martes, 19 de abril de 2011

Cuentos y poemas. Antología. Natalia Dechia. 2° B

“LA ECONOMÍA DE LA SONRISA.” Pedro Pablo Sacristan
Había una vez un rey sabio y bueno que observaba preocupado la importancia que todos daban al dinero, a pesar de que en aquel país no había pobres y vivían bastante bien.
- ¿Por qué tanto empeño en conseguir dinero?- preguntó a sus consejeros. - ¿Para qué les sirve?
- Parece que lo usan para comprar pequeñas cosas que les dan un poco más de felicidad - contestaron tras muchas averiguaciones.
- ¿Felicidad, es eso lo que persiguen con el dinero? - y tras pensar un momento, añadió sonriente. - Entonces tengo la solución: cambiaremos de moneda.
Y fue a ver a los magos e inventores del reino para encargarles la creación de un nuevo aparato: el porta sonrisas. Luego, entregó un porta sonrisas con más de cien sonrisas a cada habitante del reino, e hizo retirar todas las monedas.
- ¿Para qué utilizar monedas, si lo que queremos es felicidad? - dijo solemnemente el día del cambio.- ¡A partir de ahora, llevaremos la felicidad en el bolsillo, gracias al porta sonrisas!
Fue una decisión revolucionaria. Cualquiera podía sacar una sonrisa de su porta sonrisas, ponérsela en la cara y alegrarse durante un buen rato.
Pero algunos días después, los menos ahorradores ya habían gastado todas sus sonrisas. Y no sabían cómo conseguir más. El problema se extendió tanto que empezaron a surgir quejas y protestas contra la decisión del rey, reclamando la vuelta del dinero. Pero el rey aseguró que no volvería a haber monedas, y que deberían aprender a conseguir sonrisas igual que antes conseguían dinero.
Así empezó la búsqueda de la economía de la sonrisa. Primero probaron a vender cosas a cambio de sonrisas, sólo para descubrir que las sonrisas de otras personas no les servían a ellos mismos. Luego pensaron que intercambiando porta sonrisas podrían arreglarlo, pero tampoco funcionó. Muchos dejaron de trabajar y otros intentaron auténticas locuras. Finalmente, después de muchos intentos en vano, y casi por casualidad, un viejo labrador descubrió cómo funcionaba la economía de la sonrisa.
Aquel labrador había tenido una estupenda cosecha con la que pensó que se haría rico, pero justo entonces el rey había eliminado el dinero y no pudo hacer gran cosa con tantos y tan exquisitos alimentos. Él también trató de utilizarlos para conseguir sonrisas, pero finalmente, viendo que se echarían a perder, decidió ir por las calles y repartirlos entre sus vecinos.
Aunque le costó regalar toda su cosecha, el labrador se sintió muy bien después de haberlo hecho. Pero nunca imaginó lo que le esperaba al regresar a casa, con las manos completamente vacías. Tirado en el suelo, junto a la puerta, encontró su olvidada porta sonrisas ¡completamente lleno de nuevas y frescas sonrisas!
De esta forma descubrieron en aquel país la verdadera economía de la felicidad, comprendiendo que no puede comprarse con dinero, sino con las buenas obras de cada uno, las únicas capaces de llenar una porta sonrisas.
Y tanto y tan bien lo pusieron en práctica, que aún hoy siguen sin querer saber nada del dinero, al que sólo ven como un obstáculo para ser verdaderamente felices.







