¡QUÉ LÁSTIMA!
Paró la oreja Sosa al oír exclamar al desconocido:
-¡Qué lástima, qué lástima, que la gente sea tan pobre!
Sosa ni caso había hecho cuando, media hora antes, vio recortarse en la puerta del despacho de bebidas al escuálido forastero. Siguió absorto en una sensación penosa que lo embargaba frecuentemente. Pero al rato, cuando separado ya el pulpero oyó al otro cerrar la conversación con “¡Qué lástima que la gente sea tan pobre!”, la sensación, de golpe, cambió de efecto. Y comenzó a reconfortarlo algo así como un desahogo.
¡Con que extraña dulzura había sido pronunciada la frase! Sin rabia, sin rencor... A nadie culpaba. Como si de las desgracias del mundo los hombres no fueran responsables.
-¡Eso está bien!- se dijo para sus adentros Sosa.
Y le pareció que rozaba todo su cuerpo desmirriado, como acariciándose a si mismo, contra un muro sin fin de largo y de color gris pizarra.
Con interés afectuoso observó. El desconocido era casi tan alto como él; y él era largo, de veras. Y, como él, flaco. Lampiño, y él tenía bigote. De botas raídas, y él con alpargatas. Los pantalones, a lo mejor, eran a media canilla, como los suyos. Pero con las botas, los extremos no se veían.
-A ver caballero, ¿qué se va a servir?
El otro se tornó hacia Sosa y miró en derredor. El invitado era él porque no había más nadie.
-Otra caña- respondió reposando en Sosa una mirada tiernísima.
El patrón, negro, ya viejo, de encasquetado sombrero muy copudo, sirvió sin decir palabra, llenó asimismo su gran “vaso particular” y tornó con él al rincón donde, entre el mostrador y la desmantelada estantería, sobre una pequeña mesa, escribía entre borrones la carta que cierta muchacha de las mancebías le encargó para el amor que estaba preso. Además de sombrero tenía lentes, el negro. Unos lentes de níquel, comprados de ocasión cuando el vendedor le dijo a boca de jarro: “Usted lo que precisa es lentes”.
Si no se lo hubiera dicho así, de golpe... El negro, desde su candidez tocada, aunque cabeceando un poco, sintió que no podía hacer otra cosa que sacar el dinero...
-¿Es forastero el señor?
- Es verdá. Vengo de Santa Escilda. Y medio ando por encontrar conchabo
en la curtiembre de los Bastos.
-Buena gente, sin despreciar... ¡Salú!
Y alzó el vaso amarillo.
Entro un perrito a la taberna. Y tras él una mujer muy llamativamente acicalada que, mientras adquiría, buscó inútilmente con los ojos la mirada de los que estaban allí.
-¡Este hombre es muy gente!- pensaba Sosa.
Y comprendió que estimaba al desconocido con un cariño sin tiempo.
Cuando la joven se retiró sin haber conseguido ni por un momento atraer la atención de los amigos, Sosa se había alejado un poco de sus pensamientos, pues le andaban en la mente un carrito de pértigo y una yegua tordilla sobre la cual se vio al momento salir del monte con una carga muy grande. Con ahinco trató echar las imágenes por lo menos dentro del monte, otra vez. Pero infructuosamente. Tuvo que volver, pues, con ellos, al hombre que tenía la frente. Y dijo, al principio sin saber a dónde iría a parar; después, desde una grave firmeza.
-Yo tengo un carro y una yegua, caballero... Me la rebusco monteando y vendiendo leña en el centro. Yo, el carro y la yegua estamos a la disposición.
-Se agradece en lo que vale. ¡Salú!
Se alzaron los vasos inseguros.
Sobre el mostrador pendía la lámpara. Las sombras de los amigos se acortaban. Ellos callaban. Bebían caña. Sosa sentía algo imposible e expresar, pero que era como el desarrollo de aquél “¡Qué lástima, qué lástima que la gente sea tan pobre!”, que le había hecho parar la oreja. O, tal vez, era un “¡Qué lástima!” sólo, que crecía y embargaba todas las cosas del mundo, y con ellas subía más allá de las nubes y las mostraba así, desoladas, míseras, a alguien capaz, si mirara, de acomodarlas mejor.
Con el índice mesaba los pelos del bigote contra ambos lados del labio.
Se oyó el pitar de un silbato. Otros, lejos, sonaron también. De la calle llegaron voces. Y una voz de mujer, clara y metálica. Más atrás, del fondo de la noche, ladridos. Y el jadeo de una locomotora.
El patrón, en un instante, al beber gran trago de caña, los miró fijo. Pero sin verlos, abstraído, inclinado a un costado el sombrerazo para rascarse las motas ya grises. Era que, escribiendo cada vez con más empeño lo que la muchacha le recomendaba, se inquietó de súbito. Desde el principio de la escritura el corazón del negro se había ido conmoviendo secretamente. El nunca hizo cartas. No tenía a quien. Y esto que anotaba a pedido venía tan bien con lo que podía confiar a un amigo lejano, si lo tuviera, que, repitiendo un sorbo de caña, Ponía sobre el papel, despacio, tembloroso, como algo íntimo: “Las cosas marchan muy mal. Viene muy poca gente. Ya los tiempos de antes no volverán nunca más...”
El negro vaciló, parpadeando. Se alejaba de las palabras de la muchacha.
Pero continuó por su cuenta, atraído como por una voz que lo llamaba desde el fondo de su ser: “Y cuando no hay nada al lado, cuando no hay nadie, nadie al lado, entonces se piensa en cuando la niñez. ¿Tan linda que era!”
Algún recuerdo muy hundido fue tocado por esta frase, pero la conciencia manoteó de nuevo, por suerte, la imagen de la muchacha, y, con ello, las verdaderas palabras a revelar en la carta hicieron presente su expectación. Lo que debía seguir era: “Voy a comprarme una pollera azul y un saquito blanco...”.
Esto, pues, lo volvió por entero a la realidad. Allí fue dónde el negro quedó en desazón. Inclinó a un costado el sombrero. Sin verlos, miró a los dos largos parroquianos. Dejó la pluma. Se quitó los lentes. Llevó a los labios su gran “vaso particular”. La vista le oscilaba.
-Otra vuelta, haga el bien.
