La tortuga gigante. (Horacio Quiroga)
Había una vez un hombre que vivía en buenos acudirse, y estaba muy exultación porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería acudir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de engullacudir; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era dacudirector del zoológico, le dijo un día:
—usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivacudir al monte, a hace mucho ejercicio al acudiré libre para curarse. y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan engullacudir bien.
El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivacudir al monte, lejos, más lejos que misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.
Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía ruin los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy exultación en conducto del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.
Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había además agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan adinerados como una lata de kerosén.
El hombre tenía otra vez buen color, estaba férreo y tenía apetito. precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre demasiado que quería engullacudir una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y extender la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido aterrador y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan adinerado que él solo podría servacudir de alfombra para un cuarto.
—Ahora —se dijo el hombre—, voy a engullacudir tortuga, que es una carne muy rica.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.
A contrición del hambre que sentía, el hombre tuvo clemencia de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tacudiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.
El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.
La tortuga sanó por término. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo.
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.
—Voy a moracudir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua, siquiera. Voy a moracudir aquí de hambre y de sed.
Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento.
Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:
—el hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo le voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de tragar al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a rastrear enseguida raíces ricas y yuyito tiernas, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no autoridad subacudirse a los árboles para llevarle frutas.
El cazador comió así días y días sin comprender quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Macudiró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
—estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de flamante, y voy a moracudir aquí, porque solamente en buenos acudirse hay re conductos para curarme. Pero nunca podré acudir, y voy a moracudir aquí.
Pero además esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
—si queda aquí en el monte se va a moracudir, porque no hay re conductos, y tengo que llevarlo a buenos acudirse.
Dicho esto, cortó enredaderas terminaos y férreos, que son como piolas, acostó con mucho esmero al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para adecuar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al término consiguió lo que quería, sin desesperar al cazador, y emprendió entonces el viaje.
La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho esmero, en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a rastrear agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía además, aunque estaba tan cansada que prefería dormacudir.
A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que delacudiraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de tragar.
Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de buenos acudirse, pero además cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos valor, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida, completamente sin Valois, y el hombre recobraba a medio el conocimiento. Y decía, en voz alta:
—voy a moracudir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en buenos acudirse me podría curar. Pero voy a moracudir aquí, solo, en el monte.
Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de flamante el camino.
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus Valois, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más valor para nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un lucimiento que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para moracudir asociado con el cazador, pensando con pesadumbre que no había podido saltar al hombre que había sido bueno con ella.
Y sin embargo, estaba ya en bueno acudirse, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el lucimiento de la garantía, e iba a moracudir cuando estaba ya al término de su viaje.
Pero un ratón de la garantía —posiblemente el ratoncito Pérez— encontró a los dos viajeros moribundos.
— ¡qué tortuga! —Dijo el ratón—. Nunca he visto una tortuga tan adinerado. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?
—No —le respondió con pesadumbre la tortuga—. Es un hombre.
— ¿y adónde vas con ese hombre? —añadió el curioso ratón.
—voy... voy... quería acudir a buenos acudirse —respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía—. Pero vamos a moracudir aquí, porque nunca llegaré...
— ¡ah, zonas, zonas! —Dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una tortuga más zonas! ¡Si ya has llegado a buenos acudirse! esa luz que ves allá, es buenos acudirse.
Al oír esto, la tortuga se sintió con un valor inmenso, porque aún tenía tiempo de saltar al cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el dacudirector del vergel zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El dacudirector reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a rastrear re conductos, con los que el cazador se curó enseguida.
Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara re conductos, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el dacudirector del zoológico se comprometió a tenerla en el vergel, y a cuidarla como si fuera su propia hija.
Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el mimo que le tienen, pasea por todo el vergel, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.
El pingüino y el canguro
Pedro Pablo Sacristán
Había una vez un canguro que era un auténtico campeón de las carreras, pero al que el éxito había vuelto vanidoso, burlón y antipático. La principal víctima de sus burlas era un pequeño pingüino, al que su andar lento y torpón impedía siquiera acabar las carreras.
