martes, 19 de abril de 2011

Cuentos y poemas. Antología. Bettina Guillenea. 2° B

Azul es el color del cielo

Hasta que nació Leopoldo, Mirasuelo había sido un pueblo tranquilo, con su plaza en el centro, su almacén y su escuela, un arroyo claro corriendo al costado y un espeso bosque que lo protegía del viento y de las miradas extrañas.
Un lugar como tantos, perdido en el mapa, donde todos se conocían y se saludaban al pasar:
-Buen día, doña Clotilde. Lindo día ¿no? Parece que la arena no está tan húmeda hoy.
-Por suerte, m´hija, porque a mi edad…Te felicito por tu nene. ¡Está precioso! ¡Qué hermosas rodillas tiene!
-Gracias, doña Clo. Saludos a su hermana.
Los pobladores de Mirasuelo caminaban a su trabajo con la mirada fija en el polvo del camino, se afanaban varias horas observando su arado, sus maquinas o sus papeles y regresaban a sus casas contemplando atentamente sus pies. Cenaban y se sentaban a charlar con la familia:
-Cuidado, querida, hay una arañita al lado de tu pie.
-Gracias, ya la había visto.
-¡Papá! ¿Con qué se hacen los cordones de los zapatos?
-Mamá! Hay una mancha nueva en la alfombra…
Así todos los días. Desde siempre. Ningún habitante de Mirasuelo había sentido alguna vez la tibieza del sol en la cara, ninguno jamás había saludado a un avión ni había visto caer una estrella. Y aunque nadie, ni aun los más ancianos, sabía el origen de esta costumbre, era para ellos tan natural que tampoco a nadie, al parecer, se le había ocurrido cambiarla.
No es de extrañar entonces que todos allí ignoraran que su pueblo, tan parecido a otros rincones del mundo, tenía algo muy fuera de lo común: su cielo era totalmente blanco. Pero no blanco color nubes. ¡Blanco color de nada! Blanco aburrimiento, podría decirse.
Porque como allí nadie se molestaba en mirarlo, ¿para qué iba a malgastar el cielo su hermoso azul resplandeciente? Y el sol, ofendido porque en ese fondo incoloro sus rayos desmerecían muchísimo, sólo enviaba luz indispensable para cumplir con su trabajo, sin lucir por mucho tiempo su brillante cara amarilla.
Por supuesto que tampoco se veían nubes picaronas que jugaran a tapar el sol y dejar pasar de vez en cuando rayito sí rayito no, ni nubes románticas con forma de corazón para los enamorados o de helado de crema para los golosos. Como en Mirasuelo no había quien valorara su arte, las nubes se limitaban a pasar de vez en cuando, soltar su carga de gotas y volar hacia otros lugares donde aparecieran sus talentosas esculturas en agua.
Así andaban las cosas el día en que nació Leopoldo. Los niños no se caían de los árboles, los jóvenes no soñaban con volar y los poetas no se desvelaban buscando rimas para cantarle a la luna.
Al nacer, Leopoldo era un niño como tantos otros de su pueblo, que asomaban al mundo con los ojos cerrados, aprendían poco a poco a torcer el cuello hacia abajo como les gustaba a sus papás, jugaban a la payana, a las muñecas o a la bolita y no sabían lo que era una cometa.
Las dificultades comenzaron tres minutos después, cuando el bebé se empeño en abrir los ojos y ponerse a observar porfiadamente el moño de la partera y las luces del techo. Su mamá y su papá, aunque se preocuparon un poco, estaban tan contentos con su hijito que pensaron que ese defecto se le curaría con el tiempo.
Pasaron varios meses. El pequeño Leopoldo, como cualquier bebé saludable, jugaba con hojas, palitos y lombrices, comía tierra y se hacía picar por las hormigas. Pero, para disgusto de sus mayores, también levantaba los brazos tratando de alcanzar los árboles y saludaba entre risas a los pájaros.
-No, no, no-decía su mamá dulcemente- A mamita no le gustan esas cosas feas
-Hay que se más enérgicos, querida-opinaban el papá. Debemos evitar que adquiera malos hábitos.
Entonces agitaba el dedo índice, fruncía la frente y exclamaba con voz de muy enojado:
¡Eso no se hace! ¿Me oyó? Que no lo vaya a ver más levantado la cabecita, ¿eh? ¡Cuidadito!
Pero a pesar de sus esfuerzos, los padres de Leopoldo no lograron quitarle la costumbre de mirar hacia arriba.
Un día lo llevaron al médico del pueblo. El viejo doctor lo examinó concienzudamente de los pies hasta el cerquillo, luego meneó la cabeza y emitió su diagnostico:
-Este niño está sano, no hay nada que la ciencia pueda hacer por él. Ningún medicamento puede impedirle mirar hacia arriba mientras él tenga ganas de hacerlo.
