miércoles, 20 de abril de 2011

Cuentos y poemas. Antología. Verónica R. 2°

EL VIENTO
Subo barriletes
muevo los molinos
danzo en las hojitas
de los paraísos.

Formo mil oleajes
de la gran marea,
y soy el flameo
de nuestra bandera.

Rompo las burbujas
hechas de jabón,
silbo por las noches
lenta mi canción.

Soy quien te despeina
siempre en primavera,
y vuela tus apuntes
de tarde en la escuela.

Si a tu guardapolvo
llego una mañana
pídeme que lo seque
el fin de semana.
Autor: Teodoro Frejtman



ÁLAMO BLANCO



Arriba canta el pájaro y abajo canta el agua.
(Arriba y abajo, se me abre el alma.)

Entre dos melodías la columna de plata.
Hoja, pájaro, estrella; baja flor, raíz, agua.
Entre dos conmociones la columna de plata.
(Y tú, tronco ideal, entre mi alma y mi alma.)

Mece a la estrella el trino, la onda a la flor baja.
(Abajo y arriba, me tiembla el alma).

Autor: Juan Ramón Jiménez
Escritor español, premio Nobel de Literatura




LA CIGARRA Y LA HORMIGA
Cantando la Cigarra pasó el verano entero,
sin hacer provisiones allá para el invierno;
los fríos la obligaron a guardar el silencio
y a acogerse al abrigo de su estrecho aposento.

Viose desproveída del precioso sustento:
sin mosca, sin gusano, sin trigo, sin centeno.

Habitaba la Hormiga allí tabique en medio,
y con mil expresiones de atención y respeto
la dijo: “Doña Hormiga, pues que en vuestro granero
sobran las provisiones para vuestro alimento,
prestad alguna cosa con que viva este invierno
esta triste Cigarra, que alegre en otro tiempo,
nunca conoció el daño, nunca supo temerlo.

No dudéis en prestarme; que fielmente prometo
pagaros con ganancias, por el nombre que tengo.

La codiciosa Hormiga respondió con denuedo,
ocultando a la espalda las llaves del granero:
“¡Yo prestar lo que gano con un trabajo inmenso!
Dime, pues, holgazana,
¿Qué has hecho en el buen tiempo?”

“Yo, dijo la Cigarra, a todo pasajero
cantaba alegremente, sin cesar ni un momento.”

“¡Hola! ¿conque cantabas cuando yo andaba al remo?
Pues ahora, que yo como, baila, pese a tu cuerpo.”.

Autor: Félix María Samaniego
Escritor Español del siglo XVIII







EL PATIO

Patio de la casa
refugio del viento.
Corazón flexible
de frescos helechos.

Acabo de verte
humilde y desierto.
Cárcel de mi infancia.
Cuando era pequeño
para mi triciclo
¡qué inmenso!

De mis doce años
tan solo recuerdo:
el sillón de Viena
con el blanco abuelo,
la tinaja roja
con el jazminero,
el brocal de mármol
y en recio caldero
el dulce de leche
siempre a fuego lento.

Aclaran mis años
en manos de un negro
dos pantallas vivas
alas de brasero.

Patio de mi infancia
donde voy te llevo.
Patio de mi casa,
donde voy te encuentro
Enrique Amorim
Escritor Uruguayo




GAUCHO

Gaucho:
Naciste en la juntura de dos razas
como en el tajo de dos piedras
nacen los talas.

Con un poco de tierra y otro poco de cielo,
amasaste el adobe para construir tu rancho
lo mismo que el hornero.
Por eso yo te veo ascendencia de pájaro.

Eras,
una mitad hacia abajo y otra mitad hacia arriba;
una mitad de tierra y otra mitad de cielo;
una mitad de carne y otra mitad de alas;
carne tu forma física;
alón tu forma lírica;
y si eso no bastara para llamarte alado:
alas en tu cabello,
alas en tu sombrero,
alas todo tu poncho,
alas a media espalda flameando en tu pañuelo;
y alas también llevadas fijas en los talones:
las agudas rodajas de tus espuelas.

Gaucho:
Naciste en la juntura de dos razas
como nacen los talas
en el tajo de dos piedras.