Un día el zorro, el encargado de organizarlas, publicó en todas partes que su favorito para la siguiente carrera era el pobre pingüino. Todos pensaban que era una broma, pero aún así el vanidoso canguró se enfadó muchísimo, y sus burlas contra el pingüino se intensificaron. Éste no quería participar, pero era costumbre que todos lo hicieran, así que el día de la carrera se unió al grupo que siguió al zorro hasta el lugar de inició. El zorro los guió montaña arriba durante un buen rato, siempre con las mofas sobre el pingüino, sobre que si bajaría rondando o resbalando sobre su barriga...
Pero cuando llegaron a la cima, todos callaron. La cima de la montaña era un cráter que había rellenado un gran lago. Entonces el zorro dio la señal de salida diciendo: "La carrera es cruzar hasta el otro lado". El pingüino, emocionado, corrió torpemente a la orilla, pero una vez en el agua, su velocidad era insuperable, y ganó con una gran diferencia, mientras el canguro apenas consiguió llegar a la otra orilla, lloroso, humillado y medio ahogado. Y aunque parecía que el pingüino le esperaba para devolverle las burlas, éste había aprendido de su sufrimiento, y en lugar de devolvérselas, se ofreció a enseñarle a nadar.
Aquel día todos se divirtieron de lo lindo jugando en el lago. Pero el que más lo hizo fue el zorro, que con su ingenio había conseguido bajarle los humos al vanidoso canguro.
Los sueños de
Natacha
Ilustración: La niña del jardín (álbum ilustrado 2008), autor: Cristina Azócar, bajo licencia Creative Commons
(atribución: obra no comercial sin derivadas), disponible en http://cuentosdemama.blogspot.com
Habitación de un niño pequeño. Muebles de laqué celeste, con decoraciones
de animalitos. Dos ventanales y una puerta. Niños caracterizando juguetes
inmóviles, unos tirados por el suelo, otros en lugares que determinará el director de
escena. — Un osito de cibelina a los pies de la cama. Luz velada. Una muñeca Lenzi,
caída de espaldas, con las piernas rígidas, levantadas en el aire. La mamá arropa a
la niña dormida, mientras canta, con el coro invisible, las “Canciones de Natacha”.
LA LOBA
La loba, la loba,
le compró al lobito,
un calzón de seda,
y un gorro bonito.
La loba, la loba,
salió de paseo,
con su traje rico,
y su hijito feo.
La loba, la loba,
vendrá por aquí,
si esta niña mía
no quiere dormir.
PAJARITO CHINO
Pajarito chino,
de color añil,
canta que mi niña,
se quiere dormir.
Pajarito chino
de color punzó
canta que mi niña
ya se durmió...
(Música adecuada)
Cuando termina, la madre de puntillas, va hacia la ventana, se inclina hacia afuera
con el dedo en los labios, imponiendo silencio y dice:
LA MADRE. —Chit. Duerme tú también, pajarito chino de color añil. Mi niña ya
está soñando con los ángeles. (Estalla el canto de otro pájaro, y la madre corre hacia
la ventana, agitada y hace el mismo gesto de silencio):—Chit. Calla también, tú,
pajarito chino de color punzó. ¡Qué alborotadores sois, Natacha se ha dormido!...¡Se
ha dormido! Entendedlo bien. (Cierra enojada, pero con precaución, la ventana). Un
golpe de llamada en la puerta. La madre hace un gesto de impaciencia, se agarra la
cabeza, y corre a abrir, de puntillas. Habla con alguien que está afuera y que no se
ve.—Se ha dormido, señora Loba. Se ha dormido, sí, se ha dormido. ¿Su lobito feo no
hace nono? ¡Qué pícaro! dele la mamadera con un poquito de agua de tilo. Les da un
muy buen sueño. ¡Qué bien te queda, lobito (haciendo que acaricia a alguien), tu
nuevo calzón de seda. ¿A ver? ¿Es color escarlata? No, más bien se diría rubí. ¡Ajá!...
¡Y con flecos azules! Y con botones de plata...(Natacha se da vuelta en la cama y
llama):
NATACHA. — ¡Mamita!