Y a medida que crecía, Leopoldo tenía más ganas cada día.
Cuando llegó a la edad de ir a la escuela, sus padres fueron a anotarlo con un poco de miedo de que no lo aceptaran por sus rarezas.
Al verlo llegar, la maestra del pueblo dejó escapar un largo suspiro. Entre sus alumnos ya tenía toda clase de distraídos: Unos que dejaban pasar las horas haciendo rodar un lápiz con el pie, otros que se ensimismaban buscando grietas en las baldosas o arrancándose el barro de las botas por debajo del asiento. Todo eso mientras ella luchaba por hacerles entender las divisiones y los diptongos. Solo le faltaba aquel chiquilín del que todo el pueblo hablaba, con su extraña manía de mirar el techo.
Pero, en realidad, después de lidiar tantos años con toda clase de ejemplares de esos bichos raros llamados niños, ya no se asustaba ni poco ni mucho con sus increíbles ocurrencias. (Es mas, hay que reconocer que a veces hasta se divertía bastante).
Así es que saco pecho, se acomodó los anteojos sobre la nariz y sentenció:-Esta es la única escuela de Mirasuelo y no permitiré que ninguna criatura sea privada del Beneficioso Influjo de la Educación. ¡Que venga mi clase!
Pero por las dudas, después de este pomposo discurso aclaro a los padres que, aunque iba a hacer todo lo posible, no podía asegurarles que el niño fuera capaz de aprovechar sus enseñanzas.
Sin embargo, a pesar de tantos temores y malos augurios, Leopoldo aprendió rápidamente a leer en la gran pizarra verde pintada en el piso del salón y a escribir “Susi ve sus sandalias” y “Pepe no pisa el pasto” como dictaba la maestra. También aprendió a contar semillas y averiguar cuántos ratones quedan en el camino si cinco ya entraron a la cueva.
Leopoldo ponia atención en clase y estudiaba con interés. Al poco tiempo ya terminaba tan rápidamente sus tareas, que continuaba con la de su compañero de banco -quien quedaba muy agradecido- y aun le sobraba un rato para mirar el cielo a través de la alta ventana abierta.
Sorprendida y alarmada (¿Qué iba a hacer de la disciplina de su clase?), y habiendo agotado su repertorio de rezongos y penitencias, la maestra comenzó a mandarlo “a refrescar el cerebro” a la sombra de un árbol apenas le entregaba su cuaderno. (“Si de todos modos tiene que estirar el cuello –pensaba- que lo haga donde los demás no lo vea. Pobrecito, tal vez necesite levantar la cabeza porque la inteligencia le pesa en la nuca”).
Fue así como Leopoldo se gano el derecho a crecer admirando el vuelo de los pájaros y el maravilloso baile de hojas y ramas, apoyado en el hospitalario tronco del árbol de su escuela.
Y un día, al escuchar la campana del recreo, en lugar de correr a buscar las figuritas para jugar con sus amigos, Leopoldo se detuvo en medio del patio con la cara llena de sol y declaró:
-Ahí esta faltando algo. Estoy seguro. Mañana mismo salgo a buscarlo.
Su padre se enojó, su madre rogó, la abuela lloró y el perro ladró, pero Leopoldo estaba decidido. Preparo su mochila, besó a todos y prometió volver muy pronto con una gran sorpresa.
Camino hasta las afueras del pueblo y penetró en el bosque que lo rodeaba. Allí lo sorprendió la noche con todos sus misterios, pero el niño, temores a cuestas, siguió avanzando hasta caer rendido sobre un montón de hojas secas. Al despertar creyó estar soñando.
Había llegado, sin darse cuenta, al final del bosque. Entre los últimos troncos delgados y rectos asomaba un brillante círculo anaranjado rodeado de rosas, lilas y moradas. “Parece una caja de acuarelas”, pensó Leopoldo. “Que lindo sueño…”, y se acomodó para seguir disfrutándolo.
El sol avanzaba hacia arriba mezclando y creando colores como un pincel gigante, hasta instalarse majestuoso junto a las copas de los árboles. Su intensa luz obligo a Leopoldo a cerrar los ojos. “Ya debo haber dormido mucho”, seguía pensando. “Siento el calorcito de la mañana. Ahora voy a despertar y todo estará como siempre.”
Al abrir los ojos, los rosados y violetas habían desaparecido. En su lugar, una interminable extensión de un hermosísimo color desconocido rodeaba el grandísimo círculo luminoso. Cinco o seis copos de algodón jugueteaban allí y allá llevados por el viento.
Uno de ellos, el más grande, se fue acercando lentamente, ensanchándose y estirándose como una oruga gigante. La cabeza terminaba en punta como los bonetes de los duendes, y tenia manos y una larga barba que llegaba a los pies.
