Nombre: Silvia Morales
Grupo: 2º E
Clase de Lengua, profesora Julia Abero.
A continuación se presentan poemas y cuentos que podríamos trabajar en la escuela.
Con excepción del poema escrito por Juana de Ibarbourou, los demás textos fueron extraídos de un librillo titulado: “Con ton y son. Cuentos y poemas para niños”. Ediciones A.U.L.I. – Asociación Uruguaya de Literatura Infantil-juvenil. Una selección de Sylvia Puentes de Oyenard.
La escritora nació en Tacuarembó (Uruguay) el 9 de julio de 1943.
Es médica egresada de la Universidad de la República Oriental del Uruguay y escritora que se ha dedicado con especial énfasis a la literatura para niños y a la escrita por mujeres.
Presidenta Fundadora de la Asociación Uruguaya de Literatura Infantil-juvenil (A.U.L.I. 1984). Publicó más de 60 títulos en diversas áreas: creativa (poesía y cuento) e investigación (ensayos, algunos pioneros en el género con documentación sobre nuestra realidad desde la colonia a la vida contemporánea).
En periodismo, además de notas esporádicas en variados diarios y revistas latinoamericanas, su actuación más permanente se dió desde 1980 en la página editorial y luego en "Tribuna de la mujer" de "El País".
Además cada uno de los textos presenta el nombre de su respectivo autor.
5 poemas para trabajar en la escuela
La estrella
En el agua la estrella se refleja
como una lentejuela de oro vivo,
o un lunar imprevisto en el motivo
gris y redondo de la charca añeja.
Admiradas, absortas en la duda
de qué será lo que en el pozo brilla,
las ranas están quietas en la orilla
en una adoración paciente y muda.
Y el pastor loco que co astros sueña
hunde en el agua la imprudente mano.
Quiere sacar la estrella del pantano
y en la imposibilidad salvación se empeña.
¡Cloc, cloc! –gimen las ranas desoladas.
Roto el reflejo, desgarrado el astro,
ya no queda en la charca ni un rastro
de hebras de luz sutiles y doradas…
Y yo que asisto a la lección y llevo
en mi charca interior la dulce estrella
de una ilusión que se retrata en ella,
a ansiar la realidad ya no me atrevo.
Y como hipnotizada por el loco
afán de no ver roto mi tesoro,
hago guardia tenaz al astro de oro,
lo miro fijo, pero no lo toco.
Juana de Ibarbourou.
Otoño
Marrones y rojos,
ocres y dorados,
visten el paisaje
de otoño encantado.
El viento a las hojas
las lleva corriendo
y alegran las calles
volando y crujiendo.
Las aves que emigran
pronto volverán
surcando los cielos
en suave volar.
Llegan a la mesa
manzanas y peras,
las últimas uvas
son dulces promesas.
¡Ay, pícaro otoño,
dulce y juguetón,
con tu alma de niño
te vuelves canción!
Ana María Cordani.
Poema ecológico
¿Qué hace el hombre
con su planeta?
Tala los árboles
sin darse cuenta.
Cambia los cauces
de aguas netas
sin preocuparse
a qué se enfrenta.
También fabrica,
unas botellas,
que no sabemos
qué hacer con ellas.
El Sol calienta,
arde y quema,
está enojado
por tanta afrenta.
Los mares sucios,
también la tierra.
Creo que es hora
que el hombre entienda:
es nuestra causa
estar alertas.
Salud a todos,
Hombre y Planeta.
Los más hermoso,
Es nuestra Estrella.
Todos debemos,
cuidar de ella.
Dinorah Rodríguez.
Doña Rana y el sapo Barullo
Doña Rana y el sapo Barullo
se mudaron ayer ¡din! ¡dan! ¡don!
Y a su casa de charco lavaron
con gotitas de lluvia y jabón.
Doña Rana cepilla la orilla
y Barullo sacude un sillón,
en el aire perfume de lilas
y en el viento un sonar de ¡din! ¡don!
