En un trozo de papel
En un trozo de papel
con un simple lapicero
yo tracé una escalerita,
tachonada de luceros.
Hermosas estrellas de oro.
De plata no había ninguna.
Yo quería una escalera
para subir a la Luna.
Para a subir a la Luna
y secarle sus ojitos,
no me valen los luceros,
como humildes peldañitos.
¿Será porque son dorados
en un cielo azul añil?
Sólo sé que no me sirven
para llegar hasta allí.
Estrellitas y luceros,
pintados con mucho amor,
¡quiero subir a la Luna
y llenarla de color!
El sur también existe
Mario Benedetti
Con su ritual de acero
sus grandes chimeneas
sus sabios clandestinos
su canto de sirenas
sus cielos de neón
sus ventas navideñas
su culto de dios padre
y de las charreteras
con sus llaves del reino
el norte es el que ordena
pero aquí abajo abajo
el hambre disponible
recurre al fruto amargo
de lo que otros deciden
mientras el tiempo pasa
y pasan los desfiles
y se hacen otras cosas
que el norte no prohibe
con su esperanza dura
el sur también existe
con sus predicadores
sus gases que envenenan
su escuela de chicago
sus dueños de la tierra
con sus trapos de lujo
y su pobre osamenta
sus defensas gastadas
sus gastos de defensa
con sus gesta invasora
el norte es el que ordena
pero aquí abajo abajo
cada uno en su escondite
hay hombres y mujeres
que saben a qué asirse
aprovechando el sol
y también los eclipses
apartando lo inútil
y usando lo que sirve
con su fe veterana
el Sur también existe
con su corno francés
y su academia sueca
su salsa americana
y sus llaves inglesas
con todos su misiles
y sus enciclopedias
su guerra de galaxias
y su saña opulenta
con todos sus laureles
el norte es el que ordena
pero aquí abajo abajo
cerca de las raíces
es donde la memoria
ningún recuerdo omite
y hay quienes se desmueren
y hay quienes se desviven
y así entre todos logran
lo que era un imposible
que todo el mundo sepa
que el Sur también existe
Bajo la lluvia
Juana de Ibarbourou
¡Cómo resbala el agua por mi espalda!
¡Cómo moja mi falda,
y pone en mis mejillas su frescura de nieve!
Llueve, llueve, llueve,
y voy, senda adelante,
con el alma ligera y la cara radiante,
sin sentir, sin soñar,
llena de la voluptuosidad de no pensar.
Un pájaro se baña
en una charca turbia. Mi presencia le extraña,
se detiene... me mira... nos sentimos amigos...
¡Los dos amamos muchos cielos, campos y trigos!
Después es el asombro
de un labriego que pasa con su azada al hombro
y la lluvia me cubre de todas las fragancias
de los setos de octubre.
Y es, sobre mi cuerpo por el agua empapado
como un maravilloso y estupendo tocado
de gotas cristalinas, de flores deshojadas
que vuelcan a mi paso las plantas asombradas.
Y siento, en la vacuidad
del cerebro sin sueño, la voluptuosidad
del placer infinito, dulce y desconocido,
de un minuto de olvido.
Llueve, llueve, llueve,
y tengo en alma y carne, como un frescor de nieve.
Ya No Seré Feliz
Jorge Luis Borges
Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta
y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna
y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo que me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
El reló de arena
Francisco Acuña de Figueroa
He aquí nuestra vida: ¡de arena un reló!
En polvo sus horas se ven deslizar,
Leves ondas que el río conmueve
Y una a una desata en el mar,
Que entre dos eternidades,
Del pasado al porvenir,
Punto imperceptible
Marca su existir:
Tal del joven
Que brillo
La vida
Voló;
Si,
Cayó,
¡Oh Pena
Como arena,
Cual río pasó
Hijos y consorte
Dejas, caro amigo, si,
En una patria adoptiva
Que ora gime en pos de ti.
Mil honores debidos viviendo
En este recuerdo amor te dejó,
Ora que no vives, te deja un genido;
He aquí nuestra vida: ¡de arena un reló!
