El jardín de las estatuas
Hace mucho tiempo, existía un lugar mágico que guardaba grandes maravillas y tesoros del mundo. No era un lugar oculto, ni escondido, y cualquiera podía tratar de acceder y disfrutar sus delicias. Bastaba cumplir un requisito: ser una buena persona. Ni siquiera heroica o extraordinaria: sólo buena persona.
Allá fueron a buscar fortuna Alí y Benaisa, dos jóvenes amigos. Alí fue el primero en probar suerte, pues cada persona debía afrontar sus pruebas en solitario. Pronto se encontró en medio de un bello jardín, adornado por cientos de estatuas tan reales, que daba la sensación de que en cualquier momento podrían echar a andar. O a llorar, pues su gesto era más bien triste y melancólico. Pero Alí no quiso distraerse de su objetivo, y conteniendo sus ganas de seguir junto a las estatuas, siguió caminando hasta llegar a la entrada de un gran bosque. Esta estaba custodiada por dos estatuas de piedra gris muy distintas de las demás: una tenía el gesto enfadado, y la otra claramente alegre. Junto a la entrada se podía leer una inscripción: “La bondad de tu carácter deberás a las piedras contar”.
Así que Alí se estiró, aclaró la garganta y dijo en alta voz:
- Soy Alí. Una buena persona. A nadie he hecho ningún mal y nadie tiene queja de mí.
Tras un silencio eterno, la estatua de gesto alegre comenzó a cobrar vida, y bajándose de su pedestal, dijo amablemente:
- Excelente, tu bondad es perfecta para este sitio. Está lleno de estatuas como tú: ¡a nadie hacen mal, y nadie tiene queja de ellas!
Y en el mismo instante, Alí sintió cómo todo su cuerpo se paralizaba completamente. Ni siquiera los ojos podía mover. Pero seguía viendo, oyendo y sintiendo. Lo justo para comprender que se había convertido en una más de las estatuas que adornaban el jardín.
Poco después era Benaisa quien disfrutaba de las maravillas del jardín. Pero al contrario que a su amigo, la visión de aquellas estatuas, y sus ojos tristes e inmóviles, le conmovieron hasta el punto de acercarse a tocarlas una por una, acariciándolas, con la secreta esperanza de que estuvieras vivas. Al tocarlas, sintió el calor de la vida, y ya no pudo apartar de su cabeza la idea de que todas seguían vivas, presas de alguna horrible maldición. Se preguntaba por sus vidas, y por cómo habrían acabado allí, y corrió varias veces a la fuente para llevar un poco de agua con el que mojar sus labios. Y entonces vio a Alí, tan inmóvil y triste como los demás. Benaisa, olvidando para qué había ido allí, hizo cuanto pudo por liberar a su amigo, y a muchos otros, sin ningún éxito. Finalmente, vencido por el desánimo, se acercó a las estatuas que custodiaban la entrada al gran bosque. Leyó la inscripción, pero sin hacer caso de la misma, habló en voz alta:
Otro día defenderé mis buenas obras. Pero hoy tengo un amigo atrapado por una maldición, y muchas otras personas junto a él, y quisiera pedir su ayuda para salvarlos...
Cuando terminó, la estatua de gesto enfadado cobró vida entre gruñidos y quejas. Y sin perder su aire enojado, dijo:
- ¡Qué mala suerte! Aquí tenemos alguien que no es una estatua. Habrá que dejarle pasar...¡y encima se llevará una de nuestras estatuas! ¿Cuál eliges?
Benaisa dirigió entonces la vista hacia su amigo, que al momento recuperó el movimiento y corrió a abrazarse con él. Mientras, los árboles del bosque se abrían para dejar ver un mundo de maravillas y felicidad.
Cuando un feliz Benaisa se disponía a cruzar la puerta, el propio Alí lo detuvo. Y echando la vista atrás, hacia todas las demás estatuas, Alí dijo decidido:
Espera, Benaisa. No volveré a comportarme como una estatua nunca más. Hagamos algo por estas personas.
