martes, 19 de abril de 2011

Cuentos y poemas. Antología. Sofía Duré. 2° B

La ardilla
La ardilla corre.
La ardilla vuela.
La ardilla salta
como locuela.
-Mamá, la ardilla
¿no va a la escuela?
-Ven ardillita,
tengo una jaula
que es muy bonita.
-No, yo prefiero,
mi tronco de árbol
y mi agujero.

Amado Nervo










Paisaje
La tarde equivocada
Se vistió de frío.
Detrás de los cristales
turbios, todos los niños
ven convertirse en pájaros
un árbol amarillo.
La tarde está tendida
a lo largo del río.
Y un rubor de manzana
tiembla en los tejadillos.
Federico García Lorca









La gota de rocío
La gota de rocío que en el cáliz
duerme de la blanquísima azucena,
en el palacio de cristal en donde
vive el genio feliz de la pureza.
Él le da su misterio y poesía,
él su aroma balsámico le presta;
¡Ay de la flor, si de la luz al beso
se evapora esa perla!
Gustavo Adolfo Bécquer











El barquito de papel
Con la mitad de un periódico
hice un barco de papel,
en la fiente de mi casa
le hice navegar muy bien.
Mi hermana con su abanico
sopla, y sopla sobre él.
¡Buen viaje, muy buen viaje,
barquichuelo de papel!
Amado Nervo















PIEDRITAS EN LA VENTANA

De vez en cuando la alegría
tira piedritas contra mi ventana
quiere avisarme que esta ahí esperando
pero me siento calmo
casi diría ecuánime
voy a guardar la angustia en un escondite
y luego a tenderme la cara al techo
que es una posición gallarda y cómoda
para filtrar noticias y creerlas
quien sabe donde quedan mis próximas huellas
ni cuando mi historia va a ser computada
quien sabe que consejos voy a inventar aun
y que atajo hallare para no seguirlos
esta bien no jugare al desahucio
no tatuare el recuerdo con olvidos
mucho queda por decir y callar
y también quedan uvas para llenar la boca
esta bien me doy por persuadido
que la alegría no tire mas piedras
abriré la ventana.

Mario Benedetti


EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR

Había una vez un emperador al que le gustaban mucho los trajes nuevos y siempre iba con exuberantes telas y adornos muy valiosos. La mayor parte de su dinero lo gastaba en comprarse nuevos trajes e ir siempre lo más elegante posible.
Sin embargo, al emperador no le preocupaban otro tipo de cosas como era el salir a pasear o ir al teatro o simplemente ir a conversar con los demás habitantes de la ciudad. En aquella ciudad, había siempre muchos turistas que la solían visitar.
Un día, el emperador se enteró que había dos tejedores que decían hacer los mejores trajes, con telas maravillosas y dibujos y colores nunca vistos, por lo que les hizo llamar. Le contaron al emperador que le harían un traje especial para él, este traje solo podrían verlo las personas que no fueran tontas. Así que el emperador pensó, que de esa forma sabría qué ministros de la corte eran dignos de su cargo y aquellos que no lo eran, pudiendo saber quiénes eran más listos y quiénes eran tontos.
Así que los dos tejedores, se pusieron en marcha y utilizaron una habitación para instalarse y empezar a tejer. Pidieron comprar distintos telares muy valiosos, pero sin embargo, se los iban guardando y aquella habitación estaba vacía. Aquellos tejedores, realmente no eran tejedores y estaban intentando engañar al emperador.
El emperador envío a uno de sus ministros para ver cómo iba su traje especial, pues él no quería ser el primero en verlo, por miedo a no ver aquel traje y que la gente supiera que era tonto. Así que el ministro entró en la habitación de los tejedores y estos le dijeron: “Mire aquí esta el traje, ¿verdad que es un traje espectacular?“. El ministro estaba muy sorprendido, pues no veía el traje por mucho que tenía abiertos los ojos, pero no dijo nada de que no lo veía, para que no pensaran que era tonto.
El ministro le informó al emperador de que el traje era fantástico, y que estaba quedando realmente espectacular. Y al cabo de unos días, fue el propio emperador el que bajó a ver su traje ya terminado. Al no ver el traje, que los propios tejedores fingían estar sujetándolo, adoptó la postura de no decir que no lo veía, para que el resto de personas creyera que él no era tonto.
Había un desfile por las calles de la ciudad y el emperador se puso su traje invisible, para salir a la calle y sorprender a todo el mundo con los colores y dibujos tan fascinantes de los que hablaban los tejedores.
Estando en el desfile, un niño dijo: “Pero si el emperador va desnudo“. Entonces, todas las personas allí presentes empezaron a murmurar, y se empezaron a oír voces que decían “el emperador va desnudo“, “pero si no lleva ropa“…
A pesar de que el emperador oía a las voces del pueblo, diciendo que iba desnudo, él siguió haciendo el desfile, porque pensaba que el resto de personas eran tontos y que por eso no podían ver el traje que vestía.