Estaban bastante cargados. El tabernero sirvió y tornó a su pequeña mesa.
Y por no recordar el acongojante giro que había tomado la misiva, comenzó a turbarse con cosas menos embargadoras. Las manazas sobre el manchado pliego de papel, ante el temor reciente y bienhechor a un pedido de fiado o a una fuga intempestiva o a un seco “Aquí no pagamos nada y se acabó”, él se puso en guardia.
-Yo en seguida me di cuenta, Juan Pedro, que usté era una persona gente confiaba con ternura Sosa al que acababa de revelarle el nombre.
Juan Pedro sonreía. Y posaba en su reciente amigo, alto, flaco, pantalón muy por encima del tobillo –como el pantalón de él, sí, si él no tuviera botas-, posaba una mirada tan dulce que casi no miraba nada.
Y vuelta a aparecérsele a Sosa el carro y la yegua Tordilla. Y vuelta a llevarlos, ahora ufano y dichoso, hacia su compañero.
-Usté, Juan Pedro, cuando quiera la yegua, va a mi casa y la saca. ¿Fuma otro, Juan Pedro?
Juan Pedro, ya con las manos muy torpes, lió un cigarrillo, encendió y dejó que saliera libremente, de toda la boca, el humo.
-Usté, cuando la precise, va, no más, a mi casa y saca la yegua... Y si yo no estoy, la saca lo mismo.
Vaciló. La realidad no daba más y su ardiente pasión quería más, todavía.
Y arrolló la realidad. Y salió al otro lado, terriblemente amoroso, diciendo:
Y si la yegua no está... ¡usted la saca, lo mismo!
Esto de sacar la yegua aunque la yegua no estuviera, conmovió hasta el estremecimiento a Juan Pedro. No advirtió que faltaría la yegua. O le pareció que la yegua podía estar ó no estar. Porque lo cierto es que ”si la yegua no está, la saca lo mismo”, se le quedó bien grabado y era lo único que permanecía firme entre cosas que comenzaban a tambalearse.
Volvió a mirar a su amigo. Pero apenas si lo veía. Se veía él, él solo, ya hasta la perenne sonrisa se le daba vuelta. Como si le hubiera hecho convexa. Se quería a sí mismo, ahora, y ascendía en alas de su amor, sobre los mundos.
Llevándose la mano a la cara, comenzó a acariciarse la sonrisa.
-La yegua es suya, amigo Juan Pedro- seguía Sosa por su lado, implacablemente generoso, con los ojos apagándosele.
Juan Pedro, que no pudo soportar sino por breve tiempo su delirio, había posado otra vez en la tierra, ahora contrito. ¿Qué podía dar él en retribución a aquel corazón fraterno? ¿O qué decir, al menos? Juan Pedro tenía ganas de llorar. Cierto caballo de que una vez fue dueño de pronto se le apareció y espantó su sonrisa. Lo vendió al llegar a Santa Escilda porque, por desgracia, ¿para qué quería caballo en aquél pequeño villorrio? Cuando comprendió para que lo quería –para quererlo, precisamente- era ya tarde. Se había gastado la plata en las pulperías. Y el caballo zaino siguió con un tropero hacia “La Tablada”, allá tan lejos. Y pasó de regreso, a los días. Y volvió a cruzar como al mes. Hasta que caballo y tropero desaparecieron. ¡El, él lo había vendido! ¡Aquel caballo amigo! Y el amigo pasaba y repasaba. Y él a veces, no plata tenía para emborracharse a cada pasada. Y sobre todo cuando ya no pasó más. Ni en un mes, ni en dos: nunca, nunca más.
-La yegua es suya...
-¡No compañero! ¿La yegua no es mía, es suya!- El negro, con inquietud, se acomodó el sombrero y, a una señal de Sosa, trajo otra vuelta.
-Es suya digo
-¡ No, no, Sosa! ¡No, no! ¡Es suya!
-¡Es suya, amigo!
-¡No, Sosa, no!
Y la mirada se le mojaba de lágrimas.
-Vamos, compañero, la yegua es suya.
-¡No, no es mía; no es mía!
-Es que usté no me entiende lo que le quiero decir- advirtió Sosa, por fin.
Bebió un trago, chupó, sin advertir que inútilmente, la apagada colilla y explicó, recalcando las palabras:
-Yo, lo que le quiero decir, es que la yegua es suya.
Juan Pedro, vencido, abrió los brazos. Y los dos amigos, tan altos y flacos, de botas el uno, de alpargatas el otro, se estrecharon palmoteándose suavemente las espaldas, bajo los ojos del negro cuyo espíritu había caído en la conversación como en un remolino y no hallaba nada en que agarrarse.
Un indio que entraba desaprensivamente a la taberna se detuvo bruscamente. Pero convencido de que aquello no era pelea, se aproximó al mostrador, pidió y bebió sin respirar.
-¿Y qué es de esa preciosa vida?
-Bien, por el momento- contestó el negro después de un silencio, porque la pregunta le tardó en llegar y la respuesta en salir.
De inmediato, sin embargo, tuvo la sensación de que lo habían sacado como de un sumidero.
Salió el indio. Ya en la calle su voz se oyó entre risotadas.
¡Como ladraban los perros, lejos desde el fondo de la noche!
-¡Yo soy así! ¡Yo soy así!- sostenía Sosa golpeándose el pecho frenético de dicha.
Ahora si lo había empezado a ver otra vez Juan Pedro. Medio borroso, pero lo veía. Percibía el bigote de Sosa, sus pantalones por encima del tobillo, sus alpargatas. ¡Era tan extraño aquello! El no le miraba más que la parte superior del cuerpo. Y lo veía, sin embargo, hasta los pantalones y las alpargatas.
Ya no podían más de caña.
-¿Qué le parece... si saliéramos... un poco... a refrescarnos... y después volvemos... a tomar?
Juan Pedro aceptó con un cabeceo. El tabernero se caló los lentes, echó atrás el sombrero y sumó. Sucesivas rectificaciones fueron contraproducentes. A cada vez el resultado era distinto. Se sacó el sombrero. Llevó al mostrador su “vaso particular” y le bebió el último sorbo. Su cabeza de grises motas volvió a inclinarse. Después de aquel breve descanso se resolvió a sumar por última vez y a tomar aquel resultado como definitivo. Con la conciencia ya más firme dio a cada cual su vuelto. Pero perdió pie de nuevo cuando oyó que Juan Pedro decía a su amigo Sosa:
-¿Vamos saliendo, Juan Pedro?
