicho: está al pie de este árbol para avisarle al hombre, que se iba arrimando bien agachado y con la escopeta al hombro.
Y llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque sino, caía en la boca del tigre, y entonces gritó:
-¡Rica, papa!... ¡Atención!
-¡Mas cer-ca- aún! – rugió el tigre, agachándose, para saltar.
-¡Rico, té con leche!... ¡Cuidado, va a salta!
Y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó lanzándose al mismo tiempo como una flecha en el aire. Pero también en ese mismo instante el hombre, que tenía el cañón de la escopeta recostado contra un troco para hacer bien la puntería, apretó el gatillo, y nueve balines del tamaño de un garbanzo cada uno entraron como un rayo en el corazón del tigre, que lanzando un bramido que hizo temblar el monte entero, cayó muerto.
Pero el loro, ¡Qué gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de contento, porque se había vengado –y bien vengado!- del feísimo animal que le había sacado las plumas!
El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre es cosa difícil, y, además, tenía la piel para la estufa del comedor.
Cuando llegaron a la casa, todos supieron porqué Pedrito había estado tanto tiempo oculto en el hueco del árbol, y todos lo felicitaron por la hazaña que había hecho.
Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo que le había hecho el tigre, y todas las tardes, cuando entraba en el comedor para tomar el té se acercaba a la piel del tigre, tendida delante de la estufa y lo invitaba a tomar el té con leche.
-¡Rica, papa!... – le decía-. ¿Querés té con leche?... ¡La papa para el tigre!...
Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.