FIN

Cuento original de Christian Andersen


























La confusión de un ratón.
Liana Castello, escritora argentina. Cuentos con rima

Una niña tropezó y un diente se le cayó
Contenta y entusiasmada, lo puso bajo su almohada
Por la noche el ratón, tuvo una gran confusión
“¡Pero miren lo que es eso! ¡Un rico trozo de queso!”
Con sus manos lo tomó y con el diente marchó
La niña al despertar, miró y su puso a llorar
“¡Pero qué ratón avaro, nada nada me ha dejado”!
En la casa del ratón, comenzó la discusión
La ratona enojada, a su esposo reclamaba:
“¡Esto no es queso querido, me temo estás confundido!”
El ratón avergonzado, preguntó esperanzado:
“¿Estás segura mi amor? Tal vez sea roquefort”
La ratona muy segura, no dejó lugar a duda
“Mi paladar no me miente, esto es un pequeño diente
No lo podemos comer, lo tienes devolver”
Y a la casa volvieron, cuando todos se durmieron
La almohada levantaron y el dientito colocaron
La niñita lo encontró y en la almohada lo dejó
A la mañana siguiente, ya no estaba más el diente
Monedas al despertar, vio la niña en su lugar
Se compró un chupetín y el cuento llegó a su fin
Fin















































El gigante egoísta



Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos. “¡Qué felices somos aquí!”, -se decían unos a otros. Pero un día el Gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín. “¿Qué hacéis aquí?”, surgió con su voz retumbante. Los niños escaparon corriendo en desbandada. “Este jardín es mío. Es mi jardín propio”, dijo el Gigante; “todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.” Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía: ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES Era un Gigante egoísta... Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar a la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás. “¡Qué dichosos éramos allí!”, se decían unos a otros. “La Primavera se olvidó de este jardín”, se dijeron, “así que nos quedaremos aquí el resto del año.” Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida. Los únicos que se sentían a gusto allí eran la Nieve y la Escarcha. La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas. “¡Qué lugar más agradable”, dijo. “Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.” Y vino el Granizo. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo. “No entiendo porqué la Primavera tarda tanto en llegar aquí”, decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, “espero que pronto cambie el tiempo.” Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno. “Es un gigante demasiado egoísta” decían los frutales. De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el Viento del Norte, el Granizo, la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles. Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas. “¡Qué bien! Parece que por fin llegó la Primavera” dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana. ¿Y qué es lo que vio? Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón se mantenía el invierno. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niño, pero era tan pequeño que no lograba alcanzar las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas, que parecían a punto de quebrarse. “¡Súbete a mí, niñito!”, decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño. El Gigante sintió que el corazón se le derretía. “¡Cuán egoísta he sido!” exclamó. Ahora sé porqué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a tirar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños. Estaba realmente arrepentido por lo que había hecho. Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en invierno otra vez. Sólo quedó aquel pequeñín del rincón más alejado, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo cogió suavemente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño se abrazó al cuello del Gigante y le besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la primavera volvió al jardín. “Desde ahora el jardín será para vosotros, hijos míos”, dijo el Gigante, y asiendo un hacha enorme, echó abajo el muro. Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás. Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante. “Pero, ¿dónde está el más pequeñito?”, preguntó el Gigante, “¿ese niño que subí al árbol del rincón?” El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso. “No lo sabemos” respondieron los niños, “se marchó solito.” “Decidle que vuelva mañana” dijo el Gigante. Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste. Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más pequeñito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él. “¡Cómo me gustaría volverlo a ver!” repetía. Fueron pasando los años, y el Gigante envejeció y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín. “Tengo muchas flores hermosas”, decía, “pero los niños son las flores más hermosas de todas.” Una mañana de invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno, pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró... Lo que estaba viendo era realmente maravilloso. En el rincón más alejado del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos. Lleno de alegría, el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño, su rostro enrojeció de ira, y dijo: “¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?” Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies. “¿Pero, quién se atrevió a herirte?”, gritó el Gigante. “Dímelo, para coger mi espada y matarlo.” “¡No!”, respondió el niño. “Estas son las heridas del Amor.” “¿Quién eres tú, mi pequeño niñito?”, preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño. Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo: “Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en mi jardín, que es el Paraíso.” Y cuando los niños llegaron esa tarde, encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba enteramente cubierto de flores blancas...
Oscar Wilde




