El espíritu del negro, quien ya se acomodaba otra vez el sombrero, flotó un momento en el vacío. Y como el ventarrón a una hojita, así se lo llevó lejos lo que, desde la puerta, al rodear con el brazo el cuello de su camarada, exclamó Sosa:
-¡Cuidado, Sosa, cuidado con el escalón!
Sin mirar, el negro vio la mesa, el lapicero, la carta. Y vio cruzar todo veloz. Y hundirse allá en el fondo de aquello donde ladraban, ladraban los perros...
Se sacó le sombrero.
Francisco Espínola
viernes, 18 de febrero de 2011
Don Paco Espínola
Rodríguez
Fue el último cuento que escribió Paco y se publicó por primera vez en la revista Asir en 1958. Destinado a ser favorito de la crítica y a merecer el más unánime entusiasmo fue, paradójicamente, recibido con frialdad en el momento de su publicación como ha testimoniado Arturo Sergio Visca, editor de la revista. El cuento que se inserta en la gran tradición evangélica y medieval de las tentaciones del diablo, responde, asimismo, a una tradición criolla que Espínola quiso inventar continuando la serie con otros cuentos de diablo que, finalmente, no escribió.
Dice Paco: "Es el mismo diablo que ya no embroma a nadie entre las multitudes del siglo XI europeo. Con el culto a María Mediatriz, absolutamente popular y merecedor de la alarma de los Padres de la Iglesia, comenzó a hacerse sentir un concepto corrosivo sobre el Más Allá, que se esfumó después, yo no sé cómo. Ahí, en esa época, más o menos, las muchedumbres exteriorizaron su sentir de que el hombre no es responsable absoluto de sus actos. Vale decir: que los malos no lo son tanto como por sus acciones lo parecen. Entonces, si esto es así, ¿cómo puede haber Infierno, punición para la eternidad? El hombre inocente y sencillo de los campos y de los alrededores no se resignaba a ello. Pero se hallaba entre la espada y la pared. Infierno tiene que haber: es un dogma; no se puede discutir su existencia. Pues, entonces, no debiera haber hombres adentro. (...) Así, ocurre que el Infierno no existe, está lleno de tachos con aceite hirviente y de llamas; pero no hay ningún hombre".
----------------------------
Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento.., y se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían.
A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.
-¿Va para aquellos lados, mozo? - le llegó con melosidad.
Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.
-¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!
Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor le lanzaba, también al sesgo, una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro y, de golpe, quedó cual la del cordero.
-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer?... Decí, Rodríguez, ¿te gusta?
Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, mas se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.
-Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez -seguía el ofertante mientras, en el mejor de los mundos, se atusaba, sin tocarse la cara, una guía del bigote-. Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no, Rodríguez, porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que elegir.
Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.
-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...
-¡Pucha que tiene poderes, usted! -fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.
Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado la boca.
Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido.
A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del poncho con tabaquera y con chala. Sin abandonar el trote se puso a liar. Entonces, en brusca resolución, el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro, que casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo:
-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate, en mi negro viejo!
Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que, ahora si, había pasmado a Rodríguez y, no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse, manoteó una rama de tala y señaló, soberbio:
-¡Mirá!
La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de la tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos.
Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido del propósito, fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y, dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:
¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!
Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria.
Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.
-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?
-Esas son pruebas -murmuró entre la amplia humada Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso.
Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente ahínco, la mente hecha un volcán.
-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto? Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya echando humo el cuero.
-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez! -se prolongó, casi hecho imploración, en la noche.
Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande que fuera, no tenía peligro para el zainito.
-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate!
-¿Eso? Mágica, eso.
Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.
-¡Te vas a la puta que te parió!
Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.
Francisco Espínola
Paco - Los mejores cuentos de Francisco Espínola
Colección Brazo corto
Instituto Nacional del Libro
Ministerio de Educación y Cultura
Fuente: http://letras-uruguay.espaciolatino.com/espinola/index.htm
Fue el último cuento que escribió Paco y se publicó por primera vez en la revista Asir en 1958. Destinado a ser favorito de la crítica y a merecer el más unánime entusiasmo fue, paradójicamente, recibido con frialdad en el momento de su publicación como ha testimoniado Arturo Sergio Visca, editor de la revista. El cuento que se inserta en la gran tradición evangélica y medieval de las tentaciones del diablo, responde, asimismo, a una tradición criolla que Espínola quiso inventar continuando la serie con otros cuentos de diablo que, finalmente, no escribió.
Dice Paco: "Es el mismo diablo que ya no embroma a nadie entre las multitudes del siglo XI europeo. Con el culto a María Mediatriz, absolutamente popular y merecedor de la alarma de los Padres de la Iglesia, comenzó a hacerse sentir un concepto corrosivo sobre el Más Allá, que se esfumó después, yo no sé cómo. Ahí, en esa época, más o menos, las muchedumbres exteriorizaron su sentir de que el hombre no es responsable absoluto de sus actos. Vale decir: que los malos no lo son tanto como por sus acciones lo parecen. Entonces, si esto es así, ¿cómo puede haber Infierno, punición para la eternidad? El hombre inocente y sencillo de los campos y de los alrededores no se resignaba a ello. Pero se hallaba entre la espada y la pared. Infierno tiene que haber: es un dogma; no se puede discutir su existencia. Pues, entonces, no debiera haber hombres adentro. (...) Así, ocurre que el Infierno no existe, está lleno de tachos con aceite hirviente y de llamas; pero no hay ningún hombre".
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Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento.., y se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían.
A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.
-¿Va para aquellos lados, mozo? - le llegó con melosidad.
Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.
-¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!
Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor le lanzaba, también al sesgo, una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro y, de golpe, quedó cual la del cordero.
-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer?... Decí, Rodríguez, ¿te gusta?
Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, mas se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.
-Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez -seguía el ofertante mientras, en el mejor de los mundos, se atusaba, sin tocarse la cara, una guía del bigote-. Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no, Rodríguez, porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que elegir.
Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.