“EL VIAJE HACIA EL MAR” Juan José Morosoli
A pesar de que habían resuelto partir a las cuatro, Rataplán llegó a las tres. Era el primero en llegar.
En el café había un solo hombre, sentado al lado de la puerta, desconocido para Rataplán, lo que quiere decir que no era del pueblo.
–Buen Día –dijo aquél al entrar.
–Bueno –respondió el otro, y acercó una silla al recién llegado como si le conociera o estuviera esperándole y, tras un silencio, agregó:
– ¿Madrugó, eh?
–Sí –respondió Rataplán–, estamos de viaje a la playa.
– ¿A qué playa?
–¿Hay más de una?
– ¡Uf!... Muchísimas. ¿No conoce el mapa?
–No señor, no lo conozco...
–Pues playas hay muchísimas...
–Habrá. A nosotros nos lleva Rodríguez. ¿No ve que nunca hemos visto el mar?
En ese momento llegaron el rengo "Siete y tres diez" con su perro, y "Leche con fideos", un hombre flaco, pálido, con una barba negrísima, de ocho días, peón de un horno de ladrillos.
Se sentaron junto a Rataplán y el desconocido. Pidieron una caña y al minuto ya estaban participando familiarmente de la conversación.
El desconocido hacía cuentos de tartamudos con los que ellos se destornillaban de risa. Fue Rataplán el que tuvo que pedirle al fin:
–No haga más, por favor... Guarde alguno para la playa...
"Siete y tres diez" se asomaba de rato en rato a la puerta, nervioso por la tardanza de los otros excursionistas.
Rodríguez y el vasco Arriola llegaron cuando ya era día claro.
Aquél –que era el dueño y el conductor del camión- descendió de éste, dejó el motor en marcha y se sumó a la rueda.
El desconocido, que advirtió la presencia de Arriola, se acercó a la puerta e invitó:
–Baje, tome una caña y nos vamos.
–El día va a ser bárbaro e’ calor -dijo "Leche con fideos".
–Sí, nos a sacar lonjas -respondió Rodríguez.
Con dificultad, pues estaban muy pesados de caña, los que aguardaban en el café subieron al camión. Después lo hicieron Rodríguez y Arriola y partieron.
El camión, un viejo Ford de bigotes, era uno de esos vehículos que al marchar dan la impresión de andar atravesados, con un juego de adentro hacia afuera en las cuatro ruedas que parecía comunicarse al motor por sus explosiones fuera de ritmo. O tal vez, el motor por algún milagro de la mecánica era el que imprimía a las ruedas aquel movimiento. A guisa de toldo tenía una malla de alambre tejido, pues Rodríguez lo destinaba al transporte de gallinas.
Al lado de Rodríguez -piloto por supuesto- iba el Vasco.
Rodríguez sentía pasión por el mar. Cualquier pretexto le venía bien para llegar a él. No era pescador, ni le atraía el baño en las playas. Le gustaba el mar para verlo y sentarse a sus orillas, fumando en silencio, viendo nacer y morir las olas en un callado gozo.
"Siete y tres diez" era un viejo vendedor de billetes de lotería.
Toda su familia la constituía su foxterrier al que había bautizado con el nombre de Aquino –el último cuatrero– como homenaje a éste y, además, porque el perro no podía ver a la policía. Apenas veía un guardiacivil huía ladrando en señal de protesta. Esto agradaba a "Siete y tres diez". Comentándolo decía que Aquino "en eso salía a él"; además tenía la seguridad de que el can era un animal "fino, lo que se dice fino, pues tenía el paladar negro y era rabón de nacimiento" lo que indicaba una segura aristocracia perruna.
Rataplán había sido basurero y ahora estaba jubilado. Era sordo de un oído y le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Se los había deshecho una máquina de alambrar siendo mocito. Al revés de "Siete y tres diez" su perro hubiera sido feliz siendo soldado. El apodo le venía de su costumbre de seguir al batallón en sus desfiles por las calles del pueblo, repitiendo en voz baja el sonido del tambor.
El Vasco Juan era un hombre callado. Cuando no había trabajo en el horno acompañaba a Rodríguez en sus viajes a las chacras. Cuando estaba borracho -cosa que no ocurría muy frecuentemente- se le veía blasfemar e insultar a un desconocido- No se sabía de dónde había venido cuando llegó al pueblo. Los del grupo suponían que estos insultos iban dirigidos a alguien a quien había conocido antes, vaya a saber dónde, pues nunca se lo preguntaron. Sabían que no hay nada más sencillamente complicado que un vasco. Y que sólo un vasco -a pesar del alcohol- es capaz de guardar un secreto y hacerse enterrar con él.
Tomaron el camino de la sierra, el que termina en Pan de Azúcar, con sol alto ya. Fue aquí que Rataplán recordó los viajes que hacían los estudiantes y propuso que se cantara algo. Ninguno sabía canción alguna, con excepción del desconocido que sabía muchas, pero todas incomprensibles para ellos. Al fin coincidieron en Mi Bandera. Rataplán, a pesar de su parcial sordera era el que llevaba el compás con la mano y el único que cantaba. Los otros tarareaban y el desconocido imitaba un trombón.
Cuando hacía una variación macarrónica, los otros reían estrepitosamente interrumpiendo el canto.
Cuando llegaron a un trozo de camino plano, Rodríguez detuvo el camión.
–Parece una bolsa de gatos –dijo. Prendió un cigarro, dio dos o tres puntapiés a las gomas del automóvil y preguntó:
–¿Y para qué cantan si no hay nadie?
–Cantamos como los estudiantes cuando salen por ahí -respondió Rataplán.
–Pero ellos cantan en la calle para que los oigan los otros -insistió Rodríguez.
El desconocido dijo entonces:
-Se canta para uno... Por cantar... a veces estoy solo y canto.
Rodríguez se dio cuenta entonces que el hombre era medio raro y recién se le ocurrió pensar por qué estaba allí con ellos, camino a la playa.
Al reiniciar la marcha se lo preguntó al Vasco.
El Vasco señaló a los que iban en el camión y dijo:
–Ellos... yo vine contigo.
– ¿Ellos? ¿Y el camión es de ellos? ¿No fui yo quien invité?
–Ahí tenés.
El camión marchaba. El sol estaba alto. Dentro sólo se oía al desconocido cantando una canción en idioma extraño, de ritmo lento y triste. Los otros, abrumados por el sol y la caña, cabeceaban somnolientos.
El camión seguía jadeando, camino adelante. Reverberaba el sol. Algún pájaro carpintero dejaba oír su grito que rasgaba la soledad.
Algunos ruidos metálicos de élitros le daban a esta una dureza febril y reseca. A veces pulsaba la ardiente distancia el canto de la cigarra. Algún árbol de "Sombra de toro" se achaparraba en los flancos del camino que descendían erizados de piedra y mora y tunas "cabeza de negro". Muy lejos, en el término del camino de descenso de la cuchilla, espejeaba algún pequeño cuenco azulado, presencia de una cañada que en seguida desaparecía corriendo bajo una red de berros y espadañas, dejando como señal de su camino un trozo verde oscuro, jugoso y sedante en la pastura reseca y azufrada del resto del campo.
Llegaban ahora frente a un desuñidero de carretas. Una docena de árboles daba sombra a viejos fogones sembrados de huesos.
Rodríguez detuvo el vehículo nuevamente. Por el tubo del radiador ascendía una nube de vapor.
–Alcanzá la da majuana –ordenó Arriola. "Leche con fideos" la puso en manos del Vasco. Este la sacudió. El recipiente estaba casi vacío.
–No tiene casi –comentó éste indignado–, ¿serán tan degenerados estos tipos?
Descendió y se dirigió a los hombres:
– ¡Tendría que bajarlos a patadas por sinvergüenzas! –Calló un segundo y miró al desconocido:
– ¿Y a usted quién lo invitó?
–Los señores –dijo, y continuó–: yo no tomé una gota, además...
Rodríguez vació el resto de la da majuana en el radiador.
–Dale manija –ordenó al Vasco.
Este dio dos o tres vueltas a la manivela, pero el motor no despertó. Luego repitió la maniobra sin resultado.
Rodríguez, fuera de sí, se encaró con el grupo:
–Bájense plastas –dijo.
Uno tras otro recibía la manivela y ponía mano a la obra. Tras un esfuerzo que los dejaba congestionados iban subiendo nuevamente al camión.
El Vasco volvió a recoger la herramienta. Fuera de sí, dio como veinte vueltas al hierro hasta que Rodríguez lo detuvo.
–Pará. Pará. Sos capaz de desarmarlo.
Después levantó el capot. EL Vasco, inocentemente y recordando alguna frase oída en circunstancia parecida, preguntó a Rodríguez:
– ¿No estará frío?
Rodríguez se volvió "hecho una víbora":
– ¿Por qué no te vas a la grandísima perra?
El pobre vasco se sentó humildemente en el suelo mientras Rodríguez levantaba la tapa que cubría el motor. Tocó aquí y allá. Destornilló tuercas, unió y desunió cables sin resultado. Entonces el desconocido se ofreció:
– ¿Quiere que pruebe yo?
Tocó una pieza y se dirigió al Vasco.
– ¿Me hace el favor?
El hombre dio un golpe de manija y el motor empezó a marchar.
El rengo, "Leche con fideos" y Rataplán empezaron a aplaudir. El camión siguió huella adelante.
Serían las once, acaso las doce, cuando Rodríguez advirtió que el radiador había agotado el agua, pues ya no salía vapor. Además no podía soportar el calor que ascendía del motor. No podía soportarlo en los pies.
–Tenemos que echarle agua –dijo–. No podemos seguir más.
Pero el camino seguía por el lomo de la cuchilla. Por un plano muy tendido descendía esta. Casi borradas, como cicatrices de la luz brutal, se veían allá abajo las manchas verdes de la vegetación que anunciaban al nacimiento de las vertientes.
Rataplán, parado sobre un cajón, miró hacia allá y comentó:
–Ta feo para bajar y subir con agua...
Rodríguez recordó lo de la da majuana.
–Culpa de ustedes, degenerados... Bueno –terminó– vamos a seguir despacio.
El sol ascendía implacablemente mientras la da majuana de caña descendía también implacablemente. El perro, echado en el centro del piso, jadeaba con agitación creciente.
Rataplán lo observó y comentó:
– ¿No se pondrá a rabiar este infeliz?
El desconocido lo miró y exclamó:
–No tenga miedo... Mientras esté la lengua húmeda no hay peligro.
El rengo le sonrió agradecido.
Bajo un grupo de canelones al borde mismo del camino, había desuñido una carreta. El carrero había hecho fuego y aprontaba el mate. Los bueyes bajaban lentamente por el declive áspero hacia las aguadas perdidas en el espadañal del bajo.
El carrero, en cuclillas, parecía no haber visto ni oído la llegada de los excursionistas. Rodríguez bajó y se acercó al hombre:
–Buen día amigo –le dijo.
El hombre movió la cabeza. Si dijo algo, Rodríguez no lo oyó. Tras un silencio preguntó:
– ¿No hay agua por aquí?
–Atrás –respondió el otro.
Rodríguez dio un rodeo y volvió a enfrentar al hombre:
–No vi –dijo.
El carrero enderezó el cuerpo, caminó unos pasos, se agachó evitando las espinas de un tala y señalando una roca hendida coronada por un coronilla retorcido señaló:
–¡Allí!
Un hilo de agua se deslizaba por la frente de la roce y caía en una pequeña hoya colmada.
Rodríguez, casi corriendo de alegría, se dirigió al grupo:
–¡Bajen! ¡Bajen! ¡Hay agua a patadas!
Bebieron todos. Después el perro. Luego refrescaron cabeza y cuello entre risas y carcajadas. Al fin empezaron a llenar la da majuana que vaciaron una, dos, tres veces en el radiador hasta que éste se enfrió completamente.
–Bueno –habló Rodríguez– ¡a bordo otra vez!
Cuando estuvieron arriba, "Leche con fideos" sintió un olor desagradable. Le preguntó al desconocido:
– ¿Usted no siente olor feo?
–Siento. Hace mucho rato que siento.
Intervino Rataplán:
–Es la carne. Hiede que se las pela...
Y entonces "Siete y tres diez" dejó caer esta observación:
– ¡Mire que la carne cuando hiede, hiede!