Horacio Quiroga

El ñandú volador
Corría en las vastas praderas, se internaba en los matorrales, escarbaba el suelo, siempre cerca de su madre y su padre, así era Porfidio un ñandú más´
Había nacido de un huevo blanco amarillento muy grande, en un hermoso nido.
Corría, corría…y los diversos componentes de la bandada madre, madre, padre, hermanos y otras hembras con sus polluelos le decían:
-No te alejes, Porfidio… no te alejes.
-Vení para acá,…vení para acá
Porfidio era tan terco, tan terco, que hizo caso omiso de lo que decían su familia ñandullesca que caminaba junto a él y …
Corría, corría a toda velocidad y fue tan larga su carrera que se perdió. Permaneciendo en guardia levantó su periscópico pico cuello para explorar mejor, pero nada había, solo los matorrales y algunas aves que, como él, picoteaban hierbas y semillas, frutos e insectos. De pronto, un auto pasó muy cerca, y la pobre bestia asustada disparó en línea quebrada con sus alas desplegadas cegadas por el terror. Es que una estancia no muy lejos se hacía visible y el relincho de los caballos anunciaban su aproximación.
Hacía horas que Porfidio se había perdido, quería tomar agua, ya que el agua le era muy necesaria, entonces se acercó más. De repente un hombre venía a caballo. Montado en el ágil corcel le lanzó contra Porfidio unas bolas y lazos que enredándose en las patas y en el cuello lo derribaron.
Tan mareado estaba Porfidio que ni cuenta se dio que todos estaban mirándolo y una mujer decía: “¡¡Pobre ñandú!! ¡¡Qué susto tienes!!”, es pequeño pues su cabeza es peluda como cepillo gastado y su plumón blanco y gris pues como todo sabemos, los ñandúes grandes son de color negruzco, amarillento y gris.
Adaptado a zonas abiertas, Porfidio se aquerenció y daba largos paseos con manadas de caballos. En la estancia era uno más.
Un día no sé porqué causa vino un auto grande y junto a dos perros. Dos conejos, unas cuantas gallinas y un gallo y unos canarios y unos hombres se lo quisieron llevar, muy lejos cerca del mar.
En un barco muy grande y luego en otro pequeño a una isla fueron a parar. Isla de Flores, histórica isla de “lazaretos”, de “cárceles”, de miedos y tristezas, ruina de lo que un día fue.
Eran islas enganchadas, con paredes y ventanas, sin techos y persianas. Ventanas al cielo que colaban las nubes y un inmenso Faro reinaba el día y la noche con magníficas gaviotas que ponían en movimiento el agua cristalina.
El pequeño barco llegó al puerto destruido por le tiempo, y apenas dos hombres y dos mujeres recibieron el paquete de los bichos. Porque en la soledad inmensa de los hombres, el mar, las gaviotas y el viento ya no existen.
Un corral para las gallinas, una cucha de paja para los conejos, un resguardo para los canarios y un lugar cerca del Faro, en una de las casas para los perros.
Sólo a Porfidio lo dejaron por ahí, y no se podía ir. Cómo iba a cruzar ese mar, si no sabía nadar.
Los hombres se fueron en el pequeño barco, hasta otro más grande, y Porfidio se quedó quieto y sólo se quedó quieto y solo. Tenía frío, su cabeza, cuello y muslo se les hacían de plumas de escasa longitud y carecía de cola que lo hubiera ayudado a taparse. Después, de comer algunos bichos, se escondió detrás de las enormes ruinas y se durmió. Al otro día emprendió una breve carrera entre las orillas de la isla y lo revisó todo. Se quejó de su mala suerte, de esta isla pelada, sin árboles casi, sin muchas lagartijas y otros pequeños mamíferos que a él le gustaba almorzar. No era como en la estancia que algo podía robar, pues estos animalescos muy ladronzuelos son, y se tragan lo que brillan pues le llaman la atención.
Los días pasaron, los meces también, Porfidio descubrió a veces entre las ruinas, clavos, guijarros, conchas y maderas que a forma de juego ingirió.