-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...
-¡Pucha que tiene poderes, usted! -fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.
Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado la boca.
Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido.
A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del poncho con tabaquera y con chala. Sin abandonar el trote se puso a liar. Entonces, en brusca resolución, el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro, que casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo:
-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate, en mi negro viejo!
Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que, ahora si, había pasmado a Rodríguez y, no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse, manoteó una rama de tala y señaló, soberbio:
-¡Mirá!
La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de la tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos.
Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido del propósito, fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y, dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:
¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!
Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria.
Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.
-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?
-Esas son pruebas -murmuró entre la amplia humada Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso.
Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente ahínco, la mente hecha un volcán.
-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto? Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya echando humo el cuero.
-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez! -se prolongó, casi hecho imploración, en la noche.
Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande que fuera, no tenía peligro para el zainito.
-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate!
-¿Eso? Mágica, eso.
Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.
-¡Te vas a la puta que te parió!
Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.
Francisco Espínola
Paco - Los mejores cuentos de Francisco Espínola
Colección Brazo corto
Instituto Nacional del Libro
Ministerio de Educación y Cultura
Fuente: http://letras-uruguay.espaciolatino.com/espinola/index.htm
sábado, 12 de febrero de 2011
miércoles, 2 de febrero de 2011
“Un árbol crece en Brooklyn”, Betty Smith
S
on mágicos los instantes en que un niño se entera de que pv leer las palabras impresas. Durante un tiempo, Francie sólo sabía pronunciar las letras u una, para luego juntar los sonidos y formar una palabra. Pero un mientras hojeaba un libro, la palabra «ratón» le apareció entera y de inmediato adquirió sentido, Miró la palabra y la imagen de un ratón se estampó en su cabeza. Siguió leyendo y cuando entrevió la palabra «caballo», oyó los golpes de sus cascos en el suelo y vio el sol resplandecer en sus crines. La palabra «corriendo» la golpeó de repente, y empezó a jadear, como si de verdad hubiese estado corriendo. La barrera entre el sonido de cada letra y el sentido de una palabra entera había caído. Ahora, con un simple vistazo, la palabra impresa le revelaba su sentido. Leyó rápidamente unas páginas y estuvo a punto de desmayarse por la emoción. Quería gritarlo al mundo entero: ¡sabía leer! ¡Sabía leer!
A partir de entonces el mundo se hizo suyo a través de la lectura. Nunca más se sentiría sola, nunca más añoraría la compañía de un amigo querido. Los libros se volvieron sus únicos aliados. Había uno cada momento: los de poesía eran compañeros tranquilos, los de aventura eran bienvenidos cuando se aburría, y las biografías cuando deseaba conocer a alguien. Ya adolescente, llegarían las historias de amor. La tarde que descubrió que podía leer, se prometió leer un libro al día durante el resto de su vida.
En: “Un árbol crece en Brooklyn”, Betty Smith, Lumen, Bs As, © 1943
on mágicos los instantes en que un niño se entera de que pv leer las palabras impresas. Durante un tiempo, Francie sólo sabía pronunciar las letras u una, para luego juntar los sonidos y formar una palabra. Pero un mientras hojeaba un libro, la palabra «ratón» le apareció entera y de inmediato adquirió sentido, Miró la palabra y la imagen de un ratón se estampó en su cabeza. Siguió leyendo y cuando entrevió la palabra «caballo», oyó los golpes de sus cascos en el suelo y vio el sol resplandecer en sus crines. La palabra «corriendo» la golpeó de repente, y empezó a jadear, como si de verdad hubiese estado corriendo. La barrera entre el sonido de cada letra y el sentido de una palabra entera había caído. Ahora, con un simple vistazo, la palabra impresa le revelaba su sentido. Leyó rápidamente unas páginas y estuvo a punto de desmayarse por la emoción. Quería gritarlo al mundo entero: ¡sabía leer! ¡Sabía leer!
A partir de entonces el mundo se hizo suyo a través de la lectura. Nunca más se sentiría sola, nunca más añoraría la compañía de un amigo querido. Los libros se volvieron sus únicos aliados. Había uno cada momento: los de poesía eran compañeros tranquilos, los de aventura eran bienvenidos cuando se aburría, y las biografías cuando deseaba conocer a alguien. Ya adolescente, llegarían las historias de amor. La tarde que descubrió que podía leer, se prometió leer un libro al día durante el resto de su vida.
En: “Un árbol crece en Brooklyn”, Betty Smith, Lumen, Bs As, © 1943
UNA TARDE DE 1889. Ruben Loza Aguerrebere.
UNA TARDE DE 1889.
Ruben Loza Aguerrebere.
A la memoria de Julio da Rosa.
Vivió matando y huyendo.
Vivió como si soñara.
J. L. Borges.
-Yo lo vi bajo la luz de un mágico hechizo. Si las pequeñas tragedias revelan los grandes temas, puedo decirles que aquel día quedó prisionero de su destino.
Estas enfáticas palabras pronunció mi abuelo Pancho, mientras hablaba de las andanzas de Alejandro Rodríguez, más conocido como “El Clinudo”, un matrero nacido en Minas (ahora departamento de Treinta y Tres) que asoló a finales del siglo pasado el territorio de cinco departamentos.
El día declinaba sobre la Plaza Libertad. Las farolas reinaban entre los árboles frondosos, altos y oscuros, y sentados una mesa del Café Oriental, junto al alargado ventanal abierto, mi amigo Enrique Beltrán y yo lo escuchábamos con atención.
Para justificar su relato, el relato de la primera muerte que debía aquel hombre, y que mi abuelo siendo niño había presenciado, detuvo en el aire el vaso de cerveza, teatralmente, y agregó:
-Aquello lo supe después del duelo, cuando recogí el sombrero aludo que había quedado entre las gordas raíces del ombú, mientras jinete y caballo ya eran una sola sombra en el horizonte.
Y luego contó.
Este es el relato que nos hizo, y que prefiero transcribir en primera persona.
***
Si el viento hubiera estado del oeste habría oído los cascos del caballo, pero había amainado y hacía frío. Yo estaba en el picadero juntando leña. Tenía doce años, y vivía con mi padrino, IgnacioFernández, y con su primo Alfredo. El padrino tenía una pulpería en Rincón del Gringo. Una casa baja y alargada al borde del camino, de paredes rosadas. Las ventanas y la puerta de dos hojas, estaban pintadas de verde, un verde casi azulado.