Habían andado media hora cuando divisaron una mancha negra violenta y prendida como un remiendo en el espacio dorado reverberante y como movido por una brisa que llegara desde abajo, del médano tendido.
– ¡Allá es" –Dijo Rodríguez.
Los de adentro iniciaron entonces un nuevo coro lleno de desmayos e interrupciones. Iban semi acostados en el piso. Solo el desconocido, tocando su trombón y haciendo sus variaciones llenas de gracia, se mantenía en pie.
Ahora sí. Habían llegado. Al borde del monte de eucaliptos y pinos se detuvo el camión.
–Hemos pasao de todo –comentó Rodríguez– ¡pero ahora van a ver lo que es el mar!
Tiró el saco y la camisa en el césped, hinchó el pecho cubierto de sudor y volvió a hablar:
– ¡Esto es vida!...
Miró el mar amorosamente y exclamó:
– ¡Es loco que está lindo!...
El último en bajar fue "Siete y tres diez". Apenas pudo hacerlo con el perro en brazos. Este, apenas tocó tierra, levantó la cabeza y como atacado súbitamente por alguna droga desconocida inició una carrera frenética hacia el mar. "Siete y tres diez" lo vio alejarse con estupor. Luego comprendió la razón de la fuga y salió tras de él gritando a todo pulmón:
– ¡No tomés de esa que es salada! ¡No tomés que es salada!... -repetía.
Y se fue tras el perro. Entre revolcón y otro, el rengo con su marcha despareja levantaba una nube de arena. Caía grotescamente mientras seguía gritando. Al fin el rengo y los gritos se perdieron tras el médano. Los del grupo reían a carcajadas. Rodríguez, ya dueño feliz de la inmensidad, lloraba de risa.
– ¡Ay, mi Dios –decía– esto es de más!... Es de más.
Después fueron todos a la cachimba a refrescarse y traer agua.
Ya ardía el fogón. El Vasco lavaba por quinta vez la carne descompuesta. Vieron entonces llegar al rengo con el perro en brazos. El animal aparecía hinchado, con la barriga como un odre, a punto de reventar.
–Parece un perro de goma –comentó el desconocido.
– ¿Lo trajiste para aprender a nadar? –preguntó Rodríguez.
Y empezaron otra vez a reír a carcajadas mientras el rengo miraba cariñosamente al perro tendido en la gramilla.
–No se asuste -consoló el desconocido a "Siete y tres diez" –el agua salada no mata... es un purgante.
Al rato llegó un hombre del lugar. Jinete en un caballo arenero de vasos como platos, venía a ofrecerse por si necesitaban alguna cosa.
Lo mandaron al boliche por caña y vino. Todos se sentían felices. Estaban en paz. Gozaban de aquella brisa que luego del viaje accidentado y ardiente resultaba deliciosa.
Con la excepción de una discusión entre "Siete y tres diez" y "Leche con fideos", que sostenía que la guerra de 1904 había empezado después que la de 1914, a la que puso fin Siete y tres diez" generosamente dándole la razón, todo marchó maravillosamente bien.