Fernán Silva Valdés
Escritor Uruguayo





LOS DURAZNOS
El aire olía de una manera muy especial mientras el cielo encapotado parecía anunciar tormenta. Mis primos y yo correteábamos en los alrededores de una tapera, mientras los mayores se dedicaban a discutir la compra de un cordero. Por un momento me detuve a contemplar la inmensidad del campo, la línea de árboles que se perdía hacia el horizonte, los pájaros que planeaban sobre las parvas de trigo. De pronto, algo llamó mi atención: sobre el brocal de un pozo descansaba una coqueta fuente, repleta de duraznos. ¡Eran tan lindos! Parecían como pintados, y lucían tan perfectos a la suave luz del atardecer sin sol…parecían el anticipo de su sabor tan dulce y fresco.
Me gustaban los duraznos con su vestido veraniego de terciopelo, su jugosa pulpa y el corazón marrón rojizo que se escondía en el interior de la fruta. Me aproximé a ellos queriendo observarlos más de cerca, quería saber si eran de verdad. Se me ocurrió que hasta la pequeña colina que formaban sobre la fuente guardaba un equilibrio tan ajustado que un durazno más o uno menos, hubiera afeado el conjunto. Todo parecía amoldarse a una armonía propia; hasta algunas hojas verdes que habían conservado los cabitos de las frutas, daban con su color fuerte un admirable contraste.
Al lado de la fuente, como una invitación, alguien había abandonado un pequeño cuchillo de mesa al que no di ninguna importancia, ajeno a todo salvo al espectáculo que tenía ante mis ojos. Sabía que aquellos duraznos pertenecían a alguien, quizás al dueño de la tapera, y que nuca podría poseerlos. Pero quería por lo menos atrapar su imagen en la memoria y por qué no, su aroma, que por momentos la suave brisa alejaba de mí.
Entonces aproximé mi nariz, cerrando los ojos para concentrarme mejor. No tengo idea de cuánto tiempo permanecí en esa posición; sólo recuerdo que de repente sentí que mi hombro empujaba algo que comenzaba a deslizarse y luego se precipitaba al fondo del pozo, zambulléndose en el agua con un sonido seco, prolongado por un leve eco.
Con dificultad, porque mi altura apenas rebasaba el brocal, me asome observando hacia la profundidad, donde sobre el fondo rocoso y a través de un suave velo de agua cristalina dormía el cuchillo, como un pececito muerto.
De un momento a otro, el Mundo de había puesto de cabeza; quise correr pero las piernas se negaban a llevarme. El encanto se había desvanecido sumiéndome en la desesperación, de la que sólo me saco la suave presión de una mano que se apoyó sobre mi hombro. A través de las lágrimas pude divisar un rostro sonriente y curtido, adornado por unos bigotes espesos y blancos.

--¿Pero qué le pasa guri?
Quise hablar, pero sólo salían de mi boca sonidos irreconocibles
La figura se inclino hacia mí tratando de comprender, hasta que su sonrisa se iluminó:
--Usté sabe, mocito que estoy tratando de resolver un misterio… Al que me logre responder qué paso con el cuchillito que estaba sobre el brocal, lo voy a premiar con un durazno recién cortadito.
Aguardó, seguro de haber dado en el clavo. Poco a poco los sonidos se hicieron palabras, y las palabras frases.
¡Ahá! ¿Y por un problemita así, tanto puchero? Está bien… lo prometido es deuda, así que elija el que más le guste.
Poco después, el carro se sacudía con un cansino movimiento de péndulo mientras mis tíos conversaban cosas de hombres en el asiento, flaqueado por los demás chicos. El Mundo estaba en armonía. Yo sentado en la caja, miraba anticipando el gusto, el durazno que se sonrojaba mientras tenues rayitos del tardío sol que bajaba se colaban por entre las sierras. Sobre mis piernas descansaba un corderito de lana casi tan blanca como los bigotes de aquel rostro que, ya lo sabía, jamás se iba a borrar de memoria.
Fernando Manfredi
Escritor Uruguayo