Me enderecé con los brazos cargados de leña, di vuelta por detrás del ombú, donde había colgado una paleta de oveja, y lo vi.
Entré lo más rápido que pude en la pulpería. Mi padrino y don Alfredo estaban en una mesa chica, jugando a la baraja.
-Hay un hombre afuera – avisé -, no sé de dónde vino.
Me ordenaron que llevara la leña a la cocina. Ellos se ocupaban, me dijeron. El padrino se arrimó a la ventana y Alfredo juntó las barajas. Por la puerta de atrás, mientras apilaba las astillas junto a la cocina, lo vi caminar despacio en el frío quieto de la tarde. Vi que iba vestido prolijamente de oscuro. Vi el cuchillo atravesado atrás, en el ancho cinto de plata, mientras caminaba despacio haccia el aljibe con el overo rosado de tiro. Vi la guitarra terciada en el recado.
El hombre volcó un balde de agua en el tronco hueco, para darle de beber al caballo; le soltó las riendas y le aflojó la cincha para dejarlo resollar. Él se quedó oteando el horizonte, como si hubiera llegado al fin de algo; miraba hacia atrás, donde la pálida luna tocaba el borde del cielo.
Volví al mostrador. Con la cabeza entre las manos miraba la desolada tarde y pensaba que el hombre del overo rosado estaba demorándose mucho. ¿Tocaría la guitarra para nosotros?. Pensaba en eso, cunado vi desmontar al del poncho negro, frente a la puerta de la pulpería. Ató el azulejo al palenque, se sacó el sombrero aludo y le sacudió el polvo golpeándolo contra la pierna derecha. Usaba el poncho medio levantado. Vino hacia nosotros moviéndose despacio, desconfiado.
Saludó a media voz y siguió hasta el mostrador; me pidió una ginebra. Con mano segura (una mano grande, nudosa) levantó el vaso sin derramar una gota; de un sorbo bebió la mitad. Dejó el vaso en el mostrador y se puso a armar un cigarro.
El mozo era joven; tenía el pelo medio rojizo; los ojos eran tranquilos, dulces.
Yo seguía mirando afuera mientras las sombras se acumulaban dentro de la pulpería. ¿Qué estaba pasando atrás del ombú?.
Diga – me preguntó, con el cigarro apagado en un costado de la boca – no vio por ahí a un hombre de pelo negro y largo, con las crines hasta por acá.
Y se tocó el hombro derecho. Miré al padrino, que estaba de boca cerrada, y alcé los hombros sin decir una sola palabra.
-Ah, entonces ese sabandija no anda lejos – murmuró el hombre, y terminó de un trago la ginebra.
Me preguntó si quería fumar. No. Después, sin mirarme, me pareció que decía mientras se apoyaba en el mostrador: “A lo mejor lo agarro esta tardecita nomás, vayauno a saber…”
-Así que no lo viste…
Antes de que pudiera abrir la boca, se dio vuelta, mirando hacia la puerta.
Luego, caminó lento hasta la mesa y preguntó si pensaban seguir jugando a la baraja.
-Sí, sí, contestó el padrino, pero el hombre del poncho negro ya no lo escuchaba, porque había visto algo por la ventana.
Regresó, pidió otra ginebra, y con ella en la mano fue hasta la mesa y le dijo algo al padrino. Vi que éste decía que sí con la cabeza, y luego me llamó y me dijo que le arrimara una silla al hombre.
La poca luz iba desparramándose por el piso de tierra, dibujando unas sombras raras entre las bolsas, y afuera las estrellas empezaban a formarse a lo lejos.
“Me van a perdonar”, dijo el hombre; lo dijo justo en el momento en que apoyé la lámpara sobre la mesa. Y se puso de pie. Me pareció altísimo, con aquella luminosidad que le daba de atrás. Caminó directamnete hacia la puerta; se detuvo un instante, como dudando; y salió al atardecer buscando el cuchillo bajo el poncho negro levantado.
El padrino me hizo sentar con un ademán. Alfredo siguió barajando. Que no moviera un dedo, me dijeron. Y nos quedamos esperando.
Las barajas se movían en las manos de Alfredo.
-¿Oíste? - preguntó el padrino.
-Sí – dijo Alfredo.
-Ya se vieron.
Nos llegaron restos de voces, gritos, imprecaciones; y después un largo silencio.
Por la puerta abierta seguían entrando las sombras.
Escuchamos unos pasos rápidos y cortos sobre las piedras, y desde la mesa donde estábamos vimos al hombre del poncho negro recortado en la puerta. Lo vimos de espalda, alto, sin el sombrero. Estiró un largo brazo hacia atrás, buscando apoyo en algo, y cayó largo al piso.
Mi padrino se agachó junto a él. El mango de plata del cuchillo relucía en la palma de la mano abierta; la hoja estaba limpia. Tosía, y se esforzaba por decir algo.
-Van a tener que avisar al padre de la Margarita o al comisario – dijo – Diganlé que fue el Clinudo. Yo lo andaba buscando pa limpiarlo.
Tuvo un acceso de saliva y después escupió sangre. Entre toses murmuró que se llamaba Felipe y otras cosas que no entendí bien sobre unos españoles que eran vecinos suyos.
Alfredo me pidió la botella de ginebra. Cuando el hombre intentó sentarse, lo aguantaron. Se le refaló el cuchillo de la mano y quedó en el piso de tierra. Bebió un trago largo y enseguida se puso a escupir, apretándose el costado por donde sangraba.
Se escucharon los cascos de un caballo sobre la tierra dura. Salí afuera corriendo, derecho al ombú.
Y lo vi.
Montó, con lenta agilidad . Me observó desde allá arriba. Tiró de las riendas y el overo se detuvo, clavado en las patas. Luego, se sacó el pañuelo de la cabeza y se le desparramó el largo pelo negro; y ligeramente inclinado en la silla movió la mano y el pañuelo, saludándome.
Se quedó quieto un instante, como si no fuera a verlo bien nunca más. O para que yo lo viera como sería para siempre. Y luego tocó el caballo con los talones, apretando los flancos del overo rosado entre las botas, y se sumergió al galope en el rojo sangre de las nubes recostadas en el cielo pálido.