Habían almorzado. Habían sesteado. Tomaron mate, se refrescaron en la cachimba. Conversaron. Aprontaron el mate nuevamente.
Rodríguez, luego de hablar mucho del mar, se dirigió a la costa.
Estuvo allí un largo rato, callado, abstraído. Fumando en silencio, mirando a la distancia remota, siguiendo el vuelo de las gaviotas, viendo morir y renacer las olas interminables.
Los amigos lo veían allí, sentado, quieto, solo frente al mar y la tarde que expiraba ya.
– ¿Qué estará haciendo? –Preguntó "Siete y tres diez".
–Mirando el mar y nada más –dijo el desconocido.
–Sí. Pero con verlo una vez alcanza –terminó Rataplán.
Como sus amigos –los invitados para ver el mar– no venían, Rodríguez fue al fogón a buscarlos.
–Vamos... –dijo–. Los traje a ver el mar y ustedes están aquí, bajo los árboles... Árboles hay en todos lados.
Los otros no dijeron nada. Lo siguieron callados y pacientes.
–El mar –decía Rodríguez– es una cosa muy soberbia y bárbara... Para mí es un misterio que no me puedo explicar...
Los otros seguían callados tratando de saber a qué conclusiones quería llegar Rodríguez. Y tratando además de explicarse por qué éste les había hecho hacer aquel viaje para ver el mar. Cierto era que ellos nunca lo habían visto, pero bien se podía comprender sin verlo que el mar es el mar.
Ya estaban frente a aquella cosa soberbia, bárbara y misteriosa –según Rodríguez–, callados, esperando cada uno la voz del otro. Caía el sol.
– ¿Qué te parece? –preguntó Rodríguez a "Siete y tres diez", señalando con el brazo extendido hacia el poniente.
–Y...–respondió aquél– es pura agua... Más o menos como la tierra que es tierra... nada más que es agua...
Rodríguez sintió rabia y desilusión. ¿Aquélla era una contestación? ¿El y el mar merecían esta afrentosa respuesta?...
– ¿Y si es agua qué te voy a decir? ¿Qué es tierra? –terminó "Siete y tres diez".
El Vasco se había agachado. Apretaba y soltaba el puño levantando y dejando caer puñados de arena.
Rodríguez se dirigió a él:
– ¿Y a vos qué te parece?
El Vasco lo miró como si hablara en inglés.
– ¿El qué? –preguntó.
– ¿El qué? ¿Qué va a ser? ¡El mar!
El Vasco lentamente dijo lo siguiente:
– ¿El mar?... Lo más lindo que tiene es la arena... ¡No parece arena y es arena!
"Leche con fideos" estaba por allí. Rodríguez meneó la cabeza desilusionado. Con la vista lo interrogó:
– ¡Qué cantidad de agua! -dijo "Leche con fideos"-.
De lo que no me doy cuenta es para dónde corre...
Se acercó a Rataplán.
– ¿Qué decís, Rataplán –preguntó Rodríguez–, es grande o no es grande esto?
–Es –respondió y volvió a repetir– es. Pero no tiene barcos... Y para mí un mar sin barcos es como un campo sin árboles... ¿Entendés lo que te quiero decir?... Pintas un campo y si no le pones un rancho o un árbol no te representa nada...
Eso ya era algo. Rodríguez se consideró obligado a explicarle a aquel infeliz que no sabía nada del mar, algunas cosas del mar:
–Mirá: los barcos pasar por el canal. Como a dos leguas de aquí... Ahora mismo estará pasando alguno.
Rataplán trato de pararse en puntas de pie y miró en la dirección que señalaba Rodríguez.
–Yo no veo nada, dijo.
–No los ves porque la tierra es redonda...
Se disponía a seguir cuando Rataplán, con sorna, preguntó nuevamente:
– ¿Y el agua es redonda también?
Rodríguez no pudo más. Se dio vuelta e inició el camino de regreso hacia el campamento.
– ¡Que Dios me castigue –pensaba– si alguna vez traigo más animales de estos a ver el mar!
“ARTURO Y CLEMENTINA” Adela Turin, Nella Bosnia

