Primera Luna
Elaine Mendina
Juliana removió el rescoldo en el primitivo fogón hecho con piedras, echándole aire con un viejo sombrero de paja del que sólo restaban las alas.
Lagrimeando por el humo, rezongaba insultos mientras cuidaba el caminito abierto entre el chircal, por donde esperaba ver aparecer su nieta. Probó con una cuchara el jarro de café hervido, escupiendo a continuación el líquido amargo.
- Porcaría...
Dejó el jarro en la mesa destartalada. Espantó dos gallinas, que se fueron cloqueando patio afuera, mientras repartía rezongos entre las gallinas, el café amargo y la nieta que demoraba, cuando la avistó por el senderito retorcido.
De lejos vio que no traía nada en la bolsita de plástico que llevaba en la mano, y esto redobló sus murmullos.
Joana venía saltando con ese saltito característico de niña. Por donde el pasto agostado y corto formaba una superficie casi plana. Cuando llegó al pedregal afilado de junto ala casa, dejó de saltar, preparándose para enfrentar a la abuela.
Joana tenía doce años. Era zanquilarga y fina, de miembros delgados y larguísimos. Blanca pecosa, el sol no conseguía oscurecer la piel lechosa. La boca grande y carnosa reía con facilidad, con una risa no siempre justificada, lo que unido a un marcado infantilismo en su habla y sus maneras, hacía sospechar en ella un cierto grado de retardo mental. Su única belleza eran los ojos, grandes y verdes, moteados de amarillo y rodeados de largas pestañas negras. El pelo también negro y liso, cortado como el de un hombre para facilitar el control de los piojos, podría hacerla pasar por varón, si no fuera por las curvas incipientes, recién nacidas, redondeando el algodón de la blusita de la blusita desteñida adherida al pecho y el pantalón corto hecho de un vaquero viejo con las perneras recortadas.
La abuela le gritó de lejos, preguntando por el azúcar encargado.
-Dice don Artave que no puede fiarle más. Hasta que le pague lo que le debe.
La respuesta, curiosamente, acalló a Juliana. Lo que esperaba hacía tiempo, había sucedido. Con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, miró a su alrededor, y detuvo finalmente la vista en el jarro de café sin azúcar.
Joana, enhorquetada en un gajo de árbol cercano a la casa, mordisqueaba algo. La abuela prestó atención.
-¿Qué é, Jo?
La niña mostró un rectángulo castaño, mordisqueado en una punta.
-Rapadura. Me dio don Arteave.
La vieja alargó la mano:
-Me dá.
Joana le dio el último mordisco trabajoso al dulce azucarado y duro, y lo entregó. La abuela entró a la casa y se puso a molerlo con el cabo de un cuchillo, recogiendo en un trozo de papel el polvillo y las migajas resultantes.
Después lo echó al jarro de café y lo revolvió. Vertió parte del líquido en otro jarrito que descolgó de un clavo de la pared, tomó un plato de hojalata con unas cuantas galletas y llamó a la nieta.
La vieja y la niña comían a la sombra del rancho, sentadas en sus taburetes con el jarro de café entre las rodillas. Remojaban en él trozos de galleta reseca, hasta que se ablandaba.
Comían en silencio, sumidas ambas en sus preocupaciones. Las de Jo consistían en barajar la posibilidad de que su abuela le prestara el banco largo para jugar al almacenero.
Las de Juliana se vieron interrumpidas por el ruido de un carro y un caballo que se aproximaban. La niña, sin soltar su café, rodeó la casa y anunció:
-Es don Artave, “vo” Juliana.
La vieja dejó de comer, limpiando nerviosamente las migajas caídas en la falda del vestido.
Un sulky bien cuidado, tirado por una yegüita baya, entró por el frente del rancho levantando tierra y espantando las dos únicas gallinas. El vasco Arteave echó pie a tierra, dejando carro y caballo bajo la sombra de un higuerón.
Caminó hacia las dos figuras que lo aguardaban de pie, estiró la mano a la vieja al llegar cerca.
-Buenas tardes.
Dio a Jo “la bendición”, apoyando la mano en la cabecita pelinegra. Cumplido el ritual, la niña escapó para volver a la casa, y aprovechando que la abuela estaría entretenida, sacó el banco para jugar. La vieja ofreció al hombre uno de los taburetes.
-Sente.
El visitante se sentó con justificada cautela, pues el asiento no parecía capaz de contener sus noventa kilos metidos en un cuerpo achaparrado y fofo, de triple papada rojiza y un desaseo personal que la ropa relativamente costosa no conseguía disimular. Juliana, con las manos cruzadas en la falda, lo miraba en silencio. El hombre abordó la cuestión:
-Vine por el asunto de su cuentita, doña Juliana... usté sabe como son estas cosas...
-Sei.
Las palabras de la mujer caían como piedras en el agua: bruscas, cortadas, formando círculos concéntricos en las lagunas de silencio que las seguían.