A veces veía también los conejos correteando por la isla felices, pues ellos eran más de dos, que se volvieron muchos de tanto hacer el amor. El gallo y las gallinas con sus polluelos paseaban y los peros a las gaviotas ladraban. Pero él estaba sólo, completamente sólo en toda la inmensidad.
Mirando el horizonte, sus largas pestañas sostenían lágrimas de cristal y las gaviotas con miedo se le acercaban a darle felicidad. Porfidio indiferente las miraba y se decía: “Si yo no puedo volar, que tiene que ver conmigo este bicho de mar.”
Un día las gaviotas le trajeron un pescado y el sol con sus largos rayos lo volvió más plateado, el ñandú alzó su cuello y se puso colorado pues lo llenó de alegría el brillo en la comida.
Y las aves convidaban a Porfidio día tras día de suculentos bocados.
Porfidio un día aprendió a pescar y sus patas de tres dedos y de pequeñas membranas se le agrandaron más, para caminar en las rocas y poder cazar.
Las gaviotas color cenizas extendidas en la costa de la isla fueron las amigas de Porfidio, el vio como vuelan lentamente y con gran seguridad, como buscan su comida debajo del mar, descendiendo verticalmente antes que la presa se sumerja a mayor profundidad.
A veces las gaviotas, elevándose a grande alturas visitan al sol y descienden suavemente montadas en el viento.
Porfidio estaba inquieto, pues las gaviotas estaban construyendo los nidos tanto en el suelo desnudo, como entre las hierbas y las fisuras de las rocas. Troncos y algas secas tapizado con hierbecillas y plumas, las hembras ponen los huevos, son de color amarillo, rojitos y de color aceituna.
Porfidio caminaba despacito como futuro papá, no quería molestar las hembras gaviotas que están por encubar. Nervioso no podía volar como las gaviotas machos para ser otra gaviota más.
Pasaron muchos días, se sentía solamente el taf- taf del ruido de las patas de Porfidio que andaba de aquí para allá. Y el día llegó, los polluelos de gris amarillento abriendo la boca están, sus padres progenitores con pequeños animales, insectos y gusanos los quieren alimentar y Porfidio trae su pequeña parte como un padre más.
Muy bajo las gaviotas forman un techo y entre ruido de las olas y los gruñidos de estos festejan el nacimiento. Del otro lado, la isla muda está, la casa con sus perros, el corral con las gallinas, los conejos descansando y la mujer cocina que te cocina.
Al tiempo otras gaviotas nuevas se quieren bañar en ese río tan grande Río grande como mar, donde la Isla de Flores es una flor más, de esos hermoso colores que tiene ese río – mar, con las dulces gaviotas grises de patas anaranjadas y rocas azules en aguas anacaradas.
Dicen que las aguas del Plata son de color león, pero cerca de la isla son esmeraldas y transparentes como la luz.
Llega el otoño y con el otra estación, emigran hacia otros lados donde haya más calor. Porfidio está muy triste y les pregunta otra vez: “ - ¿Es cierto, se van a ir?”
-No todas algunas estacionarias podrían quedarse aquí, le contestaron, y aguantar el frío invierno que viene a este lugar.
-Y bueno – dijo Porfidio – después del invierno vendrán.
Pasaron los días y llegó la despedida, las gaviotas estacionarias muy nerviosas a Porfidio decían:
-No te alejes Porfidio…no te alejes.
-Vení para acá…vení para acá.
De pronto alzó el vuelo y las gaviotas que emigran se van, saludando a las estacionarias que se quedan en la isla. La sorpresa de este vuelo era una gaviota gigante con una cola descomunal que con todas las gaviotas volando está. Es Porfidio que a emigrar va, ya no es un ñandú sino una gaviota más.
En la vida la adaptación es tan mágica que el protagonista ni cuenta se da.