Un hermoso día de primavera Arturo y Clementina, dos jóvenes y hermosas tortugas rubias se conocieron al borde de un estanque y aquella misma tarde descubrieron que estaban enamorados.
Clementina, alegre y despreocupada, hacía muchos proyectos para su vida futura mientras paseaban los dos a orillas del estanque y pescaban alguna cosilla para la cena.
Ya verás qué felices seremos. Viajaremos y descubriremos otros lagos y otras tortugas diferentes, y encontraremos otra clase de peces y otras plantas y flores en la orilla... ¡Será una vida estupenda! Iremos incluso al extranjero. ¿Sabes una cosa? Siempre he querido visitar Venecia...
Arturo (Sonriendo vagamente). Sí.
Pero los días transcurrían iguales al borde del estanque. Arturo había decidido pescar él solo para los dos y así Clementina podría descansar. Llegaba a la hora de comer con renacuajos y caracoles.
Arturo:- ¿Cómo estás, cariño? ¿Lo has pasado bien?
Clementina:- (Suspirando) ¡Me he aburrido mucho! ¡Todo el día sola esperándote!
ARTURO.- (Gritando indignado) ¡ABURRIDO! ¿Dices que te has aburrido? Busca algo que hacer. El mundo está lleno de ocupaciones interesantes. ¡Sólo se aburren los tontos!
A Clementina le daba mucha vergüenza ser tonta, y hubiera querido no aburrirse tanto, pero no podía evitarlo. Un día, cuando volvió Arturo...
CLEMENTINA.- Me gustaría tener una flauta. Aprendería a tocarla, inventaría canciones, y eso me entretendría.
ARTURO.- ¿TÚ? ¿Tocar la flauta tú? ¡Si ni siquiera distingues las notas! Eres incapaz de aprender. No tienes oído.
Aquella misma noche, Arturo compareció con un hermoso tocadiscos y lo ató bien a la casa de Clementina.
ARTURO.- Así no lo perderás. ¡Eres tan distraída...!
CLEMENTINA.- Gracias.
Pero aquella noche, antes de dormirse, estuvo pensando por qué tenía que llevar a cuestas aquel tocadiscos tan pesado en lugar de una flauta ligera, y si era verdad que no hubiera llegado a aprender las notas y que era distraída. Pero después, avergonzada, decidió que tenía que ser así, puesto que Arturo, tan inteligente, lo decía. Suspiró resignada y se durmió.
Durante unos días, Clementina escuchó el tocadiscos. Después se cansó. Era, de todos modos, un objeto bonito y se entretuvo limpiándolo y sacándole brillo; pero al poco tiempo volvió a aburrirse.
Un atardecer, mientras contemplaban las estrellas a orillas del estanque silencioso...
CLEMENTINA.- Sabes, Arturo, algunas veces veo unas flores tan bonitas, de colores tan extraños, que me dan ganas de llorar... Me gustaría tener una caja de acuarelas y poder pintarlas.
ARTURO.- (Riéndose) ¡Vaya idea ridícula! ¿Es que te crees una artista? ¡Qué bobada!
CLEMENTINA.- (Aparte) Vaya, ya he vuelto a decir una tontería. Tendré que andar con mucho cuidado o Arturo va a cansarse de tener una mujer tan estúpida...
Y se esforzó en hablar lo menos posible. Arturo se dio cuenta en seguida.
ARTURO.- (Aparte) Tengo una compañera aburrida de veras. No habla nunca y, cuando habla, no dice más que disparates.
Pero debía sentirse un poco culpable y, a los pocos días, se presentó con un paquetón.
ARTURO.- Mira, he encontrado a un amigo mío pintor y le he comprado un cuadro para ti. Estarás contenta, ¿no? Decías que el arte te interesa. Pues ahí lo tienes. Átatelo bien porque, con lo distraída que tú eres, ya veo que acabarás por perderlo.
La carga de Clementina aumentaba poco a poco. Un día se añadió un florero de Murano.
ARTURO.- ¿No decías que te gustaba Venecia? Tuyo es. Átalo bien para que no se te caiga. ¡Eres tan descuidada!
Otro día llegó una colección de pipas austriacas dentro de una vitrina. Después una enciclopedia...
CLEMENTINA.- (Suspirando) Si por lo menos supiera leer...
Llegó un momento en que fue necesario añadir un segundo piso. Con la casa de dos pisos a sus espaldas, ya no podía ni moverse. Arturo le llevaba la comida y esto le hacía sentirse importante.
ARTURO.- ¿Qué harías tú sin mí?
CLEMENTINA.- (Suspirando) Claro. ¿Qué haría yo sin ti?
Poco a poco la casa de dos pisos quedó también completamente llena. Pero ya casi tenían la solución: tres pisos más se añadieron ahora a la casa de Clementina que hacía ya mucho tiempo que se había convertido en un rascacielos.
Una mañana de primavera decidió que aquella vida no podía seguir más tiempo. Salió sigilosamente de la casa y se dio un paseo: fue muy hermoso, pero muy corto. Arturo volvía a casa para el almuerzo y debía encontrarla esperándole. Como siempre.
Pero, poco a poco el paseíto se convirtió enana costumbre y Clementina se sentía cada vez más satisfecha de su nueva vida. Arturo no sabía nada, pero sospechaba que ocurría algo.
ARTURO.- ¿De qué demonios te ríes? Pareces tonta.
Pero Clementina esta vez no se preocupó en absoluto. Ahora salía de casa en cuanto Arturo volvía la espalda y él la encontraba cada vez más extraña, y encontraba la casa cada vez más desordenada. Pero Clementina empezaba a ser verdaderamente feliz y las regañinas de Arturo ya no le importaban.
Y un día Arturo encontró la casa vacía. Se enfadó muchísimo y no entendió nada. Años más tarde seguía contándoles lo mismo a sus amigos.
ARTURO.- Realmente era una ingrata la tal Clementina. No le faltaba de nada. ¡Veinticinco pisos tenían su casa, y todos llenos de tesoros!
Las tortugas viven muchísimos años y es posible que Clementina siga viajando feliz por el mundo. Es posible que toque la flauta y haga hermosas acuarelas de plantas y flores. Si encuentras una tortuga sin casa, intenta llamarla: ¡Clementina! ¡Clementina! Y si te contesta, seguro que es ella.
“La nube avariciosa”:
(Pedro Pablo Sacristán)
Erase una vez una nube que vivía sobre un país muy bello. Un día, vio pasar otra nube mucho más grande y sintió tanta envidia, que decidió que para ser más grande nunca más daría su agua a nadie, y nunca más llovería.
Efectivamente, la nube fue creciendo, al tiempo que su país se secaba. Primero se secaron los ríos, luego se fueron las personas, después los animales, y finalmente las plantas, hasta que aquel país se convirtió en un desierto. A la nube no le importó mucho, pero no se dio cuenta de que al estar sobre un desierto, ya no había ningún sitio de donde sacar agua para seguir creciendo, y lentamente, la nube empezó a perder tamaño, sin poder hacer nada para evitarlo.
La nube comprendió entonces su error, y que su avaricia y egoísmo serían la causa de su desaparición, pero justo antes de evaporarse, cuando sólo quedaba de ella un suspiro de algodón, apareció una suave brisa. La nube era tan pequeña y pesaba tan poco, que el viento la llevó consigo mucho tiempo hasta llegar a un país lejano, precioso, donde volvió a recuperar su tamaño.
Y aprendida la lección, siguió siendo una nube pequeña y modesta, pero dejaba lluvias tan generosas y cuidadas, que aquel país se convirtió en el más verde, más bonito y con más arcoíris del mundo

