UNA TARDE DE 1889.
Ruben Loza Aguerrebere.
A la memoria de Julio da Rosa.
Vivió matando y huyendo.
Vivió como si soñara.
J. L. Borges.
-Yo lo vi bajo la luz de un mágico hechizo. Si las pequeñas tragedias revelan los grandes temas, puedo decirles que aquel día quedó prisionero de su destino.
Estas enfáticas palabras pronunció mi abuelo Pancho, mientras hablaba de las andanzas de Alejandro Rodríguez, más conocido como “El Clinudo”, un matrero nacido en Minas (ahora departamento de Treinta y Tres) que asoló a finales del siglo pasado el territorio de cinco departamentos.
El día declinaba sobre la Plaza Libertad. Las farolas reinaban entre los árboles frondosos, altos y oscuros, y sentados una mesa del Café Oriental, junto al alargado ventanal abierto, mi amigo Enrique Beltrán y yo lo escuchábamos con atención.
Para justificar su relato, el relato de la primera muerte que debía aquel hombre, y que mi abuelo siendo niño había presenciado, detuvo en el aire el vaso de cerveza, teatralmente, y agregó:
-Aquello lo supe después del duelo, cuando recogí el sombrero aludo que había quedado entre las gordas raíces del ombú, mientras jinete y caballo ya eran una sola sombra en el horizonte.
Y luego contó.
Este es el relato que nos hizo, y que prefiero transcribir en primera persona.
***
Si el viento hubiera estado del oeste habría oído los cascos del caballo, pero había amainado y hacía frío. Yo estaba en el picadero juntando leña. Tenía doce años, y vivía con mi padrino, IgnacioFernández, y con su primo Alfredo. El padrino tenía una pulpería en Rincón del Gringo. Una casa baja y alargada al borde del camino, de paredes rosadas. Las ventanas y la puerta de dos hojas, estaban pintadas de verde, un verde casi azulado.
Me enderecé con los brazos cargados de leña, di vuelta por detrás del ombú, donde había colgado una paleta de oveja, y lo vi.
Entré lo más rápido que pude en la pulpería. Mi padrino y don Alfredo estaban en una mesa chica, jugando a la baraja.
-Hay un hombre afuera – avisé -, no sé de dónde vino.
Me ordenaron que llevara la leña a la cocina. Ellos se ocupaban, me dijeron. El padrino se arrimó a la ventana y Alfredo juntó las barajas. Por la puerta de atrás, mientras apilaba las astillas junto a la cocina, lo vi caminar despacio en el frío quieto de la tarde. Vi que iba vestido prolijamente de oscuro. Vi el cuchillo atravesado atrás, en el ancho cinto de plata, mientras caminaba despacio haccia el aljibe con el overo rosado de tiro. Vi la guitarra terciada en el recado.
El hombre volcó un balde de agua en el tronco hueco, para darle de beber al caballo; le soltó las riendas y le aflojó la cincha para dejarlo resollar. Él se quedó oteando el horizonte, como si hubiera llegado al fin de algo; miraba hacia atrás, donde la pálida luna tocaba el borde del cielo.
Volví al mostrador. Con la cabeza entre las manos miraba la desolada tarde y pensaba que el hombre del overo rosado estaba demorándose mucho. ¿Tocaría la guitarra para nosotros?. Pensaba en eso, cunado vi desmontar al del poncho negro, frente a la puerta de la pulpería. Ató el azulejo al palenque, se sacó el sombrero aludo y le sacudió el polvo golpeándolo contra la pierna derecha. Usaba el poncho medio levantado. Vino hacia nosotros moviéndose despacio, desconfiado.
Saludó a media voz y siguió hasta el mostrador; me pidió una ginebra. Con mano segura (una mano grande, nudosa) levantó el vaso sin derramar una gota; de un sorbo bebió la mitad. Dejó el vaso en el mostrador y se puso a armar un cigarro.
El mozo era joven; tenía el pelo medio rojizo; los ojos eran tranquilos, dulces.
Yo seguía mirando afuera mientras las sombras se acumulaban dentro de la pulpería. ¿Qué estaba pasando atrás del ombú?.
Diga – me preguntó, con el cigarro apagado en un costado de la boca – no vio por ahí a un hombre de pelo negro y largo, con las crines hasta por acá.
Y se tocó el hombro derecho. Miré al padrino, que estaba de boca cerrada, y alcé los hombros sin decir una sola palabra.
-Ah, entonces ese sabandija no anda lejos – murmuró el hombre, y terminó de un trago la ginebra.