La oca de oro



Un hombre tenía tres hijos, al tercero de los cuales llamaban «El zoquete», que era menospreciado y blanco de las burlas de todos. Un día quiso el mayor ir al bosque a cortar leña; su madre le dio una torta de huevos muy buena y sabrosa y una botella de vino, para que no pasara hambre ni sed. Al llegar al bosque se encontró con un hombrecillo de pelo gris y muy viejo, que lo saludó cortésmente y le dijo: - Dame un pedacito de tu torta y un sorbo de tu vino. Tengo hambre y sed. El listo mozo respondió - Si te doy de mi torta y de mi vino apenas me quedará para mí; sigue tu camino y déjame -y el viejo quedó plantado y siguió adelante. Se puso a cortar un árbol, y al poco rato pegó un hachazo en falso y el hacha se le clavó en el brazo, por lo que tuvo que regresar a su casa a que lo vendasen. Con esta herida pagó su conducta con el hombrecillo. Partió luego el segundo para el bosque, y, como al mayor, su madre lo proveyó de una torta y una botella de vino. También le salió al paso el viejecito gris, y le pidió un pedazo de torta y un trago de vino. Pero también el hijo segundo le replicó con displicencia: - Lo que te diese me lo quitaría a mí; ¡sigue tu camino! ¬y dejando plantado al anciano, se alejó. No se hizo esperar el castigo. Apenas había asestado un par de hachazos a un tronco cuando se hirió en una pierna, y hubo que conducirlo a su casa. Dijo entonces «El zoquete»: - Padre, déjame ir al bosque a buscar leña. - Tus hermanos se han lastimado -lecontestó el padre-; no te metas tú en esto, pues no entiendes nada. Pero el chico insistió tanto, que, al fin, le dijo su padre: -Vete, pues, si te empeñas; a fuerza de golpes ganarás experiencia. Le dio la madre una torta amasada con agua y cocida en las cenizas. y una botella de cerveza agria. Cuando llegó al bosque se encontró igualmente con el hombrecillo gris, el cual lo saludó y dijo: - Dame un poco de tu torta, y un trago de lo que llevas en la botella, pues tengo hambre y sed. - No llevo sino una torta cocida en la ceniza y cerveza agria -le respondió «El zoquete»-; si te conformas, sentémonos y comeremos. Y se sentaron. Y he aquí que cuando el mozo sacó la torta, resultó ser un magnífico pastel de huevos, y la cerveza agria se había convertido en un vino excelente. - Puesto que tienes buen corazón y eres generoso, te daré suerte. ¿Ves aquel viejo árbol de allí? Pues córtalo; encontrarás algo en la raíz. Y con estas palabras, el hombrecillo se despidió. «El zoquete» se encaminó al árbol y lo derribó a hachazos, y al caer apareció en la raíz una oca de plumas de oro puro. Se la llevó consigo y entró en una posada para pasar la noche. El dueño tenía tres hijas, que, al ver la oca, sintieron por ella una gran curiosidad, y el deseo de poseer una de sus plumas de oro. La mayor pensó: «Será mucho que no encuentre una oportunidad para arrancarle una pluma», y, un momento en que el muchacho salió de su cuarto, sujetó la oca por un ala; pero los dedos y la mano se le quedaron pegados a ella. Pronto acudió la segunda, con la idea de llevarse también una pluma de oro; pero no bien tocó a su hermana quedó pegada a ella. Finalmente, fue la tercera con idéntico propósito, y las otras le gritaron: - ¡Apártate, por Dios Santo, apártate! Pero ella, no comprendiendo por qué debía apartarse y pensando que si sus hermanas estaban allí, también ella podía estar, se acercó y, apenas hubo tocado a la segunda, quedó asimismo aprisionada sin poder soltarse. Y así tuvieron que pasarse la noche pegadas a la oca. A la mañana, «El zoquete», tomando el animal bajo el brazo, emprendió el camino de su casa, sin preocuparse de las tres muchachas, que lo seguían quieras o no, haciendo eses, según le llevaban a él las piernas. En medio del campo se encontraron con el señor cura, quien, al ver la comitiva, dijo: - ¿No les da vergüenza, descaradas, correr de este modo tras este joven en despoblado? ¿Les parece decente? Y sujetó a la menor por la mano con intención