HACE FRÍO: “Teresa del Valle Drube”

El invierno es un viejito que tiene una barba blanca, llena de escarcha que le cuelga hasta el suelo. Donde camina deja un rastro de hielo que va tapando todo. A veces trae más frío que de costumbre, como cuando sucedió esta historia:
Hacía tanto, pero tanto frío, que los árboles parecían arbolitos de Navidad adornados con algodón. En uno de esos árboles vivían los Ardilla con sus cinco hijitos. Papá y mamá habían juntado muchas ramitas suaves, plumas y hojas para armar un nido calientito para sus bebés, que nacerían en invierno. Además, habían guardado tanta comida que podían pasar la temporada de frío como a ellos les gustaba: durmiendo abrazaditos hasta que llegara la primavera. Un día, la nieve caía en suaves copos que parecían maripositas blancas danzando a la vez que se amontonaban sobre las ramas de los árboles y sobre el piso, y todo el bosque parecía un gran cucurucho de helado de crema en medio del silencio y la paz. ¡Brrrmmm!

Y entonces, un horrible ruido despertó a los que hibernaban: ¡una máquina inmensa avanzaba destrozando las plantas, volteando los árboles y dejando sin casa y sin abrigo a los animalitos que despertaban aterrados y corrían hacia cualquier lado, tratando de salvar a sus hijitos! Papá Ardilla abrió la puerta de su nido y vio el terror de sus vecinos. No quería que sus hijitos se asustaran, así que volvió a cerrar y se puso a roncar. Sus ronquidos eran más fuertes que el tronar de la máquina y sus bebés no despertaron.