Recogí el sombrero de copa achatada, que había quedado entre las gordas raíces del ombú. Miré a lo lejos. Ya había desaparecido en el monte. Con el sombrero de Felipe en las manos volví a las casas. Yacía boca arriba, entre toses y escupidas, y sus ojos mansos no tenían brillo.
El padrino me mandó ir al pueblo: debía avisarle al comisario o al segundo.
Ensillé, en aquel largo crepúsculo. Y cabalgando hacia Minas, con el caballo resollando en la oscuridad, solo en la noche, al trote largo entre un mundo de estrellas a mi lado, pensaba en “El Clinudo”, y todo era tan real que parecía un sueño. Si nos encontrábamos allá abajo, en las sierras, o en las quebradas de los campos de Manduca, no le tendría miedo, no. Y si me invitaba, me iba con él; a medio galope los caballos, las crines largas y ondeantes, y el sol cubriéndonos de cobre la cara.
Nunca sabré qué oscuros motivos los llevaron a enfrentarse bajo el ombú. No creo que fuese un hombre completamente normal; ni sé tampoco qué emociones sentiría. Pero vislumbré que iba a pasarse la vida huyéndole al melancólico muerto.
Ruben Loza Aguerrebere.
A la memoria de Julio da Rosa.
Vivió matando y huyendo.
Vivió como si soñara.
J. L. Borges.
-Yo lo vi bajo la luz de un mágico hechizo. Si las pequeñas tragedias revelan los grandes temas, puedo decirles que aquel día quedó prisionero de su destino.
Estas enfáticas palabras pronunció mi abuelo Pancho, mientras hablaba de las andanzas de Alejandro Rodríguez, más conocido como “El Clinudo”, un matrero nacido en Minas (ahora departamento de Treinta y Tres) que asoló a finales del siglo pasado el territorio de cinco departamentos.
El día declinaba sobre la Plaza Libertad. Las farolas reinaban entre los árboles frondosos, altos y oscuros, y sentados una mesa del Café Oriental, junto al alargado ventanal abierto, mi amigo Enrique Beltrán y yo lo escuchábamos con atención.
Para justificar su relato, el relato de la primera muerte que debía aquel hombre, y que mi abuelo siendo niño había presenciado, detuvo en el aire el vaso de cerveza, teatralmente, y agregó:
-Aquello lo supe después del duelo, cuando recogí el sombrero aludo que había quedado entre las gordas raíces del ombú, mientras jinete y caballo ya eran una sola sombra en el horizonte.
Y luego contó.
Este es el relato que nos hizo, y que prefiero transcribir en primera persona.
***
Si el viento hubiera estado del oeste habría oído los cascos del caballo, pero había amainado y hacía frío. Yo estaba en el picadero juntando leña. Tenía doce años, y vivía con mi padrino, IgnacioFernández, y con su primo Alfredo. El padrino tenía una pulpería en Rincón del Gringo. Una casa baja y alargada al borde del camino, de paredes rosadas. Las ventanas y la puerta de dos hojas, estaban pintadas de verde, un verde casi azulado.
Me enderecé con los brazos cargados de leña, di vuelta por detrás del ombú, donde había colgado una paleta de oveja, y lo vi.
Entré lo más rápido que pude en la pulpería. Mi padrino y don Alfredo estaban en una mesa chica, jugando a la baraja.
-Hay un hombre afuera – avisé -, no sé de dónde vino.
Me ordenaron que llevara la leña a la cocina. Ellos se ocupaban, me dijeron. El padrino se arrimó a la ventana y Alfredo juntó las barajas. Por la puerta de atrás, mientras apilaba las astillas junto a la cocina, lo vi caminar despacio en el frío quieto de la tarde. Vi que iba vestido prolijamente de oscuro. Vi el cuchillo atravesado atrás, en el ancho cinto de plata, mientras caminaba despacio haccia el aljibe con el overo rosado de tiro. Vi la guitarra terciada en el recado.
El hombre volcó un balde de agua en el tronco hueco, para darle de beber al caballo; le soltó las riendas y le aflojó la cincha para dejarlo resollar. Él se quedó oteando el horizonte, como si hubiera llegado al fin de algo; miraba hacia atrás, donde la pálida luna tocaba el borde del cielo.
Volví al mostrador. Con la cabeza entre las manos miraba la desolada tarde y pensaba que el hombre del overo rosado estaba demorándose mucho. ¿Tocaría la guitarra para nosotros?. Pensaba en eso, cunado vi desmontar al del poncho negro, frente a la puerta de la pulpería. Ató el azulejo al palenque, se sacó el sombrero aludo y le sacudió el polvo golpeándolo contra la pierna derecha. Usaba el poncho medio levantado. Vino hacia nosotros moviéndose despacio, desconfiado.
Saludó a media voz y siguió hasta el mostrador; me pidió una ginebra. Con mano segura (una mano grande, nudosa) levantó el vaso sin derramar una gota; de un sorbo bebió la mitad. Dejó el vaso en el mostrador y se puso a armar un cigarro.
El mozo era joven; tenía el pelo medio rojizo; los ojos eran tranquilos, dulces.
Yo seguía mirando afuera mientras las sombras se acumulaban dentro de la pulpería. ¿Qué estaba pasando atrás del ombú?.
Diga – me preguntó, con el cigarro apagado en un costado de la boca – no vio por ahí a un hombre de pelo negro y largo, con las crines hasta por acá.
Y se tocó el hombro derecho. Miré al padrino, que estaba de boca cerrada, y alcé los hombros sin decir una sola palabra.
-Ah, entonces ese sabandija no anda lejos – murmuró el hombre, y terminó de un trago la ginebra.
Me preguntó si quería fumar. No. Después, sin mirarme, me pareció que decía mientras se apoyaba en el mostrador: “A lo mejor lo agarro esta tardecita nomás, vayauno a saber…”
-Así que no lo viste…
Antes de que pudiera abrir la boca, se dio vuelta, mirando hacia la puerta.
Luego, caminó lento hasta la mesa y preguntó si pensaban seguir jugando a la baraja.