El culete independiente
José Luis Cortés
Cada vez que César Pompeyo se portaba mal, su mamá le daba un par de azotes en el culete regordete. Y cada vez que su mamá decía “ ¡me tienes harta! “, Ya era seguro que le iba a dar un par de azotes en el culete regordete.
Hasta que un día el culete le dijo a César Pompeyo : - Pórtate bien, César Pompeyo, que siempre me toca a mí recibir los azotes... Pero César Pompeyo siguió portándose mal. ¿ Y qué hizo su mamá? Pues le dio un par de azotes en el culete regordete.
Así que aquella noche, cuando ya estaban todos en la cama, el culete le dijo a César Pompeyo: - ¡Basta ya! Como he visto que no vas a ser bueno he decidido marcharme y dejarte solo. Se bajó de la cama y se fue. Y César Pompeyo se quedó sin su culete. “No me importa. No me hacía ninguna falta”, pensó.
Pero a la mañana siguiente, cuando fue a desayunar, no pudo sentarse, porque no tenía culete. Y cuando sus amigos se sentaron en el columpio, él no pudo. ¿Sabéis por qué? Porque no tenía culete. Y tampoco pudo montar en la bici, ni en los caballitos; ni tirarse por el tobogán en el parque... entonces pensó: “ ¡Vuelve, culete, que ya voy a portarme bien...! Y aquella noche se durmió llorando.
Cuando se despertó al día siguiente, se echó la mano atrás despacito, y...¡El culete había vuelto y estaba allí, donde siempre! César Pompeyo dijo: - ¡Hola culete! Y se fue a desayunar muy contento. Se lo comió todo y no se manchó nada. Su mamá pensó “¡qué bien se porta mi César Pompeyo. Y, desde aquel día, el culete de César Pompeyo fue el culete más mimado de todos los culetes del mundo
La Geografía
Juan José Morosoli
Yo conocí la geografía de mi terruño por aquel yuyero viejo.
En su canasta estaban todos los pagos, con su perfume agraz y dulce.
Con cada yuyo venía un pedazo de geografía viva. pues el yuyero al exaltar las virtudes de la planta evocaba el paisaje, los animales y los hombres...
Algunos yuyos desaparecían por algún tiempo como seres vivos.
Solamente las lluvias pertinaces, esas que levantaban de las cuevas los hongos dorados, conseguían que esta o aquella planta surgiera de la tierra. El yuyero las acechaba con la misma avidez que un pajarero acechaba a un pájaro raro.
Otras aparecían, tras un golpe de lluvia de gotas como copas de freno, en las sequías largas que calcinaban los pastos. Nacían y morían con el chaparrón.
La sierra venía con sus mil plantas llenas de espinas.
El valle dormía en la canasta con sus gramillas duras.
La cañada infantil, puro salto y espuma, con su menta espesa.
Los cerros grises y transparentes de mi pago estaban mostrando allí el cabello gris y azufrado de la marcela y la planta de la yerba blanca.
A mí me enseñó geografía el Negro Félix, el yuyero...
Maho y Zorya
Germán Machado Lens
— Otra vez contándome esas historias tontas para niñas tontas —interrumpió Maho a su abuela, que había comenzado a leer, pero dejó caer el libro de cuentos en su regazo como quien suelta el periódico al leer una mala noticia—. Sabes perfectamente que los zorros y las ardillas no pueden tener hijos. Y si un zorro tiene cerca a una ardilla, sólo puede quererla para el almuerzo o para la cena —agregó la niña con una voz como irritada.
No había caso. A Maho no le gustaban los cuentos fantásticos, ni las historias de hadas, ni tan siquiera las más sencillas fábulas con animales curiosos. Una vez más, la abuela había intentado contarle una historia para niñas, pero ni cerca de lograrlo. Por más entusiasmo que pusiera en la lectura, por mejor que entonara la voz, por más que hiciera alguna pausa para generar misterio o acelerara la lectura en los momentos de mayor acción… No había caso: no lograba interesarla ni un poquito. Nada de nada. Definitivamente, a Maho no la atraían las lecturas para niños.