LAS MEDIAS DE LOS FLAMENCOS

Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.
Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgando como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en las puntas de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.
Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentina, los flamencos se morían de envidia.
Un flamenco dijo entonces:
–Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas, blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
Y levantando todos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo.
–¡Tantan! –pegaron con las patas.
–¿Quién es? –respondió el almacenero.
–Somos los flamencos. ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
–No, no hay –contestó el almacenero–. ¿Están locos? En ninguna parte van a encontrar medias así.
Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
–¡Tantan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero contestó:
–¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quiénes son?
–Somos los flamencos –respondieron ellos.
Y el hombre dijo:
–Entonces son con seguridad flamencos locos.
Fueron entonces a otro almacén.
–¡Tantan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero gritó:
–¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse enseguida!
Y el hombre los echó con la escoba.
Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos.
Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:
–¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.
Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y le dijeron:
–¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirle las medias coloradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
–¡Con mucho gusto! –respondió la lechuza–. Esperen un segundo, y vuelvo enseguida.
Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víbora de coral, lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.
–Aquí están las medias –les dijo la lechuza–. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van entonces a llorar.
Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de los cueros que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al baile.
Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias.
Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para ver bien.
Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las medias, y se agachaban también, tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar, aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.
Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron enseguida a las ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados.
Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. Enseguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la orilla del Paraná.
–¡No son medias! –gritaron las víboras–. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de víbora de coral!
Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola ala. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaban las medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas, para que se murieran.
Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro, sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de su traje de baile.
Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido, eran venenosas.
Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.
Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas.
A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven enseguida, y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla.
Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.
Horacio Quiroga
Uruguayo
DOS NEGRITOS EN PELIGRO
Aunque nadie me lo dijo jamás, yo lo sabía. Estaba tan seguro que, por eso mismo, no se lo comentaba a nadie. Para mi era lo más natural creer que cuando nos dormíamos, las cosas que nos rodeaban comenzaban a vivir, a moverse, a hablar entre sí.
Yo me cuidaba muy bien poniendo mis pertenencias en lugares estratégicos. Por ejemplo, trataba de dejar juntos los dos zapatos del mismo par, para que cuando se despertaran no se encontraran solos, aislados uno del otro, en medio de un montón de desconocidos.
Lo difícil era ubicar bien mis juguetes. Tenía que poner mucha atención para no cometer errores que lamentaría más tarde. Hubiera sido terrible olvidar mis tigres junto a los jugadores de fútbol con los que me habían adornado la última torta de cumpleaños, o al lado de las ovejitas de yeso del pesebre navideño.
Sin embargo, una noche ocurrió lo que tanto temía. Habíamos ido a pasar el día a la casa de unas tías muy viejas y muy buenas. A mis hermanos y a mí nos encantaba ir porque, aunque nos pinchaban con algo (¿serían bigotes?) cuando nos besaban, nos trataban con mucho cariño y siempre, siempre, nos regalaban algo que nos gustaba de una repisa llena de cosas. Aquella vez yo elegí un negrito y una negrita de yeso pintado que eran una verdadera maravilla.
Llegamos cansados de tanto jugar y correr por el terreno de la casona de las tías, y apenas cenamos nos fuimos a dormir. Yo, orgulloso, dejé a mis negritos sobre la mesa de luz, para mirarlos hasta que me durmiera.
De pronto, ocurrió algo que no podía creer: los negritos, con sus enormes ojazos comenzaron a mirar a su alrededor con cierto temor. Algo les inquietaba. Cuando me di cuenta ya era tarde. Detrás del reloj despertador, había quedado olvidado un feroz tigre de Bengala con ojos verde limón realmente aterradores.
Cuando mis negritos lo vieron salieron corriendo como locos, escaparon casi por milagro. En la oscuridad me resultaba difícil distinguir a los fugitivos y a la fiera. Sólo veía, de a ratos, dos pares de ojos amarillos o un par de ojos verdes.
De repente escuché unos ruiditos extraños. Intenté prender la luz pero no pude. No encontraba mi linterna por ningún lado. Recordé entonces que en un cajón de mi escritorio tenía una colección de cajas de fósforos. Rápidamente saqué una y encendí.
Pude ver que sobre la pequeña mesa había cosas que yo nunca puse. Me quemaba los dedos y soplé el fósforo. Encendí otro. El revuelo era mayor. Alcancé a ver autitos y algún barco. Me volví a quemar. Apagué y encendí otro, y otro, y otro hasta que se acabó la caja. En cada resplandor logré ver algo más y comprender por fin lo que ocurría.
Ante el peligro de los recién llegados, el resto de los juguetes se habían solidarizado. Salieron de sus cajones, bajaron de sus estantes y acudieron a ayudar a los pequeños negritos que huían despavoridos.
Jugadores de fútbol, indios y vaqueros, un Tarzán, dos soldados y hasta un Papá Noel, se habían unido en una especie de brigada de auxilio para rodear y reducir al tigre.
Cuando me levanté, al día siguiente, recordé lo ocurrido y pensé de inmediato que no había tenido nada más que un sueño. Sin embargo, encontré a los negritos escondidos debajo de una frazada que se había caído de mi cama. El tigre de Bengala apareció dos días después, encerrado en una lata de bolitas. No recuerdo haberlo puesto allí jamás.