-Pareces un enanito de los cuentos- murmuró Leopoldo-. Si pudiera preguntarte cómo llevar este cielo a mi pueblo…
-Busca una pluma azul- creyó escuchar el niño-. Plumazul… Umazul…Uuul…
-¡No puede ser! ¡Eh, señor enano! ¡No te vayas!
Pero ya la nube se alejaba con forma de elefante hacia su selva invisible.
-¿Una pluma? ¿Azul? ¿Qué querrá decir azul? –Pensó Leopoldo en voz alta-. ¿Y qué hago yo hablando solo? ¡Solamente falta que este árbol me conteste!
-Azul es el color del cielo.
¡Le había contestado, nomás!
¿Qué le pasaría a Leopoldo?
¿Estaría un poco loquito?
¿Estaría soñando?,
¿Estaría en un cuento?
Leopoldo era un niño muy bien educado, así que dio las gracias hacia arriba (¿por dónde escucharían los árboles?) y siguió su camino. No quiso abusar de la amabilidad del árbol y además pasar por ignorante, preguntándole también qué era una pluma. Estaban pasando tantas cosas raras que ya encontraría algún otro vegetal que se lo informara.
Pues si, señores. A pesar de lo estudioso que era nuestro amigo, no sabía lo que eran las plumas. Ni los picos, ni las alas. En Mirasuelo las aves eran consideradas animales indecentes, por lo que no se las nombraba jamás ni se usaba palabra alguna que recordara su existencia.
-Así que azul es el nombre de ese color espectacular. Me gustaría tener un pantalón azul.
Leopoldo se detuvo de golpe porque había visto una hermosa flor con cara de saber hablar.
-Buen día, flor. Disculpe la molestia. ¿Sabría usted decirme donde puedo encontrar una pluma azul?
La flor estiraba sus pétalos y miraba para otro lado. Con la corola fruncida estaba igualita a la insoportable María Mercedes, su vecina la que se creía la mas linda e inteligente de la escuela.
-¿Por qué no le pregunta a los pájaros? Es a ellos a los que le crecen esas cosas, no a nosotras, las flores. Y haga el favor de retirarse que me esta tapando el sol y mi delicado cutis necesita mucha luz.
Leopoldo no se desanimo.
Al primer pajarito que voló sobre su cabeza –y este sí que era simpático- volvió a preguntarle que eran las plumas. Entonces el pájaro se arranco una con el pico y la dejó caer sobre la nariz del niño.
Ante tanta generosidad, Leopoldo entró en confianza y le contó el motivo de su viaje. Su nuevo amigo escuchaba atentamente posado en una piedra.
Al término de la historia levantó vuelo diciendo: “Pío, pío” (que quiere decir ya vuelvo; este personaje no dominaba idiomas, como los otros).
Tal vez porque le entendió o quizá porque estaba muy cansado y hambriento, Leopoldo se sentó en la piedra a esperar y a comerse una empanada que traía en la mochila.
Al poco rato ya estaba otra vez asombrándose y restregándose los ojos. Desde el horizonte, una enorme nube multicolor se acercaba rápidamente. Era su amigo el pájaro encabezando una interminable multitud de plumíferos que venían dispuestos a ayudar. Unos tenían las alas azules, otros la pechuga, el lomo o el copete. Había una familia completa de diminutas aves color zafiro y un gracioso pajarraco de entreverado plumaje de mil colores, con largos faldones celestes que le cubrían la mitad de las patas.
Seguido por esta fantástica procesión volátil, Leopoldo emprendió el regreso hacia su pueblo.
Atravesó el bosque por los aires, sujeto por innumerables pares de patas y aterrizo triunfalmente en el medio de la plaza.
Los habitantes de Mirasuelo salieron de sus casas para ver que pasaba, y no sabían si horrorizarse o maravillarse ante aquel grandioso escándalo de trinos y aleteos. En eso, todas las aves al unísono arrancaron una de sus plumas azules y la lanzaron al viento. Las plumas revolotearon haciendo cosquillas en los endurecidos cuellos, que poco a poco y entre risas, se enderezaban y permitían a sus dueños ver la mitad desconocida del mundo.
Luego todas las plumas se elevaron lentamente, cubriendo el cielo del pueblo de un azul tan resplandeciente como el que brillaba del otro lado del bosque. El sol dejo ver su mejor sonrisa, redonda y luminosa. Las nubes se acercaron a curiosear, y al ver tantos rostros atentos improvisaron un vaporoso desfile de espumas. La fiesta en el pueblo duró una semana. Al terminar, todos durmieron dos días seguidos y soñaron con pájaros y nubes, plumas y estrellas.
Desde entonces, el pueblo de Leopoldo tenía un nuevo nombre,
¿Ya adivinaste cual es? (Miracielo)