LA MADRE. — ¡Ay, se despierta mi niña! Que no os vea. Venid mañana. Si os viese
se desvelaría... ¡Voy, mi sol!
NATACHA. (Llorando).— Yi...i...i...i...i
LA MADRE. — ¿Qué tienes, querubín? Duerme, mi sol. Duerme y te daré un collar
de plata y un limón de olor. (Canta otra de las canciones de Natacha. Un reloj de
cuco da las once).
LA LUNA
La luna, la luna
le pidió al naranjo
un vestido verde
y un velillo blanco.
La luna, la luna
se quiere casar
con un pajecito
de la casa real.
3
Duérmete, Natacha,
e irás a la boda,
peinada de moño
Y en traje de cola.
(Acompañamiento musical, muy suave).
LA MADRE. —Duérmete, cielito (a los juguetes). Y dormid vosotros también. Nada
de hacer ruidos y despertar a mi niña. Cuidado, muñeca Lenzi. Tú eres muy
buscadora de camorra con el osito y el arlequín. (La muñeca agita las piernas en el
aire). Y tú, muñeca negra, no hagas caso si esa pícara Lenzi te llama betún. Dile a
ella pelo de azafrán, y en paz. (Con movimientos mecánicos, la muñeca negra hace
que sí con la cabeza y la Lenzi agita de nuevo las piernas en el aire. La madre sale
de puntillas. Desde la puerta se vuelve, mira con ternura hacia la camita y
murmura):
—¡Qué el ángel de la guarda vele el sueñito de mi niña!
Al tiempo que cierra despacito la puerta, el tapiz que cubre la pared de la cabecera
de la cama de Natacha, se entreabre y lentamente, aparece el ángel. Proyéctese
sobre él luz azul. Sus vestiduras deben ser de lama de plata y en la cabellera llevará
una diadema de pedrería. Grandes alas. Juegos de luces diversas. Lentamente
también los juguetes empiezan a animarse. Todos sus movimientos deben ser
mecánicos, como los de los títeres. Música que acompañe. La muñeca Lenzi se
sienta, se refriega los ojos, mira a la negra y dice:
MUÑECA LENZI. —¡Betún!
MUÑECA NEGRA. —¡Mala! Pelo de azaflán.
MUÑECA LENZI. —Pegote de tacho.
MUÑECA NEGRA, (haciendo pucheros). —¡No! ¡Noooo! Eso es feo. Mala, pelo de
escoba.
MUÑECA LENZI, (levantándose decidida a pelear) —Si lo dices otra vez, pastilla
de orozú, te araño.
MUÑECA NEGRA, (gimoteando). —Yi... i... i...Se lo contaré al dotol pala que te dé
aceite de ricino y se te ensucien los vuelitos de esos pantalones compadles.
MUÑECA LENZI, (furiosa). —Voy a sacarte la lengua, Emperatriz de Etiopía.
4
MUÑECA NEGRA, (a un muñeco vestido con el uniforme y el morrión de plumas
de los guardias ingleses). —Defendedme John. Esa italiana mala me quiele alañal.
(El policeman, acercándose con su macana en la mano y señalando con ella un
barquito que está sobre una repisa):
—¿Qué es eso? Vas a pegarle a la negrita, tú, gringa? ¡Cuidado! La flota está lista y
ya verás lo que te espera.
MUÑECA LENZI, (encogiéndose de hombros). —¿Crees que me asustas, cara de
scom?
La muñeca negra, disimuladamente, le saca la lengua. Se acercan el perro, el gato,
el oso y el pato de cibelina.
EL PERRO. —¡Siempre peleando estas dos muñecas zonzas! Tan corta que es la
vida, y no hacen más que amargársela con rabietas inútiles. Yo y el gato somos
grandes amigos ¿no es cierto, Micifuz?
EL GATO. — Es cierto. Leal y yo nos entendemos a maravilla. Esto es mejor que
tragar bilis y sufrir golpes. Me he cortado las uñas. (El osito se entretiene entretanto
en hacer pruebas y el pato ha ido a despertar a un gallito de franela que duerme con
la cabeza debajo del ala).