Y así, los dos amigos terminaron encontrando la forma de liberar de su encierro en vida a todas las estatuas del jardín, de las que surgieron cientos de personas ilusionadas por tener una segunda oportunidad para demostrar que nunca más serían como estatuas, y que en adelante dejarían de no hacer mal ni tener enemigos, para hacer mucho bien y saber rodearse de amigos.
Autor: Pedro Pablo Sacristán
El pajarito perezoso
Había una vez un pajarito simpático, pero muy, muy perezoso. Todos los días, a la hora de levantarse, había que estar llamándole mil veces hasta que por fin se levantaba; y cuando había que hacer alguna tarea, lo retrasaba todo hasta que ya casi no quedaba tiempo para hacerlo. Todos le advertían constantemente:
- ¡eres un perezoso! No se puede estar siempre dejando todo para última hora...
- Bah, pero si no pasa nada.-respondía el pajarito- Sólo tardo un poquito más que los demás en hacer las cosas
Los pajarillos pasaron todo el verano volando y jugando, y cuando comenzó el otoño y empezó a sentirse el frío, todos comenzaron los preparativos para el gran viaje a un país más cálido. Pero nuestro pajarito, siempre perezoso, lo iba dejando todo para más adelante, seguro de que le daría tiempo a preparar el viaje. Hasta que un día, cuando se levantó, ya no quedaba nadie.
Como todos los días, varios amigos habían tratado de despertarle, pero él había respondido medio dormido que ya se levantaría más tarde, y había seguido descansando durante mucho tiempo. Ese día tocaba comenzar el gran viaje, y las normas eran claras y conocidas por todos: todo debía estar preparado, porque eran miles de pájaros y no se podía esperar a nadie. Entonces el pajarillo, que no sabría hacer sólo aquel larguísimo viaje, comprendió que por ser tan perezoso le tocaría pasar solo aquel largo y frío invierno.
Al principio estuvo llorando muchísimo rato, pero luego pensó que igual que había hecho las cosas muy mal, también podría hacerlas muy bien, y sin dejar tiempo a la pereza, se puso a preparar todo a conciencia para poder aguantar solito el frío del invierno. Primero buscó durante días el lugar más protegido del frío, y allí, entre unas rocas, construyó su nuevo nido, que reforzó con ramas, piedras y hojas; luego trabajó sin descanso para llenarlo de frutas y bayas, de forma que no le faltase comida para aguantar todo el invierno, y finalmente hasta creó una pequeña piscina dentro del nido para poder almacenar agua. Y cuando vio que el nido estaba perfectamente preparado, él mismo se entrenó para aguantar sin apenas comer ni beber agua, para poder permanecer en su nido sin salir durante todo el tiempo que durasen las nieves más severas.
Y aunque parezca increíble, todos aquellos preparativos permitieron al pajarito sobrevivir al invierno. Eso sí, tuvo que sufrir muchísimo y no dejó ni un día de arrepentirse por haber sido tan perezoso.
Así que, cuando al llegar la primavera sus antiguos amigos regresaron de su gran viaje, todos se alegraron sorprendidísimos de encontrar al pajarito vivo, y les parecía mentira que aquel pajarito holgazán y perezoso hubiera podido preparar aquel magnífico nido y resistir él solito. Y cuando comprobaron que ya no quedaba ni un poquitín de pereza en su pequeño cuerpo, y que se había convertido en el más previsor y trabajador de la colonia, todos estuvieron de acuerdo en encargarle la organización del gran viaje para el siguiente año.
Y todo estuvo tan bien hecho y tan bien preparado, que hasta tuvieron tiempo para inventar un despertador especial, y ya nunca más ningún pajarito, por muy perezoso que fuera, tuvo que volver a pasar solo el invierno.
Autor.. Pedro Pablo Sacristán
Lupertius se enoja los jueves.
