S
on mágicos los instantes en que un niño se entera de que pv leer las palabras impresas. Durante un tiempo, Francie sólo sabía pronunciar las letras u una, para luego juntar los sonidos y formar una palabra. Pero un mientras hojeaba un libro, la palabra «ratón» le apareció entera y de inmediato adquirió sentido, Miró la palabra y la imagen de un ratón se estampó en su cabeza. Siguió leyendo y cuando entrevió la palabra «caballo», oyó los golpes de sus cascos en el suelo y vio el sol resplandecer en sus crines. La palabra «corriendo» la golpeó de repente, y empezó a jadear, como si de verdad hubiese estado corriendo. La barrera entre el sonido de cada letra y el sentido de una palabra entera había caído. Ahora, con un simple vistazo, la palabra impresa le revelaba su sentido. Leyó rápidamente unas páginas y estuvo a punto de desmayarse por la emoción. Quería gritarlo al mundo entero: ¡sabía leer! ¡Sabía leer!
A partir de entonces el mundo se hizo suyo a través de la lectura. Nunca más se sentiría sola, nunca más añoraría la compañía de un amigo querido. Los libros se volvieron sus únicos aliados. Había uno cada momento: los de poesía eran compañeros tranquilos, los de aventura eran bienvenidos cuando se aburría, y las biografías cuando deseaba conocer a alguien. Ya adolescente, llegarían las historias de amor. La tarde que descubrió que podía leer, se prometió leer un libro al día durante el resto de su vida.
En: “Un árbol crece en Brooklyn”, Betty Smith, Lumen, Bs As, © 1943
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