Ana María Dolder

El Príncipe del País Nevado

En la región llamada País Nevado, el fin del verano cambia todo. Los pescadores deben amarrar sus barcas en la playa, volver la espalda al mar tormentoso y viajar a las ciudades del interior para encontrar otro trabajo.
El invierno pasado la pequeña Mariko y su hermano Kazuo temían la llegada del frió. Les picaban los ojos hasta lagrimear y sus corazones se estremecían. Sabían que su padre era pescador y llegara el invierno debería partir y ausentarse del hogar hasta la primavera.
Tan pronto cayeron las primeras nevadas, Mariko, Kazuo, la madre y la abuela le dijeron adiós. “Hasta la primavera”, les contestó el padre. Pero el viento barrió sus palabras mientras los copos de nieve lo ocultaban de su vista. En lo alto, tan blancos como la nieve, aparecían los primeros cisnes. Año tras año llegaban para buscar refugio entre los juncos, allí donde el mar se desliza hacia la costa en largos dedos azules.
Detrás de ellos vino el viento helado, más helado que lo que la abuela podía recordar. Congelaba los dedos de agua convirtiéndolos de azules en blancos y los cisnes luchaban para encontrar comida.
Debemos alimentarlos o morirán, decía Mariko. Y así cada día los niños desparramaban maíz para los cisnes, mientras crecía la capa de hielo y se extendía implacable sobre la tierra y el agua.
Una noche cuando los niños estaban en la cama, una cara con brillo de nieve fulguró en la ventana del dormitorio. Allí, envuelto en la ventisca con una corona en su cabeza y vestido con ropas de deslumbrante escarcha había un hombre joven. Soy el Príncipe de la Nieve y soy el guardián de las aves. Cuando el hielo se hace filoso y se acumula, cabalgo en el viento y vigilo mis criaturas. Este invierno es peor que todos los anteriores. Aunque vine tan pronto como pude, me dije: Muchos cisnes deben haber muerto en los helados flecos del mar. ¿Y qué me encontré? Todo estaba bien, gracias a la bondad de Mariko y Kazuo. Se lo agradezco y a cambio de vuestra bondad les digo: Suceda lo que suceda, no se den por vencidos. Acto seguido como en una cola de cometa llevada por el viento, el Príncipe de la Nieve se perdió en el cielo.
Después de esa visita no había dificultad o tarea que fueran insalvables para Kazuo y Mariko. Alimentaron a los cisnes todos los días. Y cuando encontraron uno herido y ensangrentado sobre el hielo a causa de los crueles lobos, lo llevaron a sui casa del pueblo y lo pusieron en un lecho grande y cálido. Ellos estaban seguros de que el Príncipe de la Nieve aprobaría su proceder.
El cisne no debe morir, exclamaba Kazuo, pienso cómo se sentiría el Príncipe de la Nieve. No debemos dejar que empeore.
La gente del pueblo estaba asombrada de ver con qué ternura los niños cuidaban de la pobre ave enferma. ¿Nunca se dan por vencidos, no? decía el anciano vecino mientras sonreía. En realidad, por donde fuera parecía que las caras de la gente se iluminaban con una sonrisa. Hasta el día que llegó la carta que hizo llorar a la madre de los niños. Papá tubo un accidente, les dijo ella, enjugando sus lágrimas.
Está en el hospital y debo ir a acompañarlo. El trineo llevó a toda la familia a la estación y Mariko y Kazuo tuvieron ahora que decirle adiós a la madre, tal como lo hicieron antes con el padre. El frío y la soledad les mordieron el corazón.
Recuerden, dijo la abuela, Mamá y Papá también se sienten solos sin ustedes.
Cada día, Mariko y kazuo además de alimentar a las aves y cuidar del cisne, escribían al hospital. Hacían dibujos y describían cómo con su ayuda el paciente se ponía más fuerte, más saludable y más feliz día tras día.
Mamá pinchaba los dibujos sobre la cabecera de la cama de papá. Por el sólo hecho de mirarlos papá se sentía mejor. Cuanto más cartas y dibujos recibía, mejor se sentía. Más fuerte, saludable y feliz…como el cisne.
Hasta el tiempo mejoraba día a día. Las entradas del mar se descongelaron transformándose de blancas en azules. Los cisnes que estaban a resguardo comenzaron a volar dirigiéndose a los campos de los pastos de la primavera. Los niños, con gran cuidado, llevaron al cisne herido y suavemente lo dejaron en el agua. El ave levantó airosamente la cabeza al cielo y agitó sus alas.
¡ Sí, puedes hacerlo, también tú puedes hacerlo!, gritaba Mariko animándolo.
¡Inténtalo! ¡No te des por vencido!
No, no importa lo que suceda no te des por vencido, apoyaba Kazuo.
Las palabras parecían salir de su propio corazón, y el viento parecía emitir en un suspiro la misma frase.
Un atardecer el cielo se llenó de cisnes. Cada uno blanco como la nieve, cada uno tan bello como el propio Príncipe de la Nieve.
Los cisnes se lanzaban uno a uno en el cielo hasta parecer que eran un solo cisne brillante.
¡Puedes hacerlo, también puedes hacerlo! Le decían Mariko y Kazuo al cisne que tanto cuidaron.
De repente llegaron las lágrimas. Primero papá, luego mamá y ahora hasta nuestro cisne se ha ido, dijo Mariko, ¡Oh! Qué solidario es el invierno.
Con sus plumas empapadas en el oro del sol que ya se escondía y con un soplo de viento bajo sus alas, el cisne amigo se elevó en el aire siguiendo a los otros.

Daisaku Ikeda


Paula y la música del corazón

Paula tenía miedo de dormir sola.
Cada noche al acostarse, con llantos y gritos, suplicaba a sus papás la dejasen acostarse con ellos en la cama grande.
Día tras día la respuesta era la misma:
-“No. basta de caprichos”. Y es que los papás de Paula ignoraban lo que sucedía al apagar la luz…
Horribles monstruos subían por las paredes, se escondían bajo la cama, aullaban y reían con maldad.
Otras veces, con caras espantosas asustaban a Paula, que no podía dormir. Cuanto más miedo tenía la niña, más horrendos eran los ruidos.
Una noche, cansada de tanto chillar y patear, cerró los ojos con fuerza, cruzó sus manos cerca del corazón y pensó:
“Por favor Diosito, ayúdame!!”. Entonces un intenso resplandor dorado llegó de alguna parte, provocando la estampida de los monstruos, que no soportaban tanta luz.
Paula abrió los ojos sorprendida y maravillada. Frente a ella, una bolita de color azul intenso, le guiñaba un ojo.
-¿Quién eres? – preguntó la niña.
-Soy la canción que habita en el corazón de los niños- contestó la luz.
¿Y por qué no viniste antes? – insistió Paula algo enojada.
-Porque no me llamaste con fuerza; sólo así puedo dejar el lugar donde habito y venir a protegerte.
- ¿Cómo te llamas? - quiso saber Paula.
-Que importa. Soy un arrorró para dormir sin temor. Le contestó la luz.
Y dulcemente comenzó a entonar:
Cierra los ojitos
luz de mi querer
el sol se ha acostado
al atardecer.