EL PATO. —Donlín, despierta. Hay una gran reunión y tú soñando con las gallinas.
EL GALLITO, (batiendo las alas). — ¡Cocorococó!, me has hecho caer del paraíso,
patito pekinés. Soñaba que diez gallinitas andaban alrededor mío, disputándose mis
miradas y que el suelo estaba lleno de granos de maíz. ¡Ay, qué pena que nunca sean
verdad los sueños!
(Se abre la puerta y entran despacio, la loba y el lobito). Mientras unos hablan, los
demás juguetes no se estarán quietos. Las dos muñecas fingirán reñir, el policeman
se interpondrá para que no se vayan a las manos, el osito balanceándose
torpemente, tomará de sobre la cómoda de mamadera de Natacha que estará por la
mitad y la beberá con cómicos gestos de satisfacción. El arlequín, haciendo sonar
sus cascabeles, se desperezará y bostezará con ruido.
—¡Uf, cómo me aburro! ¿No se les ocurrirá a ustedes algún juego divertido para
pasar la noche? Demasiado tenemos que estar callados y rígidos durante el día!
Señora Loba, no hace usted más que arreglarle el gorro y los flecos a su lobito feo. A
ver, escuche: ¿No nos da usted algunas noticias del bosque? ¡Cómo desearía pasear
por la selva, perderme en ella, no vivir nunca más entre estas paredes tan tristes!
5
LA LOBA. —El bosque está maravilloso (todos la rodean). El ángel se inclina sobre
Natacha y le pone la mano sobre la cabecita. Natacha sonríe dormida.
EL ÁNGEL. —El niño Jesús anda por el sueño de la niña. ¡Dios la bendiga!
LA LOBA. —El bosque está lleno de flores, de pájaros, de gigantes y de palabras
que dice el viento.
EL LOBITO. —Hay frambuesas maduras. Huelen a violetas.
LA MUÑECA NEGRA. —¿Las violetas son perlas?
LA MUÑECA LENZI, (siempre dispuesta a la grezca). —¡Torpe! Las violetas son
pastillas.
LA MUÑECA NEGRA, (empecinada, y dando con el pie en el suelo). —¡No me
gustan las pastillas! Son perlas.
LA LENZI, (poniéndose en jarras). —¡Son pastillas, son pastillas, son pastillas!
EL POLICEMAN. —¿Ya están ustedes. peleando otra vez? (con suficiencia) ¡Ni
pastillas ni perlas! Las violetas son los huevecitos que ponen los colibríes.
(La loba se ríe ruidosamente agarrándose el vientre). El lobito da saltos y, en uno,
tropieza con el oso y se vuelca encima el resto del frasco de leche. —La madre lo
coscorronea.
El lobito chilla. El osito también, porque se queda sin su leche. El ángel sonríe y
mueve con indulgencia la cabeza. El arlequín hace gimnasia sueca. Se abre la puerta
y entra el hada, vestida de celeste pálido o rosa ídem. Amplio traje de gasa, gran
cola, diadema de pedrería, velos flotantes.
(Todos la rodean, contemplándola extasiados). Ella, con su varita de oro traza signos
en el aire.
—¡Paz, pequeños! ¡Paz! ¿Quién llora? ¿Quién grita? Dios mío, cómo son de llorones
y camorreros estos pequeños! (Grezca entre el gato y el perro).
EL HADA. — ¡Oooooh! Y sois vosotros los que decís, muy orondos, que hacéis muy
buenas migas? ¡Qué vergüenza! ¡Qué feos y qué malos! Lo mejor que podemos hacer
es organizar una fiesta. Vamos a despertar a Natacha.
EL PERRO, (limpiándose las lágrimas). — ¡Chiquita, despierta! Nena, vamos a
jugar.
6
EL GATO, (por no ser menos). — Natacha, haremos una ronda en honor de tu ángel.
EL OSITO, (balanceándose). — ¿Vamos a bailar un minuet?
LA MUÑECA LENZI, (imperativa). ¡Me carga lo francés (dando con el pie en el
suelo). Quiero una tarantela napolitana...o una pavana pontificial.