Podría explicar, dar razones. Después de la muerte del único hijo que retuvo al lado, tiempo de relativa holgura, aún sobrevivió con cierto decoro, en el puesto donde el muchacho trabajara. Plantaba, criaba animales, lavaba ropa ajena. Era sola con Jo. Pero cuando tomaron al puestero nuevo y tuvo que irse a su actual vivienda, las cosas se pusieron duras. ¿Dónde plantar, criar, en aquel retazo rocoso agrietado de seco y sin aguada cerca? Los lavados se dificultaron, el arroyo quedaba lejos y una hernia nunca operada dificultaba seriamente sus movimientos.
Para que hablar. Todos sabían eso. Don Arteave también. Juliana nunca había llorado penas, ni aún para comer. Era el capital que le quedaba, el orgullo. Y era por naturaleza poca prosa. Que diablos quería, se preguntaba Juliana. Sabía perfectamente que ella no podía pagar. Pero el almacenero tenía otras ideas:
-Yo pensé, doña Juliana... cosas de viejo, usté sabe...
Se removió inquieto, haciendo peligrar la estabilidad del taburete.
-... bueno, ando precisando quién me dé una manito en el almacén. Usté sabe, ordenar cosas, barrer, lavar algún trapito... uno es solo y no da abasto, ¿m’entiende...?
Se calló, como si no supiera como seguir. Hubo un largo silencio incómodo.
Al fin, tomando aire como quien se va a tirar al agua, soltó:
-... y entonces pensé en la gurisa.
Con el gesto, señalaba a Joana, que jugaba acuclillada en la tierra, encargando alternativamente a la cliente y al vendedor. Hileras y montoncitos de piedras, huesecillos y frutas de tutiá eran la mercancía.
Juliana se quedó de una sola pieza.
-¿A Jo?
El hombre carraspeaba incómodo, sin saber como seguir. Pero no hacía falta. Juliana era mujer, vieja y pobre. Y eso es mucha escuela. La piel blanca de Jo relumbraba a través de un desgarrón reciente hecho en un clavo salido, junto al nacimiento de la pierna. Los ojos del almacenero recorrían furtivamente el cuerpo largo empezado a madurar. La abuela habló con voz seca:
-Vá la dentro.
Miró largamente con ojos duros y vacíos el hueco de la puerta por donde había desaparecido la niña, y luego al hombre enrojecido y resoplante. Bruscamente puso las cartas boca arriba.
-Inda nâo tem a lúa.
La franqueza brutal de la vieja pareció aliviar la tensión del hombre: ahora podía hablar claro, sin perderse en eufemismos. Levantándose, le tendió la mano mientras daba por cerrado el trato.
-Yo espero.
Oyendo a la visita irse, Joana salió al patio, pero algo en la expresión de la abuela le avisó que no era prudente volver al juego. Juliana la miraba como si no la viese, o como si viera a través de ella. Larga y fina, parada en una sola pierna como una grulla, pidiendo con los ojos permiso para volver a jugar... Esos ojos, Dios mío.
De pronto eran otros así, verdes, idénticos, los que la miraban. Los ojos del hijo, diez años atrás. El muchacho con los brazos llenos de tubos, con la vida yéndose, por la herida de una cornada. Los ojos verdes desorbitados de dolor, mirando a Joana que entonces tenía dos años y dormía sobre el hombro de la abuela, el pedido:
-Tome conta dela, manhe.
Y la promesa lacónica, sin desbordes, que ella hiciera:
-Deixa conmigo.
Jo desvió los ojos y Juliana volvió a ver la realidad que la circundaba; la blusa deshilachándose sobre los senos incipientes, pequeños y duros como frutas aún verdes. Ordenó sin entonación:
-Ajunta os trapos e te calza. Vai trabalhar no armazém.
La siguió mientras la niña se levantaba sin comentarios, limpiando la tierra del trasero del pantalón, y se dirigía a la caja de cartón donde guardaba su ropa. La historia de su miseria fue surgiendo de la caja y apilándose dobladita sobre una gastada toalla extendida en el catre. Un pantalón remendado, dos suéteres demasiado grandes, evidentemente heredados de alguien; un desteñido vestido de lunares rojos, dos camisitas, una con el hombro desgarrado. Tres o cuatro bombachitas con las mallas corridas.
Jo tomó el atado y después de sacudir la tierra de los pies con la mano, se calzó las chinelas. Se encaminó a despedirse de la abuela, pero Juliana le había dado la espalda y caminaba con paso rápido rumbo al monte.
Cuando volvió, oscurecía. Se quedó parada frente al rancho vacío, mirando las latitas de piedras y frutas silvestres con que Joana había estado jugando.
Distraídamente tomo una latita.
Recostada en la pared de terrón, pensó en voz alta, mirando el campo desierto:
-Ninguém tem culpa, naô...
Hablaba para sí. O a la memoria del hijo, o a la nieta ausente. O al responsable de aquel estado de cosas que sólo podía sufrir y aceptar. No sabía... Y no importaba, ya.
Sin darse cuenta, estrechó la latita contra el pecho consumido.
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La autora nace en Artigas en 1956. Es Maestra y Profesora egresada de I.P.A., en Literatura. Ha publicado: Ibrahim y los otros; El otro circo; (ambos volúmenes de cuentos), y la novela: El pueblo blanco.
“Aún no tiene las lunas”: es impúber.
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