En un arcoíris
pronto jugarás
y en un tren de estrellas
tus miedos se irán.

Duerme, hijita, duerme,
sueños de cristal,
que los angelitos
te protegerán.

Mientras escuchaba, Paula se durmió. Jamás volvió a ver monstruos…
Cuando los sentía cerca, cerraba los ojos, llevaba sus manos al pecho y, la música, le mecía el corazón.

Jackeline de Barros

La Boda

Jacinta y Antolina recibieron una invitación… Maggi, otra lechuza divina, las invitaba en ocasión a celebrar su boda con Peter, el lechuzón.
Felices, felices, felices las dos lechuzas, se revolcaron en el pasto por pura satisfacción. Y pensando en sendas nupcias, las plumas de sus caritas se volvieron muy rosadas y todas las otras plumas, de muy diverso color.
Agarradas de la mano bailaron a la luna que se sonreía soplando estrellas de amor.
Cansadas, ya muy cansadas, en su casita- árbol se fueron a dormitar y, de tan contentas, ni cerraron sus alas ni quisieron ya chistar.
Cantó el gallo, canto:
Kikirikí… kikirikíiiiiiiiiiiiiii…
Kikirikí…kikirikikíiiiiiiiiiiiiii
Y cuanto más cantaba, el sol más se levantaba.
A la tarde, ya muy tarde, las lechuzas despertaron y fueron a tomar mate a la rama de su árbol. Cotorras verdes vivieron a conversar, y el árbol en primavera parecía de verano.
Jacinta contó enseguida que había una boda en el campo y las cotorras volaron contando, contando
-¡¡Antolina!! Es fiestas de lechuzas. No todas las cosas debes contar.
Antolina no le hizo caso, se lo contó a los pájaros, a las flores, a los árboles y a las sierras y, en lo alto de las cierras, al viento y a las nubes.
-¡¡Antolina!! ¡¡Antolina!!, no cuentes, ¿no ves que la lluvia a mojarnos vendrá?
-No seas tonta, Jacinta, que si llueve vendrá el sol y traerá el arco iris.
La fiesta comenzó, la novia era preciosa, igual que Peter el lechuzón.
Las flores, la coronación y las pequeñas arañas hicieron tul de ilusión.
Con las cuentas de rocío un rosario llevó.
Corona de estrellas sus ojos, el cielo iluminado sirvió de telón.
Caminitos, caminitos, caminitos de flores de algodón.
Jacinta y Antolina preciosas estaban, se habían pintado las plumas con flores de alelí y cuanto más caminaban, los colores más saltaban por ahí.
La boda ha comenzado. Y todos bailan aquí el baile de las lechuzas al compas del tamboril.
Bailan, bailan las lechuzas al compas de:
Tucu tucu tucu tucu chas chas
Tucu tucu tucu tucu chas chas
Tucu tucu tucu tucu chas chas
Tucu tucu tucu tucu chas chas
Es tan contagioso el ritmo que no paran de bailar y el canto de los tambores cada vez se escucha más.
Tucu tucu tucu tucu tú chas chas
Tucu tucu tucu tucu tú chas chas
Bailan, bailan las lechuzas al compás de los tambores, mientras otras lechuzas sirven licores dentro de flores.
Llega el amanecer y otro días vendrán, pronto será verano y con ellos, navidad.
Las lechuzas con sus velas el ombú adornarán y algún nido del campo tendrá un lechucito nuevo… ¿cómo se llamará?


Ana María Dolder


Poemas:


EL SAPO VERDE

Ese sapo verde
se esconde y se pierde;
así no lo besa
ninguna princesa.