Me preguntó si quería fumar. No. Después, sin mirarme, me pareció que decía mientras se apoyaba en el mostrador: “A lo mejor lo agarro esta tardecita nomás, vayauno a saber…”
-Así que no lo viste…
Antes de que pudiera abrir la boca, se dio vuelta, mirando hacia la puerta.
Luego, caminó lento hasta la mesa y preguntó si pensaban seguir jugando a la baraja.
-Sí, sí, contestó el padrino, pero el hombre del poncho negro ya no lo escuchaba, porque había visto algo por la ventana.
Regresó, pidió otra ginebra, y con ella en la mano fue hasta la mesa y le dijo algo al padrino. Vi que éste decía que sí con la cabeza, y luego me llamó y me dijo que le arrimara una silla al hombre.
La poca luz iba desparramándose por el piso de tierra, dibujando unas sombras raras entre las bolsas, y afuera las estrellas empezaban a formarse a lo lejos.
“Me van a perdonar”, dijo el hombre; lo dijo justo en el momento en que apoyé la lámpara sobre la mesa. Y se puso de pie. Me pareció altísimo, con aquella luminosidad que le daba de atrás. Caminó directamnete hacia la puerta; se detuvo un instante, como dudando; y salió al atardecer buscando el cuchillo bajo el poncho negro levantado.
El padrino me hizo sentar con un ademán. Alfredo siguió barajando. Que no moviera un dedo, me dijeron. Y nos quedamos esperando.
Las barajas se movían en las manos de Alfredo.
-¿Oíste? - preguntó el padrino.
-Sí – dijo Alfredo.
-Ya se vieron.
Nos llegaron restos de voces, gritos, imprecaciones; y después un largo silencio.
Por la puerta abierta seguían entrando las sombras.
Escuchamos unos pasos rápidos y cortos sobre las piedras, y desde la mesa donde estábamos vimos al hombre del poncho negro recortado en la puerta. Lo vimos de espalda, alto, sin el sombrero. Estiró un largo brazo hacia atrás, buscando apoyo en algo, y cayó largo al piso.
Mi padrino se agachó junto a él. El mango de plata del cuchillo relucía en la palma de la mano abierta; la hoja estaba limpia. Tosía, y se esforzaba por decir algo.
-Van a tener que avisar al padre de la Margarita o al comisario – dijo – Diganlé que fue el Clinudo. Yo lo andaba buscando pa limpiarlo.
Tuvo un acceso de saliva y después escupió sangre. Entre toses murmuró que se llamaba Felipe y otras cosas que no entendí bien sobre unos españoles que eran vecinos suyos.
Alfredo me pidió la botella de ginebra. Cuando el hombre intentó sentarse, lo aguantaron. Se le refaló el cuchillo de la mano y quedó en el piso de tierra. Bebió un trago largo y enseguida se puso a escupir, apretándose el costado por donde sangraba.
Se escucharon los cascos de un caballo sobre la tierra dura. Salí afuera corriendo, derecho al ombú.
Y lo vi.
Montó, con lenta agilidad . Me observó desde allá arriba. Tiró de las riendas y el overo se detuvo, clavado en las patas. Luego, se sacó el pañuelo de la cabeza y se le desparramó el largo pelo negro; y ligeramente inclinado en la silla movió la mano y el pañuelo, saludándome.
Se quedó quieto un instante, como si no fuera a verlo bien nunca más. O para que yo lo viera como sería para siempre. Y luego tocó el caballo con los talones, apretando los flancos del overo rosado entre las botas, y se sumergió al galope en el rojo sangre de las nubes recostadas en el cielo pálido.
Recogí el sombrero de copa achatada, que había quedado entre las gordas raíces del ombú. Miré a lo lejos. Ya había desaparecido en el monte. Con el sombrero de Felipe en las manos volví a las casas. Yacía boca arriba, entre toses y escupidas, y sus ojos mansos no tenían brillo.
El padrino me mandó ir al pueblo: debía avisarle al comisario o al segundo.
Ensillé, en aquel largo crepúsculo. Y cabalgando hacia Minas, con el caballo resollando en la oscuridad, solo en la noche, al trote largo entre un mundo de estrellas a mi lado, pensaba en “El Clinudo”, y todo era tan real que parecía un sueño. Si nos encontrábamos allá abajo, en las sierras, o en las quebradas de los campos de Manduca, no le tendría miedo, no. Y si me invitaba, me iba con él; a medio galope los caballos, las crines largas y ondeantes, y el sol cubriéndonos de cobre la cara.
Nunca sabré qué oscuros motivos los llevaron a enfrentarse bajo el ombú. No creo que fuese un hombre completamente normal; ni sé tampoco qué emociones sentiría. Pero vislumbré que iba a pasarse la vida huyéndole al melancólico muerto.
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