— Mejor traes esa enciclopedia de mamíferos, reptiles y anfibios que tanto te gusta y lees algo de allí —le sugirió la abuela, hablándole como un violinista que, justo unos minutos antes de empezar el concierto, anuncia al director de la orquesta que se le rompieron las cuerdas del instrumento—. Mientras tú lees, yo prepararé algo para la merienda —agregó, levantándose de su sillón para ir a la cocina.
Sin mucho entusiasmo, Maho fue hasta la biblioteca y sacó de un anaquel el tomo de la Gran Enciclopedia del Reino Animal. La biblioteca era un mueble de madera que iba desde el piso hasta el techo cubriendo de libros una de las paredes del pasillo que conducía del comedor a los dormitorios. Como la enciclopedia era voluminosa y pesada, Maho la dejaba a mano, en uno de los estantes más bajos, así no tenía que subir a una escalera para poder sacarla del mueble.
Mientras Maho buscaba la enciclopedia, la abuela fue a la cocina. Se disponía a preparar unas galletas de limón para la nieta cuando susurró, hablando para sí:
— ¿Galletas de limón…? —a lo que agregó, como mascullando una respuesta—. Quizás ya sea hora de cocinar algo distinto.
Maho podía quedarse horas leyendo la enciclopedia y mirando las ilustraciones. De los libros que había en la biblioteca, además de los de animales le gustaba mucho uno sobre el cuerpo humano, también una guía ilustrada de geografía, unos catálogos de máquinas industriales y otros tantos libros de esos que su padre y su madre habían ido juntando años tras años. Ciencias, geografía, arquitectura, tecnología: eso sí que la entusiasmaba.
— Déjense de historias bobaliconas sobre perritos, gatitos, hormiguitas y todos esos animales parlanchines —solía quejarse Maho a los más grandes. Ya se lo había dicho más de una vez a su abuela y a su madre. Esas historias no eran para ella. Su padre lo sabía muy bien, por eso le había enviado desde Japón aquel bonito libro sobre robots: ¡ese era el tipo de sus lecturas favoritas! ¿No lo podían entender, acaso?
La niña lo había dicho un montón de veces. La madre lo había aceptado, pero a la abuela le preocupaba que Maho estuviera siempre tan enfrascada en esos asuntos científicos, más propios de un ingeniero como su padre que de una pequeña de nueve años. La abuela pensaba que la niña debía jugar más. Pensaba que a su edad debía poder entusiasmarse con otras cosas que alimentaran su fantasía. Pensaba que un poco de poesía podía llegar a enternecerle ese carácter hosco, y que otro poco de magia podía aligerar aquella mirada gélida que por momentos se apropiaba del rostro de su nieta. Eso pensaba la abuela, pero como era paciente, no quería insistir. Además, sabía que en los últimos meses Maho no lo había pasado bien. Y por sobre todas las cosas, la abuela quería que la niña lo pasara lo mejor posible.
Maho se había ido a vivir con la abuela luego de que sus padres perdieron la casa de La Capital. La perdieron por culpa de los negocios sucios del Banco, y de las sucias hipotecas con las que los banqueros habían engatusado a mucha gente. Además de perder la casa, el padre había tenido que irse a trabajar a Japón, porque la fábrica de computadoras donde estaba empleado cerró cuando la crisis. De algún modo, tuvo suerte de que la empresa lo contratara y le permitiera seguir en la plantilla de empleados, aunque fuera a costas de viajar al Lejano Oriente y tener que separarse por un tiempo de la familia. Peor hubiera sido quedar desempleado. La mamá de Maho, mientras tanto, había conseguido un trabajo en las oficinas del Correo de la Isla, así que las tres: Maho, su mamá y la mamá de su mamá, estaban viviendo juntas en la casa del Delta, en las afueras de Puerto Bidondo.
De la casa en la que había vivido antes de mudarse a lo de la abuela, a Maho le quedaba una mezcla de lindos recuerdos, y también una maqueta que había diseñado su padre. Si nos guiamos por lo que dejaba ver la pequeña maqueta, la casa debía haber sido de una sencillez muy bonita: amplia, de dos pisos, con un tejado a dos aguas. A Maho también le gustaba recordar que la casa tenía un jardín rectangular lleno de árboles, plantas y flores divertidas.