LA MUÑECA NEGRA. —¡Pavota! ¿Hay nada más alegre y más lindo que una danza
de mi raza? ¿Un can-can, o una rumba por ejemplo? ¿O sino, una carioca o una
conga? (Todos a una):
—¡Baila una carioca, negrita! (Música de la carioca. La baila la negrita). Grandes
aplausos.
LA MUÑECA LENZI, (celosa). — ¡Yo voy a recitar un verso! Declama algo
cómico, adecuado. La escena, muy movida, tiene, casi toda, que ser creada por el
director de escena. Luego, cada uno, dando saltos, o haciendo piruetas, dicen
pequeños versos cómicos. (El hada al oír dar las doce en el reloj de cuco):
—¡Media noche, vamos a bailar todos juntos una ronda para que luego cada uno se
vaya a dormir. (Bailan una danza de conjunto. Después entre todos, ayudan a
Natacha a acostarse, y el coro invisible canta para adormirla):
Duérmete Natacha
que si no haces nono
vendrá el conejito
del hocico romo.
Duérmete, niña linda,
ramo de alelí,
tu ángel de la guarda
vela junto a ti.
Los malos vecinos
Pedro Pablo Sacristán
Había una vez un hombre que salió un día de su casa para ir al trabajo, y justo al pasar por delante de la puerta de la casa de su vecino, sin darse cuenta se le cayó un papel importante. Su vecino, que miraba por la ventana en ese momento, vio caer el papel, y pensó:
- ¡Qué descarado, el tío va y tira un papel para ensuciar mi puerta, disimulando descaradamente!
Pero en vez de decirle nada, planeó su venganza, y por la noche vació su papelera junto a la puerta del primer vecino. Este estaba mirando por la ventana en ese momento y cuando recogió los papeles encontró aquel papel tan importante que había perdido y que le había supuesto un problemón aquel día. Estaba roto en mil pedazos, y pensó que su vecino no sólo se lo había robado, sino que además lo había roto y tirado en la puerta de su casa. Pero no quiso decirle nada, y se puso a preparar su venganza. Esa noche llamó a una granja para hacer un pedido de diez cerdos y cien patos, y pidió que los llevaran a la dirección de su vecino, que al día siguiente tuvo un buen problema para tratar de librarse de los animales y sus malos olores. Pero éste, como estaba seguro de que aquello era idea de su vecino, en cuanto se deshizo de los cerdos comenzó a planear su venganza.
Y así, uno y otro siguieron fastidiándose mutuamente, cada vez más exageradamente, y de aquel simple papelito en la puerta llegaron a llamar a una banda de música, o una sirena de bomberos, a estrellar un camión contra la tapia, lanzar una lluvia de piedras contra los cristales, disparar un cañón del ejército y finalmente, una bomba-terremoto que derrumbó las casas de los dos vecinos...
Ambos acabaron en el hospital, y se pasaron una buena temporada compartiendo habitación. Al principio no se dirigían la palabra, pero un día, cansados del silencio, comenzaron a hablar; con el tiempo, se fueron haciendo amigos hasta que finalmente, un día se atrevieron a hablar del incidente del papel. Entonces se dieron cuenta de que todo había sido una coincidencia, y de que si la primera vez hubieran hablado claramente, en lugar de juzgar las malas intenciones de su vecino, se habrían dado cuenta de que todo había ocurrido por casualidad, y ahora los dos tendrían su casa en pie...
Y así fue, hablando, como aquellos dos vecinos terminaron siendo amigos, lo que les fue de gran ayuda para recuperarse de sus heridas y reconstruir sus maltrechas casas.
El hada fea
Pedro Pablo Sacristán
Había una vez una aprendiz de hada madrina, mágica y maravillosa, la más lista y amable de las hadas. Pero era también una hada muy fea, y por mucho que se esforzaba en mostrar sus muchas cualidades, parecía que todos estaban empeñados en que lo más importante de una hada tenía que ser su belleza. En la escuela de hadas no le hacían caso, y cada vez que volaba a una misión para ayudar a un niño o cualquier otra persona en apuros, antes de poder abrir la boca, ya la estaban chillando y gritando:
- ¡fea! ¡bicho!, ¡lárgate de aquí!.