Mamá Ardilla le preguntó, preocupada: "¿qué pasa afuera?" "NO te aflijas y sigue durmiendo, que nuestro árbol es el más grande y fuerte del bosque y no nos va a pasar nada".
Pero Mamá Ardilla no podía quedarse tranquila sabiendo que sus vecinos tenían dificultades. Insistió: "Debemos ayudar a nuestros amigos: tenemos espacio y comida para compartir con los que más lo necesiten. ¿Para qué vamos a guardar tanto, mientras ellos pierden a sus familias por no tener nada?" Papá Ardilla dejó de roncar; miró a sus hijitos durmiendo calientitos y gordos y a Mamá Ardilla. Se paró en su cama de hojas y le dio un beso grande en la nariz a la dulce Mamá Ardilla y ¡corrió a ayudar a sus vecinos! En un ratito, el inmenso roble del bosque estaba lleno de animalitos que se refugiaron felices en él. El calor de todos hizo que se derritiera la nieve acumulada sobre las ramas y se llenara de flores. ¡Parecía que había llegado la primavera en medio del invierno! Los pajaritos cantaron felices: ahora tenían dónde guardar a sus pichoncitos, protegidos de la nieve y del frío.

Así, gracias a la ayuda de los Ardilla se salvaron todas las familias de sus vecinos y vivieron contentos. Durmieron todos abrazaditos hasta que llegara en serio la primavera, el aire estuviera calientito, y hubiera comida y agua en abundancia.

“EL LAGARTO ESTÁ LLORANDO”
(FEDERICO GARCÍA LORCA)

El lagarto está llorando.
La lagarta está llorando.

El lagarto y la lagarta
con delantalitos blancos.

Han perdido sin querer
su anillo de desposados.

¡Ay, su anillito de plomo,
ay, su anillito plomado!

Un cielo grande y sin gente
monta en su globo a los pájaros.

El sol, capitán redondo,
lleva un chaleco de raso.

¡Miradlos qué viejos son!
¡Qué viejos son los lagartos!

¡Ay cómo lloran y lloran,
¡ay!, ¡ay!, cómo están llorando!

“CARICIA”:
(CARMEN CONDE)

Madre, madre, tú me besas,
pero yo te beso más,
y el enjambre de mis besos
no te deja ni mirar...

Si la abeja se entra al lirio,
no se siente su aletear.
Cuando escondes a tu hijito
ni se le oye respirar...

Yo te miro, yo te miro
sin cansarme de mirar,
y qué lindo niño veo
a tus ojos asomar...

El estanque copia todo
lo que tú mirando estás;
pero tú en las niñas tienes
a tu hijo y nada más.

Los ojitos que me diste
me los tengo que gastar
en seguirte por los valles,
por el cielo y por el mar...

“CAJA DE SUEÑOS”
(Blanca N. García González)
Ha llegado el tiempo de dormir,
he lavado mis dientes,
tengo mi ropita verde gris,
voy a rezar mis oraciones
para abrir la caja de los sueños,
donde de ese reino
los niños somos los dueños.

Y viajando por ese mundo eterno
que forja naves de ilusiones,
los niños somos valientes,
luchando con grandes dragones,
siendo rescatadas las niñas
por su príncipe encantado,
o tal vez de vacaciones
en algún lugar dorado.

Caja de sueños amiga,
anhelo abrirte en las noches,
donde me pierdo y me encuentro
rodeado de mil emociones.
“EN MEDIO DEL PUERTO”:
(Antonio García Tejeiro)
En medio del puerto,
Con velas y flores,
Navega un velero,
De muchos colores.

Diviso a una niña,
Sentada en la popa:
Su cara es de lino,
De fresa, su boca.

Por más que la miro,
Y sigo mirando,
No sé si sus ojos
Son verdes o pardos.


En medio del puerto,
Con velas y flores,
Se aleja un velero
De muchos colores.

“IBA TOCANDO MI FLAUTA”:

(Juan Ramón Jiménez)

Iba tocando mi flauta
a lo largo de la orilla;
y la orilla era un reguero
de amarillas margaritas.

El campo acristalaba
tras el temblor de la brisa;
para escucharme mejor
el agua se detenía.

Notas van y notas vienen,
la tarde fragante y lírica
iba, a compás de mi música,
dorando sus fantasías,

y a mi alrededor volaba,
en el agua y en la brisa,
un enjambre doble de
mariposas amarillas.

La ladera era de miel,
de oro encendido la viña,
de oro vago el raso leve
del jaral de flores níveas;

allá donde el claro arroyo
da en el río, se entreabría
un ocaso de esplendores
sobre el agua vespertina...

Mi flauta con sol lloraba
a lo largo de la orilla;
atrás quedaba un reguero
de amarillas margaritas...

3 comentarios:

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