de separarla; pero no bien la tocó, quedó a su vez enganchado y tubo que participar también en la carrera. Al poco rato acertó a pasar el sacristán, y, al ver al señor cura que seguía a las muchachas, sorprendido dijo: - ¿Y pues, señor cura, adónde va tan de prisa? ¿Se ha olvidado de que hoy tenemos un bautizo? -y corriendo hacia él, lo tomó de la manga, quedando asimismo sujeto. Trotando así los cinco, topáronse con dos labradores que, con sus azadones al hombro, regresaban del campo. Los llamó el cura, pidiéndoles que lo desenganchasen, a él y al sacristán; pero no bien hubieron tocado los hombres a este último, ¡helos también aprisionados! Y ya eran siete los que corrían en pos de «El zoquete» y su oca. Poco después llegaron a una ciudad, cuyo rey era padre de una hija tan seria, que nadie, había logrado hacerla reír. Por eso el Rey había hecho pregonar que daría la mano de la princesa al hombre que fuese capaz de provocar su risa. Al enterarse de ello, «El zoquete», arrastrando todo su séquito, se presentó a la hija del Rey, y al ver ella aquella hilera de siete personas corriendo sin parar una tras otra, se echó a reír tan fuerte y tan a gusto, que no podía cesar en sus carcajadas. Entonces «El zoquete» la pidió por esposa. Pero el Rey, al que no gustaba aquel yerno, opuso toda clase de objeciones, y, al fin, le dijo que antes debía traerle a un hombre capaz de beberse todo el vino que cabía en la bodega de palacio. Pensó el joven en su hombrecillo del bosque y fue a pedirle ayuda. Y he aquí que en el mismo lugar donde cortara el árbol vio sentado a un individuo en cuyo rostro se pintaba la pena. Le preguntó «El zoquete» el motivo de su pesar, y el otro le contestó: - Sufro de una sed terrible, que no puedo calmar de ningún modo. No puedo con el agua fría, y aunque me he bebido todo un tonel de vino, ¿qué es una gota sobre una piedra ardiente? - Yo puedo remediar esto -dijo el joven-. Vente conmigo y te prometo que beberás hasta reventar. Y así diciendo, lo condujo a la bodega real, donde el hombre la emprendió, bebe que te bebe, con las voluminosas cubas, hasta que ya le dolían las caderas, y antes de que se hubiese terminado el día, había vaciado toda la bodega. «El zoquete» acudió nuevamente a reclamar su novia; pero el Rey, irritado al pensar que un mozo que todo el mundo tenía por tonto se hubiese de llevar a su hija, le puso una nueva condición. Antes debía encontrar a un hombre capaz de comerse una montaña de pan. No se lo pensó mucho el mozo, sino que se dirigió inmediatamente al bosque, y en el mismo lugar que antes, encontró a un hombre ocupado en apretarse el cinturón y que, con cara compungida, le dijo: - Me he comido toda una hornada de pan. Pero, ¿qué es esto para un hambre como la que yo tengo? Mi estómago sigue vacío, y no me queda más recurso que apretarme el cinturón para no morirme de hambre. Dijo «El zoquete» muy contento: - Vente conmigo y te vas a hartar. Y lo llevó a la corte del Rey, el cual había mandado reunir toda la harina del reino y cocer con ella una enorme montaña de pan. El hombre del bosque se situó enfrente de ella, empezó a comer, y, al ponerse el sol, aquella enorme mole había desaparecido. Por tercera vez reclamó «El zoquete» a la princesa; pero el Rey, buscando todavía excusas, le exigió que le trajera un barco capaz de ir por tierra y por agua. -En cuanto llegues navegando en él -dijo-, mi hija será tu esposa. Nuevamente se encaminó el muchacho al bosque, donde lo aguardaba el viejo hombrecillo gris con quien repartiera su torta, y que le dijo: - Para ti he comido y bebido, y ahora te daré el barco. Todo eso lo hago porque fuiste compasivo conmigo. Y le dio el barco que iba por tierra y por agua; y cuando el Rey lo vio, ya no pudo seguir negándose a entregarle a su hija. Se celebró la boda; a la muerte del Rey, «El zoquete» heredó la corona, y durante largos años vivió feliz con su esposa.
Autores: Los Hermanos Grimm. Jacob Karl Grimm y Wilhelm Grimm