Autor: Magdalena Helguera


Corina, la gallina:

En una granja había muchas aves: gallinas, patos y pavos…
Vivía allí doña Pancha, una pata muy viajera y coqueta. También en esa granja vivía doña Corina la gallina, que era trabajadora y buena mamá.
La gallina había puesto nueve huevos y sólo pensaba en tener luego a sus pollitos. En cambio la pata había puesto un solo huevo, justo cuando tenía que salir de viaje.
Así fue como doña Pancha esperó la noche y colocó su huevo entre los de la gallina.
Como Corina no sabía contar, nunca se dio cuenta de que tenía un huevo de sobra. Poco a poco fueron naciendo sus pollitos, y al final un patito. La gallina, feliz, cuidaba con cariño a sus diez hijos.
Una mañana de sol el patito corrió y se lanzó a nadar en una laguna. Todos estaban asustados porque pensaban que se iba a ahogar. Pero al patito nada le pasó…
Pasó el tiempo y los pollos y el pato crecieron como hermanos. Pero sucedió que una tarde mientras Corina lavaba, llegó la pata Doña Pancha de vuelta de su largo viaje. Se acercó a Corina y le dijo ¡Hola amiga, qué lindo está mi patito! Se parece a mí. ¡Gracias por cuidarlo tan bien!
Corina, asombrada, no entendía nada. Poco a poco la pata le explicó lo que había pasado.
En ese momento, se asomó el patito y preguntó ¿Cómo es esto?
Doña pata se puso muy triste. Entonces Corina se compadeció y dijo: en esta familia hay lugar para ti, Pancha. Las dos juntas podemos ser mamá así todos estaremos felices.