A todos lados adonde iba, la niña llevaba aquella maqueta como si fuera un talismán, como si de ese modo, aferrándose a la casita de cartón, conservase la esperanza de recuperar lo que su familia había perdido. Quizás también fuera un modo de tener a su padre cerca de ella, aunque él estuviera del otro lado del planeta, lejos, muy lejos.
De verla cargando aquella maqueta de cartón, uno que no conociera a la niña podía llegar a pensar que ese era su juguete preferido. Pero Maho no usaba esa casita para jugar. En realidad, Maho no jugaba mucho. Si bien ella tenía una variada colección de juguetes, difícilmente le prestaba atención a ninguno. Prefería los libros y la computadora, y de vez en cuando, se la podía ver haciendo dibujos en cualquier pedazo de papel que encontrara por ahí. Hacía dibujos que parecían planos de máquinas estrafalarias, o diseños de casas de distintos tipos, o el trazado geométrico de ciudades inventadas.
Mientras dibujaba, o cuando estaba en la computadora, o si leía algún libro, Maho siempre tenía a mano la maqueta de la casa perdida. La llevaba a todos lados, como esas personas que por sufrir de resfríos a causa de ser alérgicas cargan siempre con un paquete de pañuelos de papel desechable para aplacar los estornudos y sonarse los mocos cuando se atacan.
Ahora, por ejemplo, Maho estaba acostada bocabajo en la alfombra, leyendo la enciclopedia, y, como si la maqueta vigilara su lectura, allí estaba la casa de cartón suspendida al borde de aquel libraco enorme en que la niña concentraba su mirada, su cabeza y toda la fragilidad de su cuerpo, tendido como un capullo en el piso del comedor, justo enfrente de la estufa de leña.
De la cocina le llegaban los ruidos de las asaderas y el golpeteo de tenedores con que su abuela instrumentaba una sinfonía de galletitas de limón. Maho no se distraía con esos ruidos. Lo que la distrajo, en cambio, fue un murmullo rapaz que le llegó desde la boca de la estufa de leña. Primero fue como un cric crac entumecido. Luego un tarareo más definido: como el crepitar de un fuego inexistente o el zumbido chamuscado de un leño verde o húmedo. ¿Qué era aquello?
Maho detuvo la lectura y prestó atención. La estufa estaba limpia. Era otoño en el Delta, pero en casa de la abuela todavía no habían tenido que encender el fuego porque no habían llegado los fríos. Así que no había ningún leño, ni piñas, ni ramitas de ningún tipo adentro de la estufa ni en sus alrededores. ¿Qué podía ser ese ruido?
La niña, en un acto reflejo, echó mano a la maqueta de cartón y se levantó dirigiéndose hacia la estufa. Cuando estaba a centímetros, sintió un ruido más fuerte que salía de la boca de la chimenea. Era como una lima raspando en un hierro herrumbrado. Fue entonces cuando vio, colgando de la chimenea hacia abajo, algo que era como una escobilla de pelos que barría el hollín en los bordes quemados de los ladrillos: ¿sería un cepillo? Parecía la cola de un animal. ¿Un animal?
Maho, asustada, retrocedió un par de pasos. A punto estuvo de llamar a su abuela, pero no lo hizo. Quizás porque no le salieron las palabras, o porque la lengua y los labios se le anudaron, tal como suelen anudarse los incómodos cables de los auriculares de un walkman. Quedó quieta y muda, parada frente a la estufa de leña como un poste de hormigón.
Maho no se movía. No atinaba a hacer nada. Así estuvo unos segundos hasta que oyó, ahora de manera más clara, una voz que salía de la chimenea de la estufa y le pedía auxilio. Era una voz aguda y furtiva, pero el pedido de auxilio era firme y claro. Maho superó su miedo inicial y avanzó hasta un punto en el que ya casi metía su cabeza en la chimenea. Lo que asomaba colgando, ahora no le cabían dudas, era la cola peluda de un animal. Una cola de ardilla, tal vez. Una cola grande y pomposa como un escote señorial.