Rapunzel




Había una vez una pareja que desde hacía mucho tiempo deseaba tener hijos. Aunque la espera fue larga, por fin, sus sueños se hicieron realidad. La futura madre miraba por la ventana las lechugas del huerto vecino. Se le hacía agua la boca nada más de pensar lo maravilloso que sería poder comerse una de esas lechugas. Sin embargo, el huerto le pertenecía a una bruja y por eso nadie se atrevía a entrar en él. Pronto, la mujer ya no pensaba más que en esas lechugas, y por no querer comer otra cosa empezó a enfermarse. Su esposo, preocupado, resolvió entrar a escondidas en el huerto cuando cayera la noche, para coger algunas lechugas. La mujer se las comió todas, pero en vez de calmar su antojo, lo empeoró. Entonces, el esposo regresó a la huerta. Esa noche, la bruja lo descubrió. -¿Cómo te atreves a robar mis lechugas? -chilló. Aterrorizado, el hombre le explicó a la bruja que todo se debía a los antojos de su mujer. -Puedes llevarte las lechugas que quieras -dijo la bruja -, pero a cambio tendrás que darme al bebé cuando nazca. El pobre hombre no tuvo más remedio que aceptar. Tan pronto nació, la bruja se llevó a la hermosa niña. La llamó Rapunzel. La belleza de Rapunzel aumentaba día a día. La bruja resolvió entonces esconderla para que nadie más pudiera admirarla. Cuando Rapunzel llegó a la edad de los doce años, la bruja se la llevó a lo más profundo del bosque y la encerró en una torre sin puertas ni escaleras, para que no se pudiera escapar. Cuando la bruja iba a visitarla, le decía desde abajo: -Rapunzel, tu trenza deja caer. La niña dejaba caer por la ventana su larga trenza rubia y la bruja subía. Al cabo de unos años, el destino quiso que un príncipe pasara por el bosque y escuchara la voz melodiosa de Rapunzel, que cantaba para pasar las horas. El príncipe se sintió atraído por la hermosa voz y quiso saber de dónde provenía. Finalmente halló la torre, pero no logró encontrar ninguna puerta para entrar. El príncipe quedó prendado de aquella voz. Iba al bosque tantas veces como le era posible. Por las noches, regresaba a su castillo con el corazón destrozado, sin haber encontrado la manera de entrar. Un buen día, vio que una bruja se acercaba a la torre y llamaba a la muchacha. -Rapunzel, tu trenza deja caer. El príncipe observó sorprendido. Entonces comprendió que aquella era la manera de llegar hasta la muchacha de la hermosa voz. Tan pronto se fue la bruja, el príncipe se acercó a la torre y repitió las mismas palabras: -Rapunzel, tu trenza deja caer. La muchacha dejó caer la trenza y el príncipe subió. Rapunzel tuvo miedo al principio, pues jamás había visto a un hombre. Sin embargo, el príncipe le explicó con toda dulzura cómo se había sentido atraído por su hermosa voz. Luego le pidió que se casara con él. Sin dudarlo un instante, Rapunzel aceptó. En vista de que Rapunzel no tenía forma de salir de la torre, el príncipe le prometió llevarle un ovillo de seda cada vez que fuera a visitarla. Así, podría tejer una escalera y escapar. Para que la bruja no sospechara nada, el príncipe iba a visitar a su amada por las noches. Sin embargo, un día Rapunzel le dijo a la bruja sin pensar: -Tú eres mucho más pesada que el príncipe. -¡Me has estado engañando! -chilló la bruja enfurecida y cortó la trenza de la muchacha. Con un hechizo la bruja envió a Rapunzel a una tierra apartada e inhóspita. Luego, ató la trenza a un garfio junto a la ventana y esperó la llegada del príncipe. Cuando éste llegó, comprendió que había caído en una trampa. -Tu preciosa ave cantora ya no está -dijo la bruja con voz chillona -, ¡y no volverás a verla nunca más! Transido de dolor, el príncipe saltó por la ventana de la torre. Por fortuna, sobrevivió pues cayó en una enredadera de espinas. Por desgracia, las espinas le hirieron los ojos y el desventurado príncipe quedó ciego. ¿Cómo buscaría ahora a Rapunzel? Durante muchos meses, el príncipe vagó por los bosques, sin parar de llorar. A todo aquel que se cruzaba por su camino le preguntaba si había visto a una muchacha muy hermosa llamada Rapunzel. Nadie le daba razón. Cierto día, ya casi a punto de perder las esperanzas, el príncipe escuchó a lo lejos una canción triste pero muy hermosa. Reconoció la voz de inmediato y se dirigió hacia el lugar de donde provenía, llamando a Rapunzel. Al verlo, Rapunzel corrió a abrazar a su amado. Lágrimas de felicidad cayeron en los ojos del príncipe. De repente, algo extraordinario sucedió: ¡El príncipe recuperó la vista! El príncipe y Rapunzel lograron encontrar el camino de regreso hacia el reino. Se casaron poco tiempo después y fueron una pareja muy feliz.
Los hermanos Grimm

4 comentarios:

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