-Sí, sí, contestó el padrino, pero el hombre del poncho negro ya no lo escuchaba, porque había visto algo por la ventana.
Regresó, pidió otra ginebra, y con ella en la mano fue hasta la mesa y le dijo algo al padrino. Vi que éste decía que sí con la cabeza, y luego me llamó y me dijo que le arrimara una silla al hombre.
La poca luz iba desparramándose por el piso de tierra, dibujando unas sombras raras entre las bolsas, y afuera las estrellas empezaban a formarse a lo lejos.
“Me van a perdonar”, dijo el hombre; lo dijo justo en el momento en que apoyé la lámpara sobre la mesa. Y se puso de pie. Me pareció altísimo, con aquella luminosidad que le daba de atrás. Caminó directamnete hacia la puerta; se detuvo un instante, como dudando; y salió al atardecer buscando el cuchillo bajo el poncho negro levantado.
El padrino me hizo sentar con un ademán. Alfredo siguió barajando. Que no moviera un dedo, me dijeron. Y nos quedamos esperando.
Las barajas se movían en las manos de Alfredo.
-¿Oíste? - preguntó el padrino.
-Sí – dijo Alfredo.
-Ya se vieron.
Nos llegaron restos de voces, gritos, imprecaciones; y después un largo silencio.
Por la puerta abierta seguían entrando las sombras.
Escuchamos unos pasos rápidos y cortos sobre las piedras, y desde la mesa donde estábamos vimos al hombre del poncho negro recortado en la puerta. Lo vimos de espalda, alto, sin el sombrero. Estiró un largo brazo hacia atrás, buscando apoyo en algo, y cayó largo al piso.
Mi padrino se agachó junto a él. El mango de plata del cuchillo relucía en la palma de la mano abierta; la hoja estaba limpia. Tosía, y se esforzaba por decir algo.
-Van a tener que avisar al padre de la Margarita o al comisario – dijo – Diganlé que fue el Clinudo. Yo lo andaba buscando pa limpiarlo.
Tuvo un acceso de saliva y después escupió sangre. Entre toses murmuró que se llamaba Felipe y otras cosas que no entendí bien sobre unos españoles que eran vecinos suyos.
Alfredo me pidió la botella de ginebra. Cuando el hombre intentó sentarse, lo aguantaron. Se le refaló el cuchillo de la mano y quedó en el piso de tierra. Bebió un trago largo y enseguida se puso a escupir, apretándose el costado por donde sangraba.
Se escucharon los cascos de un caballo sobre la tierra dura. Salí afuera corriendo, derecho al ombú.
Y lo vi.
Montó, con lenta agilidad . Me observó desde allá arriba. Tiró de las riendas y el overo se detuvo, clavado en las patas. Luego, se sacó el pañuelo de la cabeza y se le desparramó el largo pelo negro; y ligeramente inclinado en la silla movió la mano y el pañuelo, saludándome.
Se quedó quieto un instante, como si no fuera a verlo bien nunca más. O para que yo lo viera como sería para siempre. Y luego tocó el caballo con los talones, apretando los flancos del overo rosado entre las botas, y se sumergió al galope en el rojo sangre de las nubes recostadas en el cielo pálido.
Recogí el sombrero de copa achatada, que había quedado entre las gordas raíces del ombú. Miré a lo lejos. Ya había desaparecido en el monte. Con el sombrero de Felipe en las manos volví a las casas. Yacía boca arriba, entre toses y escupidas, y sus ojos mansos no tenían brillo.
El padrino me mandó ir al pueblo: debía avisarle al comisario o al segundo.
Ensillé, en aquel largo crepúsculo. Y cabalgando hacia Minas, con el caballo resollando en la oscuridad, solo en la noche, al trote largo entre un mundo de estrellas a mi lado, pensaba en “El Clinudo”, y todo era tan real que parecía un sueño. Si nos encontrábamos allá abajo, en las sierras, o en las quebradas de los campos de Manduca, no le tendría miedo, no. Y si me invitaba, me iba con él; a medio galope los caballos, las crines largas y ondeantes, y el sol cubriéndonos de cobre la cara.
Nunca sabré qué oscuros motivos los llevaron a enfrentarse bajo el ombú. No creo que fuese un hombre completamente normal; ni sé tampoco qué emociones sentiría. Pero vislumbré que iba a pasarse la vida huyéndole al melancólico muerto.
¿NOTICIAS DEPORTIVAS?
¿NOTICIAS DEPORTIVAS?
Un día, en un diario de provincia, se enfermó el redactor de deportes. Ese día se jugaba un importante partido de fútbol en el pueblo. El director encargó a otros redactores que asistieran al partido y escribieran la noticia.
El partido fue un desastre. El equipo del pueblo perdió por tres a cero y se retiró de la cancha. Los de la ciudad vecina quedaron como campeones. Estas fueron las crónicas de los diversos redactores le entregaron al director.
El encargado de noticias internacionales escribió:
“Un serio conflicto se ha desencadenado entre las ciudades de Río Bueno y La Unión con ocasión de un debate deportivo entre ambas ciudades. Las fuerzas de estos bandos se encontraban equiparadas, pero el arbitraje no se ajustó a las normas internacionales. Los ciudadanos riobueninos se vieron obligados a manifestar su disconformidad. Como no se pudo obtener una solución por vía diplomática, los representantes locales hicieron abandono de la reunión”.
El encargado de las noticias policiales escribió:
“A las 15:30 de la tarde de ayer se produjo un vandálico suceso en el recinto deportivo local. Antes de que pudieran intervenir las fuerzas del orden, elementos extraños al lugar procedieron a despojar de su calidad de invicto al equipo de Río Bueno, apoderándose injustamente de una copa que le pertenecía. Penetrando en territorio local contra la voluntad de sus dueños, los amigos de lo ajeno se introdujeron con un balón hasta el fondo de las redes, procediendo a saquear el prestigio de nuestro equipo. Los hechos fueron denunciados a la comisaría más cercana y se procedió a levantar el parte correspondiente”.