Aunque pequeña, su magia era muy poderosa, y más de una vez había pensado hacer un encantamiento para volverse bella; pero luego pensaba en lo que le contaba su mamá de pequeña:
- tu eres como eres, con cada uno de tus granos y tus arrugas; y seguro que es así por alguna razón especial...
Pero un día, las brujas del país vecino arrasaron el país, haciendo prisioneras a todas las hadas y magos. Nuestra hada, poco antes de ser atacada, hechizó sus propios vestidos, y ayudada por su fea cara, se hizo pasar por bruja. Así, pudo seguirlas hasta su guarida, y una vez allí, con su magia preparó una gran fiesta para todas, adornando la cueva con murciélagos, sapos y arañas, y música de lobos aullando.
Durante la fiesta, corrió a liberar a todas las hadas y magos, que con un gran hechizo consiguieron encerrar a todas las brujas en la montaña durante los siguientes 100 años.
Y durante esos 100 años, y muchos más, todos recordaron la valentía y la inteligencia del hada fea. Nunca más se volvió a considerar en aquel país la fealdad una desgracia, y cada vez que nacía alguien feo, todos se llenaban de alegría sabiendo que tendría grandes cosas por hacer.
Poemas…
Pablo Neruda
Mariposa de otoño
LA mariposa volotea
y arde —con el sol— a veces.
Mancha volante y llamarada,
ahora se queda parada
sobre una hoja que la mece.
Me decían: —No tienes nada.
No estás enfermo. Te parece.
Yo tampoco decía nada.
Y pasó el tiempo de las mieses.
Hoy una mano de congoja
llena de otoño el horizonte.
Y hasta de mi alma caen hojas.
Me decían: —No tienes nada.
No estás enfermo. Te parece.
Era la hora de las espigas.
El sol, ahora,
convalece.
Todo se va en la vida, amigos.
Se va o perece.
Se va la mano que te induce.
Se va o perece.
Se va la rosa que desates.
También la boca que te bese.
El agua, la sombra y el vaso.
Se va o perece.
Pasó la hora de las espigas.
El sol, ahora, convalece.
Su lengua tibia me rodea.
También me dice: —Te parece.
La mariposa volotea,
revolotea,
y desaparece.
Juana de Ibarbourou
LA HIGUERA
Porque es áspera y fea,
porque todas sus ramas son grises,
yo le tengo piedad a la higuera.
En mi quinta hay cien árboles bellos,
ciruelos redondos,
limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.
En las primaveras,
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.
Y la pobre parece tan triste
con sus gajos torcidos que nunca
de apretados capullos se viste...
Por eso,
cada vez que yo paso a su lado,
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
«Es la higuera el más bello
de los árboles todos del huerto».
Si ella escucha,
si comprende el idioma en que hablo,
¡qué dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!
Y tal vez, a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo le cuente:
¡Hoy a mí me dijeron hermosa!
Regálame
Nunca tuve una planta
de nomeolvides.
Por eso nunca recuerdo
lo que me pides.
Ato un nudo en mi dedo
pero es en vano.
En invierno me acuerdo
lo del verano.
Escribo en papelitos,
sí tu mensaje.
Pero cuando los leo
ya estás de viaje.
Regalame una planta
de nomeolvides,
tal vez así recuerde
lo que pides.
Claro, si la planta
no se me seca,
porque olvide echar agua
en su maceta.
Elsa Lira Gaiero
Para encontrar un tesoro
Un pirata no hay que ser
para encontrar un tesoro,
ni una lámpara con genio
es necesario tener.
Para buscar aventuras
no tienes que disponer
de enormes superpoderes
ni superhéroe ser.
Pues la fortuna mayor
de todas, es aprender.
¡Un verdadero tesoro
qué tú puedes poseer!
El tesoro está en los libros,
basta con saber leer.
En ellos has de encontrar
sabiduría y placer.
Andrés Díaz Marrero
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