La niña no era miedosa. Por eso, la sorpresa y el susto inicial cedieron paso a la curiosidad. Además, el pedido de auxilio había sido claro. Alguien, o algo, la necesitaba y la reclamaba. Lo primero que se le ocurrió fue tirar de la cola para abajo, tratando de desprender lo que fuera que entonces colgaba como una gargantilla en el cuello de la chimenea. Eso hizo. Pero una voz quejosa la detuvo al instante.
— ¿Qué haces? ¿Quieres arrancarme la cola?
Maho estaba sorprendida: lo que sea que fuera, aquel animal hablaba. Y lo hacía de manera tal que ella podía entenderlo perfectamente. La niña dejó de tironear de la cola y acercó su cabeza a la boca de la chimenea. Desde ahí pudo ver el brillo de dos ojos que la miraban entre asustados y doloridos.
—Espera que voy a buscar a la abuela —dijo Maho, hablándole con determinación a lo que fuera que estaba ahí adentro.
— Haz lo que quieras —dijo aquella voz—, pero apresúrate, por favor, me estoy ahogando aquí encerrado.
Maho corrió llamando a su abuela. Entró a la cocina y, ¡menuda sorpresa: la abuela no estaba! Antes de volverse atrás, llegó a ver que el horno estaba encendido y que adentro se cocinaba una hilera de galletitas. ¿Adónde se había metido la abuela? Quizás hubiera salido de la casa por la puerta trasera. Maho se encaminó hacia allí. Salió al patio de los fondos de la casa y volvió a llamarla, pero la abuela no respondía. ¿Habría ido a hacer algún mandado al almacén? No podía esperar a que regresara. Debía ayudar a aquel animal a salir de la chimenea.
Sus ideas eran como un torbellino de palomitas de maíz. Maho trataba de pensar algo que fuera razonable, pero no se le ocurría nada. Cuando regresó por la cocina, de vuelta al comedor, en un rincón vio una sopapa de goma. Algo le hizo pensar que aquello podía llegar a serle útil y, sin detenerse casi, lo tomó y lo llevó.
Sopapa en ristre, como un caballero andante de las cloacas, entró de nuevo al comedor. Se acercó a la chimenea y, algo agitada, habló a aquel animal tratando de calmarse ella antes de intentar calmarlo a él. Le dijo que intentara adherir la sopapa a su panza y que, cuando lo hiciera, ella empujaría hacia arriba y luego tiraría hacia abajo para desprenderlo del hueco donde se había atascado. El animal asintió. Con toda la fuerza que podía llegar a hacer la niña, primero empujó hacia arriba con el mango de la sopapa y luego lo movió en ángulo hacia abajo. ¡Zácate glup! Como si una rama se desprendiera de un árbol en medio de una tormenta, o como si un water obturado dejara correr de golpe toda el agua anegada en su taza, así cayó de la chimenea aquel extraño animal.
Luego de rodar hasta la alfombra, empujando a la niña en la caída, el animal pudo levantarse y sacudir rápidamente su cuerpo. Tenía la cabeza de un zorro gris y un robusto cuerpo de ardilla, a cuya espalda brotaba aquella pomposa cola que minutos antes la niña había visto asomar desde la chimenea. Cuando Maho se repuso y logró ponerse en pie, se dio cuenta de que el animal era casi tan alto como ella.
— Vaya atasco —dijo aquella mezcla de zorro y ardilla, mirando a Maho con unos ojos que parecían dos bolitas de carbón.
Tras darle las gracias, el animal le explicó que se había perdido en el Bosque del Norte, y que cansado de buscar el camino de regreso a su casa se había caído al agua, y que se salvó de ahogarse por pura casualidad, gracias a un tronco que venía flotando a la deriva, y que había llegado a esta isla sin saber cómo, y que tampoco sabía cómo regresar, y que ahora vivía oculto en el monte que había en la parte alta de la Isla, pero que el olor de la comida que salía de la casa lo había animado a salir y acercarse, y que entonces trepó al techo, y que se metió por la chimenea, y que ella ya sabía el resto de la historia… Luego de contarle todo eso, así, como atropellándose con sus palabras, agregó:
— Me llamó Zorya. ¿Cómo te llamas tú?