Ya cansados de tanto trabajo
en un hongo descansan los dos,
Doña Rana le sirve a Barullo
té y masitas de trébol en flor.
Doña Rana y el sapo Barullo
Se mudaron ayer ¡din! ¡dan! ¡don!
Y a su casa de charco vistieron
Con las flores de un rojo malvón.
Graciela Genta.
Nubes – Gaviotas
Lluvia:
Traes alegría al río,
ritmo entre tus claras gotas,
canto a esta superficie,
llanto de nubes-gaviotas.
Sediento de ti el suelo
te bebe en grandes cuotas,
dejándote correr triste
cuando altiva lo ahogas.
Mojada expresión del cielo,
cada ciclo tú derrotas,
caes libre, fresca, dulce,
sumergiéndote en las rocas.
Cristina Menafra.
5 cuentos para trabajar en la escuela
Crispín Cantarín
Papá y Mamá Grillo estaban más que felices cuando nació Crispín Cantarín. Era inquieto, alegre y crecía muy sano. Pero los papás no imaginaron nunca lo que le costaría aprender a cantar como todos los grillos. Pasaban horas ensayando y cuando no le salía la voz de un ronco sapo: croac, lo oían:
-Pío, pío, pío…
-Beeee - beeee…
-Miauuu – miauuuu…
Vivía cambiando de voz y eso que lo hacían escuchar canciones de grillos en la radio, le compraban cassettes con música de grillos y hasta los últimos compact-disc que aparecían con las canciones de los festivales de coros de grillos. Pero nada.
-¿No nos estará tomando las antenas? –dijo el papá.
-Un grillo no puede andar por ahí sin hablar como grillo –dijo la mamá.
-Vamos a buscarle un profesor de canto.
-Que no se deje convencer por la sonrisa de Crispín.
-Que lo conquiste.
-Que tena una voz tan maravillosa, que den ganas de imitarla.
Juancito Violín tenía todas las condiciones y el encuentro de los dos fue sen-sa-cio-nal. Muy pronto se hicieron amigos y pasaban juntos mucho más que el tiempo de las clases. Hacían salidas nocturnas, visitas a los amigos, serenatas para las grillitas jóvenes y cantaban en los cumpleaños de las grillitas ancianas.
Todo era estupendo hasta que un día Juancito Violín amaneció ronco, tan ronco… ¡que no se le entendía nada! Para consolarlo Crispín Cantarín cantó, habló, narró cuentos, cuchicheó, todo con voz de grillo. ¡Qué alegría cuando se dio cuenta de que ya había aprendido!
-Soy un grillo con todas las de la ley, con patas de grillo, antenas de grillo y una hermosa voz de grillo que disfrutaré para siempre…
Mientras Crispín Cantarín
con don Juancito Violín
van jugando con su voz,
este cuento terminó.
María Cristina Laluz.
El cangrejito Simón
-Abuela, cuéntame un cuento.
-¿Aquel del rey y una princesita que…
-No, no, hoy quiero uno con música de mar y muchos colores.
-Entonces recuerdo el del Cangrejito Simón, que vivió hace muchos, muchos años, cerca del gran pantano del país de Nomeacuerdo.
El Cangrejito Simón, muy pequeñito y rosado, nació una noche de luna llena en la familia Cangrejola, la que vivía en la puerta más ancha y oscura del pantano con árboles que llegaban casi, casi, hasta el cielo, donde nadie se atrevía por temor a hundirse en el barro. Pasaban los días y el Cangrejito Simón crecía rápidamente. Sus pequeñas patas chuecas lo llevaban de aquí para allá, nunca sabíamos si iba o si venía, porque sí, porque no, adelante y atrás, recorría el lugar. Impresionaban sus ojos grandes como dos botones negros que miraban siempre de costado, a derecha, a izquierda. ¿Qué buscaban?
Un día se alejó de la puerta de su casa más de la cuenta, vio otros paisajes y otros amigos. Decidió recorrer el mundo llevando unas monedas de plata y su bastón.
El pantano era peligroso.