Carlos Santangelo
Escritor Uruguayo
CIRILO EL PASTOR
Vivía en una pequeña casa al pie de las sierras. Cuidaban las cabras y trabajaban la tierra.

El abuelo se llamaba Bautista. Cirilo tenía nueve años y era feliz: sus vacaciones estaban dedicadas al cuidado de sus cabras. A la mañana temprano la madre preparaba su almuerzo, sin olvidarse del sabroso pan y del rico queso casero y lo veía partir por el carpado camino rumbo al cerro, conduciendo el rebaño. El muchacho recorría el largo sendero, bajo la sombra de una arboleada que en verano refrescaba a los animales y en invierno los protegía de las lluvias, cuando caían incansablemente. También lo miraba irse el abuelo Bautista, mientras se acariciaba la larga barba blanca repitiendo:
¡Será el mejor pastor del pueblo!

Cirilo guiaba sus cabras y les hablaba. Había una que era su preferida.
El abuelo le había puesto el nombre de negrita, posiblemente por esa mancha oscura que le cruzaba parte del cuerpo. La habían criado con biberón, ya que la madre cabra había muerto al darle la vida. Cirilo sentía por ella gran cariño.

Del otro lado del cerro corría un río que a veces se mostraba calmo y a veces se convertía en furioso oleaje que arrastraba todo hacía un remolino, anunciador de una peligrosa catarata.

Cirilo iba cantando las viejas canciones que le había enseñado su madre y que, estaba seguro, gustaban a sus cabras. Los muchachos del pueblo lo miraban pasar y podía verse en sus rostros un gesto de burla que Cirilo percibía. A los oídos del abuelo había llegado un comentario que lo lastimó: la gente del lugar consideraba a su nieto un cobarde. Posiblemente, Cirilo aceptaba aquello; pero había en él una fuerza extraña que no podía entender, como tampoco lo entendían sus padres: tenía miedo del río, y también temía a las tormentas. El padre había intentado convencerlo de que el miedo no era bueno; solamente tenía que cuidarse del río, y protegerse cuando las tormentas lo sorprendían en el cerro.

Ya en lo alto, Cirilo dejó de cantar y miró el cielo. Una nube sombría había cubierto el sol y lejos, se escuchó el estallido del trueno. Las cabras se pusieron inquietas. El pastorcito buscó rápidamente a Negrita y se dio cuenta de que había desaparecido. Pensó muchas cosas y por su cabeza pasaron imágenes que lo asustaron.

El relámpago marcó una línea muy lejana sobre las sierras y el sonido del río sacudió la atención del muchacho. Adivinó el peligro. Corrió desesperadamente y cuando llegó a la orilla, vio a su cabrita debatirse en medio de la corriente, entre débiles balidos de angustia.

Dos vecinos del pueblo se habían detenido a mirar sin atreverse a hacer nada. Sólo esperaban, impotentes, ver a Negrita desaparecer en la cascada.

Cirilo sintió que sus ojos se humedecían. Apretó los puños. El río era un gigante terrible, pero Negrita estaba en peligro y él la quería mucho.
Se hundió en el agua impetuosa y haciendo un gran esfuerzo pudo llegar junto a la macha oscura, sujetar al animal y alcanzar un obstáculo de árboles semisumergidos que, entre piedras que podían pisarse, le permitieron aferrar la orilla, ayudado por los vecinos.