Maho no respondió. Miraba a aquel extraño animal como si fuera un holograma, o un robot japonés, o una réplica de mutante hecha en un laboratorio londinense de biotecnología. Algo que, de una manera u otra, sólo podía ser una invención cibernética. Maho lo miraba y trataba de encontrarle en el cuerpo los indicios de un mecanismo oculto: algún botón de encendido, o una antena de control remoto, o la tapa de un cubículo que sobresaliera por el pelaje, donde pudiera estar encastrado un chip o una batería. Pero no veía nada.
— ¿No quieres decirme cómo te llamas? —preguntó Zorya con un tono compungido.
— No es eso —respondió Maho—. El problema es que tú no puedes ser real. No existen animales que hablen como humanos. Y tampoco es posible una especie de animal que cruce a un zorro con una ardilla, que eso es lo que tu pareces ser, aunque seguro no eres.
Zorya soltó una carcajada divertida. Le hizo gracia la seriedad con que la niña trataba de hacerse una idea sobre él.
— Está bien —dijo a la niña—, no tienes por qué creer en mí: ni en la parte de zorro ni en la de ardilla. Ha sido suficiente con que me hayas ayudado a salir de ahí adentro. Aunque, si no lo tomas a mal, me gustaría que me convides con algo de eso que estás cocinando, así después puedo regresar tranquilo al monte. Si como algo antes de irme, compensaré el atasco de la chimenea, ¿no te parece? Al fin y al cabo, a eso había venido hasta aquí.
— La que cocina es mi abuela —respondió Maho—, pero si ya está pronto, no creo que ella tenga inconveniente en convidarte.
Maho llamó a su abuela, pero no obtuvo ninguna respuesta. Cuando iba a volver a llamarla, Zorya la detuvo.
— Espera, espera —dijo—. Mejor no llames a tu abuela. Fíjate que si tú, que eres una niña, no puedes creer en mí, tu abuela, que supongo ha de ser una persona mayor, menos creerá. Quizás se asuste, o algo así, y termine persiguiéndome o dañándome. Mejor lo dejas.
— ¡Oh, no! —respondió Maho—. Mi abuela sí cree que los animales puedan hablar, y también cree que pueda haber un animal mitad zorro y mitad ardilla. Ella estará gustosa de conocerte. Espera aquí que voy a buscarla.
Dicho esto, Maho se dirigió a la cocina. La abuela no estaba allí. Seguía sin aparecer. Desde la puerta, Maho vio que las galletitas que estaban en el horno, además de humeantes, parecían listas para comer. Llamó otra vez a su abuela avisándole que si no venía, las galletas se quemarían. Como la abuela no respondió, tomó una manopla de paño que había colgada de una percha, abrió con cuidado la puerta del horno y retiró la asadera con las galletitas de limón. Tenían muy buen aspecto. Seguro que a Zorya le gustarían. Con cuidado, las retiró de la asadera y las colocó en una cesta. Una vez que terminó de preparar todo, volvió al comedor.
Cuando entró en la sala, encontró a su abuela que venía de afuera de la casa trayendo una caja de té.
— He tenido que ir al almacén a comprar té —dijo la abuela—. Temía retrasarme y que se quemaran las galletas, pero veo que estuviste atenta.
Maho no sabía qué responder. Miraba por todos lados buscando a Zorya, pero no lo veía. Dejó la cesta con las galletas sobre una mesita ratona que había al lado del sillón de la abuela y siguió revisando por el comedor.
— ¿Qué buscas? —le preguntó su abuela.
— Ehhhmmm… Na… —respondió Maho hablando entre dientes.
— ¿Acaso perdiste la maqueta de la casa? —insistió la abuela.
— No. La maqueta está allí, sobre la alfombra. Estaba buscando otra cosa… ehhhmmm… —Maho mascullaba vacilante. No sabía qué decir. No estaba segura de contar a su abuela el extraño encuentro de un rato antes. De momento prefería guardar el secreto.