Autor: Marilú Langlois


Un real y medio:

Yo tenía un real y medio:
Con el real y medio compré una vaca y la vaca tuvo un…ternero.
Yo tengo la vaca y tengo el ternero y siempre me quedo con mi real y medio.
Yo tenía un real y medio:
Con el real y medio compré una oveja y la oveja tuvo un… cordero.
Yo tengo la vaca y tengo el ternero, tenga la oveja y tengo el cordero y siempre me quedo con mi real y medio.
Yo tenía un real y medio:
Con el real y medio compré una chanca y la chancha tuvo…chanchitos.
Yo tengo la vaca y tengo el ternero, tengo la oveja y tengo el cordero, tengo la chanca y cuatro chanchitos y siempre me quedo con mi real y medio.
Yo tenía un real y medio:
Con el real y medio compré una pata y la pata me dio…seis patitos.
Yo tengo la vaca y tengo el ternero, tengo la oveja y tengo el cordero, tengo la chancha y cuatro chanchitos, tengo la pata y muchos patitos y siempre me quedo con mi real y medio.
Yo tenía un real y medio:
Con el real y medio compré una mulita y la mulita tuvo….un hijito.
Yo tengo la vaca y tengo el ternero, tengo la oveja y tengo el cordero, tengo la chancha y cuatro chanchitos, tengo la pata y muchos patitos, tengo la mulita y tengo a su hijito y siempre me quedo con mi real y medio.
Yo tenía un real y medio:
Con el real y medio compré un tero, y el tero me dio…dos pichones.
Yo tengo la vaca y tengo el ternero, tengo la oveja y tengo el cordero, tengo la chanca y cuatro chanchitos, tengo la pata y muchos patitos, tengo la mulita y tengo a su hijito, tengo al tero y sus pichoncitos, y siempre me quedo con el real y medio.
Yo tenía un real y medio:
Con el real y medio compré una lagarta y la lagarta me dio un…lagartito.
Yo tengo la vaca y tengo el ternero, tengo la oveja y tengo el cordero, tengo la chancha y cuatro chanchitos, tengo la pata y muchos patitos, tengo la mulita y tengo a su hijito, tengo al tero y sus pichoncitos, tengo a la lagarta y el lagartito y siempre me quedo con mi real y medio.
Yo tenía un real y medio:
Con el real y medio compré colores y con los colores pinté…mis sueños.
Yo tengo la vaca y tengo el ternero, tengo la oveja y tengo el cordero, tengo la chancha y cuatro chanchitos, tengo la pata y muchos patitos, tengo la mulita y tengo a su hijito, tengo al tero y sus pichoncitos, tengo a la lagarta y el lagartito, tengo colores y tengo mis sueños y siempre me quedo con mi real y medio.
Yo tenía un real y medio:
Con el real y medio compré una guitarra, y cuando tocaba, tan pronto sonaba:
bailaba la vaca, bailaba el ternero,
bailaba la oveja, bailaba el cordero,
bailaban la chancha y los cuatro chanchitos,
bailaban la pata y los seis patitos,
bailaban la mulita y bailaba su hijito,
bailaban el tero y sus pinchoncitos,
bailaban la lagarta y el lagartito,
bailaban los colores, bailaban mis sueños.
y yo también bailaba ¡con mi real y medio!

Autor: Verónica Leite


El lobo y la cigüeña:

Rigoberto, como cualquier lobo del mundo, era un glotón empedernido; tanto, que se pasaba el día entero merodeando por le bosque buscando qué comer.
Mordisqueaba algo por allí, masticaba otro bocadillo por allá y al atardecer, cuando ya tenía la panza bien pesada, se iba a dormir una siesta.
Cierto día, cuando Rigoberto disfrutaba su habitual recorrido, en medio del camino encontró una cesta repleta de comida.
“¡Qué delicia! Seguramente, alguien partió con demasiada prisa y la dejó olvidada” pensó Rigoberto, y enseguida exclamó entusiasmado: ¡Mejor me apresuro a comer todo lo que tiene adentro, no es cuestión de esperar a que el dueño regrese por ella”
Dicho esto, Rigoberto se abalanzó sobre la canasta con tanta violencia y tanta ansiedad por saborear su contenido, que la rompió en mil pedazos.
Por el piso rodaron toda clase de manjares. El lobo tragón no podía creer aquello que olfateaba su hocico; abrió su bocota llena de dientes, y devoró con arrebato quesos, pasteles, pan, frutas, emparedados, ¡y hasta un pollo asado!
¡Y, claro, masticaba con tantas ganas y tanta urgencia, que se desató la tragedia! ¡Pobre Rigoberto! Un hueso de pollo se le clavó en el paladar, y el infortunado lobito quedó tan atragantado que ni siquiera podía cerrar la boca.
¡Ay, cómo me duele!- Aullaba mientras luchaba para quitarse con sus patas el hueso atascado.
Primero intentó con las patas traseras y, como no pudo, probó con las delanteras; pero el hueso estaba atascadísimo, y todos sus esfuerzos resultaban inútiles. Rigoberto sentía mucho dolor; además, ya le costaba respirar, y tanto se desesperó que empezó a correr sin rumbo entre los árboles del bosque con la esperanza de encontrar auxilio.
Por fortuna una cigüeña pasó volando por ese mismo lugar y, al divisar desde las alturas al lobo accidentado, decidió bajar a investigar.
Se acercó lentamente al lobo pero se detuvo a unos pasos de él, porque quería estudiar mejor el caso. Cuando vio cómo se retorcía Rigoberto y cómo aullaba de dolor, comenzó a sacar cuentas: “Si le salvo la vida a este lobo atragantado, podré pedirle todo lo que se me antoje”, se dijo la muy pícara,
Pero eso no fue todo; mientras el pobre Rigoberto todavía sufría con el hueso de pello atorado en la garganta, ella continuó especulando: “Tal vez pueda exigirle una buena suma de dinero”, pensó. “Al fin y al cabo, una vida es algo muy importante”
Después de mucho meditar, la pájara se ubicó por junto al desdichado lobo, que ya tenía los ojos desorbitados y sólo emitía unos débiles gemidos para pedir ayuda.
-TÜ sí que estás en apuros!- exclamó la cigüeña mezquina, y seguía diciendo:
¿Te imaginas lo que ocurriría si yo no estuviera aquí para socorrerte? ¡Seguramente , morirías en unos pocos días!
A esa altura Rigoberto apenas podía respirar, pero la cigüeña, en vez de ayudarlo, hablaba y hablaba sin parar:
¡Mírame un poco!-decía orgullosa.- ¡No todo el mundo tiene un pico tan adecuado como el mío para realizar operaciones tan delicadas como la que tu necesitas! ¡Qué suerte tienes, amigo lobo! ¡Aquí estoy para salvarte la vida!
La cigüeña metió su pico, que era muy largo, dentro de las fauces del lobo. Cuidadosamente, aprisionó el hueso de pello y, con un leve movimiento de zigzag, logró desprenderlo y extraerlo sin ninguna dificultad.
-¡Ha sido una operación exitosa!- Exclamó la avechucho, jactándose de sus dotes.
-¿No sabes cuánto te agradezco este favor!- suspiró aliviado Rigoberto.
-¿Favor? ¡Pero qué favor ni qué diablos!- protestó la cigüeña, furiosa. -¿Acaso no tienes planeado darme una recompensa por haberte salvado la vida?
-¿recompensa?-rugió Rigoberto, indignado.
-¡Qué pájaro tan interesado resultaste! Deberías estar feliz de que, siendo un lobo tan glotón, no te coma ahora mismo.
Al comprender el enojo del lobo Rigoberto, la cigüeña levantó vuelvo y huyó a toda velocidad, sin mirar atrás.
Renunció para siempre a su costumbre de pedir recompensas y desde entonces, cuando alguien necesita ayuda, ella la brinda sin chistar.

Recuerda: “Auxiliar y socorrer es de todos un deber, sin un pago pretender”. Y si se trata de alguien que se está ahogando, no pierdas un segundo, ayúdalo pronto; ¡ya tendrás tiempo de parlotear!