El señor Lupertius vivía en Banfield. Era un hombre tranquilo y de buen carácter, muy cortés con sus vecinos. Pero los jueves se enojaba muchísimo. Cuando le preguntaban por qué se enojaba los jueves siempre contestaba lo mismo:
- Porque el gato de mi prima Elvira tiene pesadillas.
- ¿Y dónde vive su prima Elvira?- lo interrogaban.
- En Don Torcuato.
La historia era ésta:
Todos los miércoles a la noche la prima del señor Lupertius miraba la película de terror que daban por la tevé.
Su gato insistía en verla también él, pero después tenía sueños espantosos, se revolvía en la cama y no la dejaba dormir tranquila.
Es por eso que Elvira sacaba el gato al patio. Antes del amanecer, el gato sin sueño se acercaba a la jaula del canario y lo despertaba con un maullido en la oreja solamente para perjudicarlo. El canario se pegaba una espantada infalible y volcaba el comedero lleno de alpiste.
El ruido despertaba a la prima Elvira, que se levantaba cautelosamente con la chancleta en la mano pensando siempre que eran ladrones.
Como no encendía la luz, se llevaba por delante el perchero y se machucaba la frente. Decía una palabrota y entonces sí encendía la luz.
La luz de la habitación de Elvira despabilaba al vecino del fondo que se acababa de acostar porque era acomodador de cine. El hombre aprovechaba para ir a la cocina y comerse una cucharada sopera de dulce le lecha a escondidas de su mujer. El ruido de la heladera al abrirse y cerrarse despertaba a su perro Fido, que se ponía a ladrar como un trastornado.
Por supuesto, eso despertaba a toda la cuadra. Pero la única que reaccionaba mal era la dueña de la casa de altos.
La dueña de la casa de altos subía rápidamente a la terraza, elegía una maceta llena y la tiraba al patio del acomodador con la esperaza de acertársela al perro. Casi nunca acertaba.
Entonces la mujer les acomodador salía en camisón al patio con la escoba en la mano gritando que alguien bombardeaba su casa y robaba el dulce de leche de la heladera. A continuación llamaba a la policía.
La policía interrogaba a los vecinos tratando de averiguar quién era el autor del hecho.
Cuando llegaban a la casa de Elvira encontraban al lado del teléfono la dirección de su primo Lupertius. El Nombre les parecía sospechoso.
Entonces, con todo disimulo, mandaban un detective disfrazado de vendedor de libros ambulante a la casa del mismísimo Lupertius, que vivía en Banfield.
El falso vendedor tocaba timbre y se producía este diálogo:
- Vengo a ofrecerle el segundo tomo de la Enciclopedia de la fauna y la flora australianas. Pero antes me gustaría que contestara una breve encuesta.
- ¡Cómo no! Pregunte nomás.
- ¿Usted acostumbra a arrojar macetas a los patios ajenos?
- No.
- ¿Y a robar dulce de leche de madrugada?
- ¡Tampoco! ¡¿Por quién me toma?!
El detective tachaba a Lupertius de al lista de sospechosos y se iba sin nada más que hacer.
Y todas las veces así.
Pero nuestro héroe quedaba muy enojado. El episodio lo ponía de un humor pésimo durante el resto del día.
Por suerte, eso ocurría solamente los jueves.
Autora: Ema Wolf
La sirena y el capitán
Había una vez una sirena que vivía por el río Paraná. Tenía su ranchito de hojas en un camalote y allí pasaba los días peinando su largo pelo color de miel, y pasaba las noches cantando, porque su oficio era cantar.
En noches de luna llena por el río Paraná
una sirena cantando va.
Por aquí, por allá, el agua qué fría está.
Juncal y arena del Paraná,
una sirena cantando va.
Alahí se llamaba la sirena y, como era un poco maga, sabía gobernar su camalote y remontarlo contra la corriente. A veces iba hasta las Cataratas del Iguazú para darse una larga ducha fresquita llena de espuma.