— Cuando volví del almacén, la puerta de la casa estaba abierta —comentó la abuela—. ¿Vino alguien de visita?
— No —respondió Maho, dirigiéndose hacia la puerta—. No vino nadie. Quizás la dejaste abierta al salir.
— Pero si yo salí por la puerta de atrás —repuso la abuela, con una voz entre intrigada y ladina.
La niña se asomó por la puerta delantera de la casa y se quedó mirando hacia afuera, para el lado del monte. Un poco más allá del baldosado de la entrada, sobre la tierra suelta del piso, entreverándose con otras huellas, Maho pudo adivinar unas pisadas pequeñas y puntiagudas. Seguro que eran de Zorya. ¿Por qué se habría ido así, tan de golpe, y sin despedirse?
Entre distraída y algo confusa, Maho se quedó mirando hacia afuera hasta que su abuela la llamó a tomar el té y a comer las galletitas de limón. Cuando la niña volvió al comedor, sus ojos tenían un brillo peculiarmente cálido.
En silencio, tomó el té y comió las galletas junto con su abuela. Cuando terminaron, la niña recogió la enciclopedia que había dejado en el piso. La llevó hasta la biblioteca y la guardó. Fue a buscar su bloc de hojas de dibujo y unos lápices. Regresó con esas cosas y se acostó a dibujar en la alfombra, a los pies del sillón donde estaba sentada su abuela.
Maho comenzó a hacer un dibujo y, como si fuera lo más normal del mundo, le pidió a su abuela que le contara el cuento del zorro y de la ardilla que había empezado a leerle más temprano en la tarde. Con una sonrisa de picardía, sin hacer ningún comentario, la abuela tomó el libro de cuentos y comenzó a leer.
La niña siguió dibujando mientras su abuela leía.
La noche, como una fina mantilla de hollín, se extendía despacio sobre las casas, los campos y el monte de Puerto Bidondo. Con sus lápices de colores, Maho trazaba el plano complicadísimo de una ciudad del futuro. Por las calles de la ciudad imaginaria transitaban máquinas de todo tipo: unas con ruedas, otras a suspensión aérea, otras con piernas como robots gigantes. La abuela avanzaba por el cuento leyendo con una parsimonia divertida. Maho ya casi terminaba su dibujo cuando se detuvo y lo miró concentrada. Había descubierto que faltaba algo. Entonces, con unos trazos simples, frágiles, y con un dejo de tristeza diminuta, dibujó el cuerpo de una ardilla colorada con la cabeza y el hocico de un zorro gris.
— Listo—, dijo Maho, en el mismo momento en que su abuela terminaba la lectura
Isapí, la india que nunca lloró.
Leyenda Guaraní- Herminio Almendros
Isapí era una joven india muy hermosa, hija del jefe de la tribu. Su belleza solo podía compararse con la dureza de su corazón. No amaba ni compadecía a nadie. La llamaban “la que nunca lloro”, porque jamás rodó una lágrima de sus profundos ojos negros.
Cierta vez, una crecida del rio Uruguay inundó todo, arrancó las viviendas y se llevó para siempre a mucha gente de su tribu, pero Isapí no lloró. Todos empezaron a pensar que ella era la causa de tantas desgracias, y una hechicera dijo que solo las lágrimas de Isapí calmarían a los dioses.
Muchas otras desgracias ocurrieron. La tribu quedó reducida a unas pocas mujeres y a un puñado de combatientes. Se refugiaron todos en las selvas. Estaba con ellos Isapí, pero en sus ojos no brillaba ni una lágrima.
Fue entonces cuando la hechicera invocó al señor de los maleficios.
_ ¡Añá, haz que esta mujer sin corazón que no ha llorado nunca, viva eternamente llorando!... ¡Añá, haz que esta mujer, que por no llorar fue causa de tantos males, viva por siempre haciendo el bien a los demás con su llanto!....
Isapí no pudo oír más. Desde la primera palabra de la hechicera había ido transformándose poco a poco, metiendo los pies en la tierra como duras raíces, sintiendo endurecerse su cuerpo como un tronco y crecer sus cabellos como grandes ramas llenas de hojas.