Porque con un beso
él se hará princesa
o príncipe guapo;
¡y quiere ser sapo!

No quiere reinado,
ni trono dorado,
ni enorme castillo,
ni manto amarillo.

Tampoco lacayos
ni tres mil vasallos.
Quiere ver la luna
desde la laguna.

Una madrugada
lo encantó alguna hada;
y así se ha quedado:
sapo y encantado.

Disfruta de todo:
se mete en el lodo
saltándose, solo,
todo el protocolo.

Y le importa un pito
si no está bonito
cazar un insecto;
¡que nadie es perfecto!

¿Su regio dosel?
No se acuerda de él.
¿Su sábana roja?
Prefiere una hoja.

¿Su yelmo y su escudo?
Le gusta ir desnudo.
¿La princesa Eliana?
Él ama a una rana.

A una rana verde
que salta y se pierde
y mira la luna
desde la laguna.
Carmen Gil






Diente flojo

Diente flojo, me hamaco
para allá, para aquí,
en mi cuerva rosada,
chiribín chin chin.

Que me voy, que me caigo
en un chocolatín,
que me vuelo volando,
chiribín chin chin.

Los ratones me esperan
con un largo piolín,
para atarme y llevarme,
chiribín chin chin.

Y llevarme a su casa
de pelusa y maní.
Que me voy, que me caigo,
chiribín chin chin.
María Elena Walsh

EL CANTO DE LOS NIÑOS

Yo escucho los cantos
de viejas cadencias
que los niños cantan
cuando en coro juegan,

y vierten en coro
sus almas que sueñan,
cual vierten sus aguas
las fuentes de piedra:

con monotonías
de risas eternas
que no son alegres,
con lágrimas viejas

que no son amargas
y dicen tristezas,
tristezas de amores
de antiguas leyendas.

En los labios niños,
las canciones llevan
confusa la historia
y clara la pena;

como clara el agua
lleva su conseja
de viejos amores
que nunca se cuentan.

Jugando, a la sombra
de una plaza vieja,
los niños cantaban…

La fuente de piedra
vertía su eterno
cristal de leyenda.

Cantaban los niños
canciones ingenuas
de un algo que pasa
y que nunca llega:
la historia confusa
y clara la pena.

Seguía su cuento
la fuente serena;
borrada la historia,
contaba la pena.

Antonio Machado
A UN NARANJO Y UN LIMONERO

Naranjo en maceta, ¡qué triste es tu suerte!
Medrosas tiritan tus hojas menguadas.
Naranjo en la corte, ¡qué pena da verte
con tus naranjitas secas y arrugadas!.

Pobre limonero de fruto amarillo
cual pomo pulido de pálida cera,
¡qué pena mirarte, mísero arbolillo
criado en mezquino tonel de madera!

De los claros bosques de la Andalucía,
¿quién os trajo a esta castellana tierra
que barren los vientos de la adusta sierra,
hijos de los campos de la tierra mía?

¡Gloria de los huertos, árbol limonero,
que enciendes los frutos de pálido oro,
y alumbras del negro cipresal austero
las quietas plegarias erguidas en coro;

y fresco naranjo del patio querido,
del campo risueño y el huerto soñado,
siempre en mi recuerdo maduro o florido
de frondas y aromas y frutos cargado

Antonio Machado


LA HIGUERA

Porque es áspera y fea,
porque todas sus ramas son grises,
yo le tengo piedad a la higuera.

En mi quinta hay cien árboles bellos:
ciruelos redondos,
limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.

En las primaveras,
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.

Y la pobre parece tan triste
con sus gajos torcidos que nunca
de apretados capullos se visten...

Por eso,
cada vez que yo paso a su lado,
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
-Es la higuera el más bello
de los árboles en el huerto.

Si ella escucha,
si comprende el idioma en que hablo,
¡qué dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!

Y tal vez a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo, le cuente:
-Hoy a mi me dijeron hermosa

Juana de Ibarbourou

3 comentarios:

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