Después tomaba sol en la orilla y conversaba con los muchos amigos que tenía por el cielo, el agua y la tierra. Ninguno le hacía daño. Hasta los que parecen más malos, como los caimanes y las víboras, se le acercaban mimosos.
A veces, toda una hilera de mariposas le sostenía el pelo y los pájaros se juntaban en coro para arrullarle la siesta.
Hace muchos años de esto. América todavía era india: no habían llegado los españoles con sus barbas y sus barcos. Las pocas personas que alguna vez habían entrevisto a Alahí, creían que era un sueño, y corrían a frotarse los ojos con ungüento para espantar la visión de esa hermosa criatura mitad muchacha y mitad pez.
Una noche de luna, Alahí se puso a cantar como de costumbre, y tanto se entretuvo y tan fuerte cantaba recostada en la orilla lejos de su camalote, que no oyó que por el agua se acercaba un enorme barco con las velas desplegadas. Los hombres del barco también venían cantando.
Soy marinero y aventurero, vengo de España y olé.
Quiero gloria, quiero dinero y con los dos volveré.
Para mí será el dinero, la gloria para mi rey.
–¡Callad! –dijo el capitán, que era flaco y barbudo como Don Quijote– Callad, que alguien está cantando mejor que vosotros.
¿Será quizás un pintado pajarillo cual la abubilla o el estornino, capitán? –le dijo un marinero tonto.
–Calla, que los pajarillos no cantan de noche. ¡Tirad las anclas!
–¿Vamos a tierra, capitán?
–No, iré yo solo.
El barco amarró suavemente muy cerca de Alahí, que al ver a los hombres extraños enmudeció y trató de deslizarse hasta su camalote para huir. El capitán saltó a la orilla y la sorprendió.
Alahí se quedó quietita, muerta de miedo, mientras cundía la alarma entre todos sus amigos.
–¿Quién vive? –preguntó el capitán don Gonzalo de Valdepeñas y Villatuerta del Calabacete, que así se llamaba.
La sirena no contestó y trató de escapar.
–¡Alto allí!
El capitán alzó su farola y...
–¡Una sirena, vive Dios! ¿Estaré soñando? ¡Qué cosas se ven en estas embrujadas y patrañosas tierras!
–Más raro es usted, señor –dijo Alahí–, todo vestido de lata y más peludo que un mono, señor.
–Eres tan bella que paso por alto tu insolencia. Serás mi esposa y reina de los ríos de España.
–No, señor, lo siento mucho pero no... Y Alahí trató de escurrirse entre las hojas.
–¡Detente!
El capitán la ató al tronco de un árbol. En las ramas los pajaritos temblaban por la suerte de su querida sirena.
–Haré un cofre y te encerraré para que no te escapes.
El capitán sacó su hacha y allí mismo se puso a hachar un árbol para construir la jaula para la pobre sirena.
–Ay, tengo frío –dijo Alahí.
El capitán, que era todo un caballero, quiso prestarle su coraza, pero no se la pudo quitar porque se había olvidado el abrelatas en el barco.
A todo esto, los amigos de Alahí se habían dado la voz de alarma y cuchicheaban entre las hojas, mientras el capitán talaba el árbol. Varios caimanes salieron del agua y se acercaron sigilosos. Muy cerca relampagueaban los ojos del tigre con toda su familia.
Cien monitos saltaron de árbol en árbol hasta llegar al de Alahí. Un regimiento de pájaros carpinteros avanzaba en fila india. Las mariposas estaban agazapadas entre el follaje. Las tortugas hicieron un puente desde la otra orilla para que los armadillos pudieran cruzar.
Cuando estuvieron todos listos, un papagayo dio la señal de ataque:
–¡Ahora!
Los monitos se descolgaron sobre el capitán, chillando y tirándole de las orejas.
Los caimanes le pegaron feroces coletazos. Las mariposas revolotearon sobre sus ojos para cegarlo. Dos culebras se le enredaron en los pies para hacerlo tropezar.