-Pero yo no tengo miedo, soy muy valiente- dijo. Siguió adelante, atrás, a derecha, a izquierda, moviendo sus pequeñas patas chuecas sin parar. De pronto quedó quieto ¿qué vio?, una puerta gigantesca con una llave enorme.
-La abriré con cuidado…-murmuró, y encontró un largo camino que a cada paso se volvía más blanco y lleno de suave música.
Se dejó llevar, le gustaba hamacarse en las aguas claras, avanzaba más rápido que en el pantano, nada lo detenía.
Sus ojos saltones y negros miraban a derecha y a izquierda, vieron flores de colores maravillosos que abrían y cerraban sus pétalos, peces diminutos y grandes, rojos, amarillos, azules y blancos.
El agua era cada vez más cálida y el terreno oscuro del pantano de un amarillo claro. Lo envolvían colores, música y el olor a sal.
La luz lo deslumbró. Quedó encantado. Allí se quedaría, en el fondo del mar.
-Solo me falta buscar una puerta con un cartel anunciando “SE ALQUILA” para vivir feliz- pensó.
¿Piensas que la encontró? ¿Sí? ¡Claro que sí!
Y desde ese día vivió feliz para siempre con la cangrejita Jazmín.
Nair Ferreyra de Aparicio.
Un paseo al campo
¡Cuánto hace que no vuelvo a mi Valle Edén! Y si volviera…, no sería como antes; sobriamente admiraría de lejos lo que de niños fue nuestro mundo encantado. La mañana fresca, con una brisa suave que nos acariciaba y decía: ¡bienvenidos!
Los canastos preparados del día anterior y la noche de sueños inquietos: subir al cerro, aquel más escabroso, del que bajábamos cuando el sol ya estaba alto y nerviosos y encendidos nos refrescábamos en el hilo de agua cristalina que encontrábamos en alguna bajada, saliendo como por encanto de una piedra. Y llegar así, casi al mediodía al campamento y después de un baño lleno de gritos y algarabía en el arroyo, dar cuenta de todo lo que mi madre había preparado con amor y sabiduría, ¡nada faltaba en aquellos canastos! Recién a la sombra de los árboles parecía que encontráramos la tranquilidad. Los verdes más variados llenaban nuestros ojos, sorpresivamente se encendía a veces el rojo de los ceibos, el amarillo y blanco de las madreselvas o el amarillo intenso de los espinillos.
Nuestros pulmones, repletos de aire puro; aromas dulces nos invadían.
Mil insectos, muchos ya conocidos y otros por conocer. Y en el descanso obligado, porque el sol se volvía quemante, las miles de voces y murmullos encantados del lugar. ¡Ay, chicharra!, si hasta ahora me parece que taladras mis oídos.
¡Qué sorpresa tuve cuando alguien me enseñó que tu estridente sonido no era chirriar sino mover de alas!
Y ustedes tábanos que se encargaban de que al día siguiente nuestras piernas y brazos mostraran vuestra presencia en aquel paseo.
¡Si conociéramos el trino del benteveo y de la calandria!, ¿encontraría hoy un cardenal de copete muy rojo? ¡Hace tanto no los veo! A veces cuando miro gorriones amontonados e inquietos me hacen pensar en aquellos audaces, que se mantenían tan cerca como para comerse las migas que dejábamos caer.
¡Y no podíamos volver sin llevar nuestro frasco de pitangas que endulzaban nuestro paladar y teñían nuestras bocas!
¡Todo era tan sano!, nadie se enfermó porque hubiéramos comido muchas sin lavarlas. Tal vez le pidieran ellas mismas al viento que quitara su polvo para que nada nos pasara. ¡Y qué sabrosas las guayabas!
Con aquellas cosechas volvíamos a casa felices, sin ni siquiera poder imaginar que aquel día valía por dos años de vida, que con el tiempo solo recordaríamos porque no se repiten.
Teresita Ibarra de Roca.
Tina, la ardilla glotona
En el tronco de un frondoso árbol vivía una familia de ardillas. A Tina, la más pequeña, le gustaba saltar entre las ramas mientras lucía su graciosa cola. Muchos animales acudían a contemplar sus piruetas y se habían hecho sus amigos.