La gallina de los huevos de oro:

Había una vez un granjero que tenía una gallina muy especial. En vez de poner huevos normales, con su clara y su yema, ponía huevos de oro puro y macizo.
Cada mañana el granjero iba a ver si había puesto la gallina, y siempre encontraba en el ponedero un hermoso huevo reluciente. El granjero pasaba las noches contando y acariciando sus riquezas. Poco a poco iba reuniendo un tesoro gracias a los huevos de oro de la gallina.
Pero el granjero empezó a pensar que, seguramente, la gallina tenía dentro una máquina para hacer huevos de oro. Si conseguía la máquina fabricaría él mismo los huevos y se haría rico antes. La idea de hacerse muy rico obsesionaba al granjero. Su codicia era cada vez mayor. Una mañana llego al gallinero dispuesto a todo.
Sin pensarlo dos veces, y sin ningún remordimiento mató a la gallina que todos los días, sin falta, le había dado el preciado huevo. Sin perder tiempo, el granjero desplumó a la gallina y la abrió, buscando la máquina que le haría rico. “Abandonaré la granja, viviré en un palacio”, se decía. Pero su decepción fue enorme. Porque la gallina era por dentro como cualquier otra gallina. ¿Cómo conseguía hacer los huevos de oro?... ¡Misterio!
El ambicioso granjero se quedó con un palmo de narices. Por dejarse llevar por la avaricia perdió a la gallina de loe huevos de oro

La cometa

Empieza a hacer calorcito
ya viene la primavera
se fue el tiempo de los trompos
y llega el de las cometas

Frente a casa hay un campito
que dicen no tiene dueño;
allí me voy los domingos
a remontar mi lucero.

Le emparejo bien los tiros
y le acorto algo el del medio
para que vaya hacia arriba,
bien arriba mi lucero.

Y le recojo y le aflojo
hasta hacerlo tocar tierra
¡qué lindas son las cometas,
aflojale que colea!

Veinte tiritas de trapo
lleva la cola lo menos:
trapo que en casa se pierde
mamá lo encuentra en el cielo.

Por ver si le corto el hijo
a alguna otra cometa
en la cola le ato un vidrio
que brilla como una estrella.

Vengan a ver mi lucero;
Cuando está bien serenito,
por intermedio del hijo
le mando una carta al cielo.

Fernán Silva Valdés



Mi barrio

Mi barrio es como un cuento
que me sé de memoria.
¡Cada cosa en mi barrio
se me ha contado su historia!
El árbol que cobija
algún nido de horneros;
el buzón desteñido
por soles y aguaceros;
la vieja calesita
de trotadores pingos
que ni siquiera pueden
descansar los domingos…
¡Todos forman un cuento
que yo sé de memoria!
¡Mi barrio, todo entero,
está en mi propia historia!

Laura de Fernández Godard

Mi cuidad:

Yo vivo en una ciudad
Donde no nieva en Navidad
Donde en agosto
Florecen violetas
Y en setiembre
Florecen cometas
Donde en cada barrio
Hay una placita
Y en los días de lluvia
Comemos tortas fritas.
Donde en las playas
Vuelan gaviotas
Y en los campitos
Jugamos a la pelota.
Yo vivo en una cuidad
Donde repican los tamboriles
en Carnaval
y el canto de la guitarra llega hasta el mar

Judith Baco.


Mi calle

Mi calle viene,
mi calle va;
mi calle ¿Cuándo
descansará?

Viene en verano
llena de sol,
cansada y roja
por el calor.

Corre en otoño
iluminada
por un incendio
de hojas doradas

Pasa en invierno
muy heladita
bajo la lluvia
que la visita.

Va en primavera
bella de flores,
pintando el día
con sus colores.

Mi calle viene,
mi calle va;
mi calle nunca
descasará.

Miguel Moreno Monroy

Poema

Salen los niños alegres
de la escuela,

poniendo en el aire tipo
de abril, canciones tiernas.

¡Qué alegría tiene el hondo
silencio de la calleja!

Un silencio hecho pedazos
Pos risas de plata nueva

Federico García Lorca

2 comentarios:

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