El tigre, la tigra y los tigrecitos le mostraron uñas y colmillos, porque no hacía falta más. Luego llegó el escuadrón blindado de los mosquitos y obligaron al capitán a escapar despavorido y trepar por una escala de cuerda hasta la borda de su barco.
–¡Alzad el ancla, levad amarras, izad las velas, huyamos de esta tierra de demonios!
Mientras el barco soltaba amarras, los pájaros carpinteros terminaron el trabajo picoteando las cuerdas hasta liberar a la pobre Alahí.
–¡Gracias, amigos, gracias por este regalo, el más hermoso para mí: la libertad!
Amanecía cuando la sirena volvió a su camalote, escoltada por cielo y tierra de todos sus amigos. Allá, muy lejos se iba el barco de los hombres extraños. Alahí tomó el rumbo contrario en su camalote y se alejó río arriba, hasta Paitití, el país de la leyenda, donde sigue viviendo libre y cantando siempre para quien sepa oírla.
Autora: María Elena Walsh
Los bomberos
Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: "Mañana va a llover". Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: "El martes saldrá el 57 a la cabeza". Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.
Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: "Es posible que mi casa se esté quemando".
Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: "Es casi seguro que mi casa se esté quemando". Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.
Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.
Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.
Autor: Mario Benedetti
Sol de invierno
Es mediodía. Un parque.
Invierno. Blancas sendas;
simétricos montículos
y ramas esqueléticas.
Bajo el invernadero,
naranjos en maceta,
y en su tonel, pintado
de verde, la palmera.
Un viejecillo dice
para su capa vieja:
"¡El sol, esta hermosura
de sol...!" Los niños juegan.
El agua de la fuente
resbala, corre y sueña
lamiendo, casi muda,
la verdinosa piedra
Antonio Machado
En un trozo de papel
Hermosas estrellas de oro.
De plata no había ninguna.
Yo quería una escalera
para subir a la Luna.
Par a subir a la Luna
y secarle sus ojitos,
no me valen los luceros,
como humildes peldañitos.
¿Será porque son dorados
en un cielo azul añil?
Sólo sé que no me sirven
para llegar hasta allí.
Estrellitas y luceros,
pintados con mucho amor,
¡quiero subir a la Luna
y llenarla de color!.
Antonio García Tejeiro
La mona Jacinta
La mona Jacinta
se ha puesto una cinta.
Se peina, se peina,
y quiere ser reina.
¡Ay, no te rías
de sus monerías!
Mas la pobre mona
no tiene corona.
Tiene una galera
de hoja de higuera.
Un loro bandido
le vende un vestido,
un manto de pluma
y un collar de espuma.
Al verse en la fuente,
dice alegremente:
–¡Qué mona preciosa,
parece una rosa!
Levanta un castillo
de un solo ladrillo
rodeado de flores
y sapos cantores.
La mona cocina
con leche y harina,
prepara la sopa
y tiende la ropa.
Su marido mono
se sienta en el trono.
Sus hijas monitas
en cuatro sillitas.
María Elena Walsh
Estados de ánimo
A veces me siento
como un águila en el aire
Unas veces me siento
como pobre colina
y otras como montaña
de cumbres repetidas
unas veces me siento
como un acantilado
y en otras como un cielo
azul pero lejano
a veces uno es
manantial entre rocas
y otras veces un árbol
con las últimas hojas
pero hoy me siento apenas
como laguna insomne
con un embarcadero
ya sin embarcaciones
una laguna verde
inmóvil y paciente
conforme con sus algas
sus musgos y sus peces
sereno en mi confianza
confiado en que una tarde
te acerques y te mires
te mires al mirarme.
Mario Benedetti
Cultivo una Rosa Blanca
Cultivo una rosa blanca
En Junio como en Enero,
Para el amigo sincero,
Que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
El corazón con que vivo,
Cardo ni ortiga cultivo
cultivo una rosa blanca.
José Martí
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3 comentarios:
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