Terminaba el otoño cuando Papá y Mamá Ardilla fueron hasta el bosque cercano: con los hijos mayores traerían provisiones para la próxima estación. Tina quedó sola y resolvió devorar una bolsa de bellotas, que sabía enterrada al pie de árbol. Pero comió tanto, tanto, que enfermó.
Una mariposa, que aleteaba entre las flores, siguió los lamentos de Tina y se acercó.
-¿Qué te pasa, dulce amiga?
-He abusado de las bellotas y pesqué una indigestión. Ayúdame.
Pero la mariposa no sabía cómo curar a Tina y fue en busca de los pájaros. Estos resolvieron llevar a su amiga al abeto de la Ardilla Gris, gran conocedora de enfermedades. Cuando intentaron sacarla de su casa se dieron cuenta que su abdomen estaba tan distendido, que era imposible pasarla por la puerta.
Decidieron que la mariposa cuidara a Tina, mientras, los pájaros volarían en busca del oso. Necesitaban su fuerza. Cuando lo encontraron vieron que el oso corría perseguido por cantidad de abejas. No quisieron interceptar su camino, porque las abejas venían muy malas con el ladrón de su miel.
Los pájaros se dirigieron a lo del ciervo y reclamaron su apoyo. El ciervo pensó que lo mejor era recurrir al castor, quien podría roer la puerta y agrandar la abertura. Cuando Tina saliera, él la llevaría sobre su lomo hasta la casa de la casa de la Ardilla Gris.
Llegaron al río, donde habitaba el castor. Le contaron el problema de su amiga. El castor aceptó ayudarlos y afiló sus dientes antes de partir.
Así los nobles amigos llevaron a Tina al abeto de la Ardilla Gris.
Cuando los padres de Tina regresaron, ella les contó lo sucedido. En sus ojos, donde siempre jugaban rayitos de sol, había dos gotas de rocío.
Sylvia Puentes de Oyenard.
La ardilla Rubí
Había una vez una muralla tan larga como la Muralla China. Se prolongaba tanto que parecía no tener fin. Por eso Rubí que era una ardilla muy inquieta pensó: “Tal vez podría invitar a unas amigas a escalar esta pared como si fuera una montaña y ver qué hay detrás.”
Las ardillas, que eran muy haraganas, trajeron una escalera muy alta y en la forma más rápida que conocían comenzaron a ascender. De pronto escucharon un ruido extraño… CRUNCH… CRIC… CRAAAC… CRASHSHSH… y ¡al suelo todo el mundo!
Rubí pensaba y pensaba de qué forma llegar al otro lado cuando una idea iluminó su rostro:
-Si subimos a la rama más alta de aquel árbol y la sacudimos un poco, seguramente en un abrir y cerrar de ojos estaremos del otro lado.
Y así fue como se vio en la copa del árbol más frondoso aquella singular serpiente de color carmesí. Pero el peso de las ardillas fue demasiado y la rama que se balanceaba hacia un lado y hacia otro se quebró.
¡Pobres ardillas! Una a una iban cayendo como gotas que golpean el piso… PLIC: PLAC:::PLOC.
.¡No importa! –dijo Rubí sacudiéndose el polvo-. Tengo un plan que no fallará. Escuchen… se acerca una tormenta… cuando divisemos la nube más veloz, montaremos en ella y todas juntas le pedimos que se detenga detrás de la muralla.
Pero la nube, que estaba enojada, continuó su viaje sin siquiera mirarlas.
Rubí apoyó su cuerpo cansado en el gigante de piedra y he ahí que CRIIIIC y CRAAAAC, suavemente al ladrillo cedió formando un túnel.
¡Qué alegría! Las ardillas y su líder se alinearon al instante para alcanzar el otro lado.
Cuando llegaron fue grande su sorpresa pues solamente los esperaba la escalera rota, un árbol frondoso y una nube vivaz.
Dinorah Polakof de Zaidensztat.
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3 comentarios:
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