El abuelo Bautista, que ganado por la preocupación había llegado al ligar, descubrió feliz que su nieto era un chico muy valiente.
Y mientras miraba a Cirilo calmar a Negrita con caricias, dijo una vez más: ¡Sí! ¡Cirilo será el mejor pastor del pueblo!...
Marcelo Alcántara
Uruguayo


HISTORIA DE CÓMO NACÍ Y CÓMO CRECÍ…
Mi mamá anotaba sus ideas en cada papel que encontraba: servilletas, hojas viejas de cuaderno, sobres, y hasta en el dorso de las cartas que recibía.
Me fue armando al juntar las palabras escritas en distintos lugares, y así empecé a crecer. Yo era la idea más linda que había tenido en toda su vida y me formaba con las frases hermosas que se le iban ocurriendo cada vez que se acercaba a mí.

Seguí creciendo, un poco desprolijo, con vestidos de papeles de todos los colores y tamaños, pero lleno de la letra redonda y pareja de mi mamá. Un día en el que yo estaba gordo, ella me abrazó, me apretó tan fuerte contra su pecho que me dolieron todas las hojas y me dijo con esa voz tan dulce que tiene:
-¡ya estas listo!-, y me dio un enorme beso.

-¿ A dónde me llevará?_, pensé cuando la vi ponerse su vestido más bonito y su sonrisa más alegre.
- ¡Allá vamos!-, dijo con gran confianza mientras me metía bajo su brazo.
Yo también estaba contento, para qué negarlo… ¿Cómo no estarlo al ver su felicidad? Además había crecido lo suficiente para darme cuenta de que yo tenía mucho que ver en esa felicidad.
De pronto entramos en una casa que yo no conocía, muy diferente a mi propia casa. Allí había ruido de máquinas, barullo, risas y se olía a tinta fresca.
En medio del alboroto pude notar que varios hombres se alegraban de verme allí.
- Aquí está…Ya está pronto-, dijo orgullosa mi mamá. Y me entregó a las manos de un señor de lentes redondos con cara de bueno, que me miró con ternura. Emocionado, le dijo a mi mamá:
- Vas a ver qué lindo va a quedar.

Yo sentí un poco de miedo cuando vi que ella se iba y me dejaba en esa casa con olores y ruidos raros. Con tal rapidez pasé de mano en mano, que estaba aturdido y no podía pensar en otra cosa que en lo que estaban haciendo.
Me desarmaron y armaron de nuevo. Me pasaron por una máquina de escribir

Y por otra más complicada. Algunas personas opinaban que tenía que ser de bolsillo y otras querían que fuera más importante. Una señora parecida a mi mamá disfrutaba conmigo agregándome dibujos y colores. Cada vez que terminaba de hacer una ilustración, me decía:
-¡Mira que eres lindo!-. Ella puso una cara de fiesta con letras doradas.
De pronto me vi repetido en cientos de espejos. Todas las palabras que me había puesto mi mamá brillaban prolijamente en hojas satinadas escritas a máquina. Me pareció que el corazón se me dividía en cientos de pedazos y que tenía mucha más fuerza y como unas ganas locas de hacer cosas grandes e importantes.

Era un libro: muchos ejemplares de un libro de cuentos.
Entonces empecé a viajar. Anduve por librerías, estanterías, vidrieras, escritorios, bibliotecas, escuelas, casas, ómnibus, aviones… Por suerte, muy pocas veces me dejaron encerrado en cajones oscuro. Eso es la cárcel para mí.

Me pasan muchas cosas lindas. Por ejemplo, cuando los chiquilines me agarran entre sus manos y se ríen conmigo.
Yo también me divierto, con ellos. A veces me meten debajo de la almohada, o me llevan a pasear a casa de los amigos, o me esconden entre los textos de estudio. ¡Ni se imaginan la cantidad de veces que me han envuelto en papel de regalo y me dejan sobre la cama de un niño que está cumpliendo años!
Yo pude darme cuenta de que todos se ponen contentos cuando me ven, pero lo que me gusta más que nada es cuando alguien dice que me parezco a mi mamá.
Judith Baco

3 comentarios:

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