Cuando la hechicera terminó, Isapí estaba convertida en un árbol fresco y verde. Desde entonces crece en las selvas tropicales el isapí, un árbol, de cuyas hojas se desprende un rocío fino y abundante que refresca el aire.
Todo el que llega cansado y sofocado por el sol ardiente, siente como un fresco regalo al pie del árbol que llora siempre y lleva el nombre de la joven india que nunca lloró.
Lobizón muy desprolijo
Julio César Castro
Hombre informal pa lobizón, aura que dice, Delicado Cadena.
Lo que tenia era que se le hacia lobizón cualquier día e la semana.
Tanto se emperraba un jueves, adelantau, como se le hacía ternero un sábado, atrasau. Con los horarios no tanto, pero pa los días y los animales lo mas desordenau que se ha visto en lobizones.
Pa los ruidos lo mesmo. De repente se le hacia lobizón ternero, y dentraba a las casas ladrando y meneando la cola. En el pago le habían perdido el rispeto por eso. Porque pa todo hay que tener una conducta, ¿no?.
Una noche, Delicado Cadena cayó al boliche El Resorte cuando ya falta poco pa terminar el lunes. Cualquier abombau sabe que los lunes los lobizones tienen franco.
En el boliche taban la Duvija, el tape Olmedo, el Aperiá, Arterio Pupitre, el pardo Santiago y Capítulo Manija, de timba corrida.
Tallaba el Aperiá, y el tape Olmedo había perdido hasta las ganas de fumar en un monte crudo.
Se allega Delicado Cadena al boliche, y antes de entrar sintió como un chucho. Se dio cuenta que taba pa hacerse lobizón y se aguantó junto al palenque.
Ni sabia en qué bicho se iba a convertir.
-Si me hago perro –pensó- me quedo por un rincón y me entretengo, aunque más mejor sería gato, porque de arriba del mostrador se bombea bien el juego.
Adentro seguía la timba, y en una el tape Olmedo rasca el bolsillo y pega el grito:
-¡Me juego a ese siete toda la plata que tengó! -y plantó un peso arriba del naipe. El siete todavía está corriendo y el tape quedó sin un cobre. Al rato, el Aperiá barrió con todo y se acabó el juego. Terminan la botella e caña y salen pa fuera. Salen así, el tape mira pa este lau del palenque y ve un caballo atado con un cinto e cuero. Sabedor el tape de que todos habían llegau de a pie, lo paro al Aperiá y le dijo:
-Mire don Aperiá: usté me ha ganau hasta la goluntá, pero si fuera gustoso e darme un desquite le juego todo lo que me queda: le voy a una carta ese flete que tengo palenquiau frente a sus vistas.
El Aperiá se le arrima al caballo, lo mira bien, le palmea el pescuezo, le revisa los dientes y dice:
-Amarillos los tiene. ¿fuma este flete?
-No lo tengo visto.
-Y mate, ¿toma?
-Conmigo al menos, no… ¿por?
-Le hallo cara conocida.
-Caballo es caballo. Parecido e cara son todos.
Dentran de nuevo al boliche, el Aperiá baraja, pone cartas en la mesa, y el tape Olmedo se juega el flete a una sota contra un cinco. La rueda e mirones se cerró pa que no se escapara el misterio, hasta que uno pegó el grito : “ ¡El cinco pa todo el mundo! “. El tape había perdido el caballo. Apenas comento:
-Ta bien. Cuando viene de perder se pierde. Es ley.
El Aperiá sale, le hace un medio bozal al flete, monta de un salto, invita a los demás a subir enancados y salió al trote corto a llevar a cada cual a su rancho. El flete medio reventado, pegó un relincho. El Aperiá comento:
-Relincho conocido le hallo, ¿no?
Diba llegando el Aperiá a su rancho, cuando dentró a clarear.
Fue entonces que Delicado Cadena va y se vuelve cristiano, pero como no era hombre e dejar a naides de a pie, igual lo arrimó hasta las casas.
Le salió cobrando cien pesos el viaje. El Aperiá no dijo nada. Era plata dulce.
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