El encargado de la vida de la social escribió:
“A una encantadora reunión dio lugar ayer en el estadio deportivo, el encuentro final del campeonato de balompié regional. Asistió lo más selecto de la sociedad unionina y riobuenina. Las damas se destacaron por sus elegantes tenidas y por los artísticos peinados que lucieron. El equipo local vistió un hermoso uniforme compuesto de camiseta color amarillo, cruzada por una banda verde, pantalones negros y calcetines azules. El equipo unionino lució un uniforme de líneas más clásicas, vistiendo totalmente de lila. Se destacaron las tenidas de los arqueros que vistieron buzos deportivos, guantes especiales para la ocasión y coquetos gorritos con viseras para protegerse del sol”.
El director leyó las tres crónicas y ninguna le gustó. Entonces llamó al encargado de las informaciones económicas y le dijo que escribiera su versión del partido.
El reportero económico escribió:
“El equipo adversario despilfarra goles. Cifras abiertamente favorables a los locales se lograron en el partido de ayer. Sin ningún sentido de la economía actuó ayer el equipo de La Unión. Necesitando sólo un gol para vencer al equipo local y ganar el campeonato, fue incapaz de un ahorro sistemático de goles y procedió a anotar tres, lo que no le producirá ningún interés. Se trata de un claro desperdicio de capital. El equipo de Río Bueno, en cambio, con gran sentido de la cautela, procedió a no hacer inversiones, manteniendo intacta su capacidad de gol. Así llegará al inicio del campeonato del año próximo sin merma alguna de su capital golístico, lo cual ciertamente le permitirá titularse de campeón, ya que desde este momento ha podido colocar los goles que se guardó al más alto interés del mercado”.
-Tampoco me gusta este artículo – dijo el director - . Mejor no publico nada. Total, todo el mundo ya sabe que nos dieron una buena paliza.
En: “Comprensión de la lectura” 3
Alliende-Condemaría-Chadwick-Milicic.
Editorial Andrés Bello © 1991.
Un día, en un diario de provincia, se enfermó el redactor de deportes. Ese día se jugaba un importante partido de fútbol en el pueblo. El director encargó a otros redactores que asistieran al partido y escribieran la noticia.
El partido fue un desastre. El equipo del pueblo perdió por tres a cero y se retiró de la cancha. Los de la ciudad vecina quedaron como campeones. Estas fueron las crónicas de los diversos redactores le entregaron al director.
El encargado de noticias internacionales escribió:
“Un serio conflicto se ha desencadenado entre las ciudades de Río Bueno y La Unión con ocasión de un debate deportivo entre ambas ciudades. Las fuerzas de estos bandos se encontraban equiparadas, pero el arbitraje no se ajustó a las normas internacionales. Los ciudadanos riobueninos se vieron obligados a manifestar su disconformidad. Como no se pudo obtener una solución por vía diplomática, los representantes locales hicieron abandono de la reunión”.
El encargado de las noticias policiales escribió:
“A las 15:30 de la tarde de ayer se produjo un vandálico suceso en el recinto deportivo local. Antes de que pudieran intervenir las fuerzas del orden, elementos extraños al lugar procedieron a despojar de su calidad de invicto al equipo de Río Bueno, apoderándose injustamente de una copa que le pertenecía. Penetrando en territorio local contra la voluntad de sus dueños, los amigos de lo ajeno se introdujeron con un balón hasta el fondo de las redes, procediendo a saquear el prestigio de nuestro equipo. Los hechos fueron denunciados a la comisaría más cercana y se procedió a levantar el parte correspondiente”.
El encargado de la vida de la social escribió:
“A una encantadora reunión dio lugar ayer en el estadio deportivo, el encuentro final del campeonato de balompié regional. Asistió lo más selecto de la sociedad unionina y riobuenina. Las damas se destacaron por sus elegantes tenidas y por los artísticos peinados que lucieron. El equipo local vistió un hermoso uniforme compuesto de camiseta color amarillo, cruzada por una banda verde, pantalones negros y calcetines azules. El equipo unionino lució un uniforme de líneas más clásicas, vistiendo totalmente de lila. Se destacaron las tenidas de los arqueros que vistieron buzos deportivos, guantes especiales para la ocasión y coquetos gorritos con viseras para protegerse del sol”.
El director leyó las tres crónicas y ninguna le gustó. Entonces llamó al encargado de las informaciones económicas y le dijo que escribiera su versión del partido.
El reportero económico escribió:
“El equipo adversario despilfarra goles. Cifras abiertamente favorables a los locales se lograron en el partido de ayer. Sin ningún sentido de la economía actuó ayer el equipo de La Unión. Necesitando sólo un gol para vencer al equipo local y ganar el campeonato, fue incapaz de un ahorro sistemático de goles y procedió a anotar tres, lo que no le producirá ningún interés. Se trata de un claro desperdicio de capital. El equipo de Río Bueno, en cambio, con gran sentido de la cautela, procedió a no hacer inversiones, manteniendo intacta su capacidad de gol. Así llegará al inicio del campeonato del año próximo sin merma alguna de su capital golístico, lo cual ciertamente le permitirá titularse de campeón, ya que desde este momento ha podido colocar los goles que se guardó al más alto interés del mercado”.
-Tampoco me gusta este artículo – dijo el director - . Mejor no publico nada. Total, todo el mundo ya sabe que nos dieron una buena paliza.
En: “Comprensión de la lectura” 3
Alliende-Condemaría-Chadwick-Milicic.
Editorial Andrés Bello © 1991.
MUJERES DE OJOS GRANDES, Ángeles Mastretta.
MUJERES DE OJOS GRANDES, Ángeles Mastretta.
La tía Leonor tenía el ombligo más perfecto que se haya visto. Un pequeño punto hundido justo en la mitad de su vientre planísimo. Tenía una espalda pecosa y unas caderas redondas y firmes, como los jarros en que tomaba agua cuando niña. Tenía los hombros suavemente alzados, caminaba despacio, como sobre un alambre. Quienes las vieron cuentan que sus piernas eran largas y doradas, que el vello de su pubis era un mechón rojizo y altanero, que fue imposible mirarle la cintura sin desearla entera.
A los diecisiete años se casó con la cabeza y con un hombre que era justo lo que una cabeza elige para cursar la vida. Alberto Palacios, notario riguroso y rico, le llevaba quince años, treinta centímetros y una proporcional dosis de experiencia. Había sido largamente novio de varias mujeres aburridas que terminaron por aburrirse más cuando descubrieron que el proyecto matrimonial del licenciado era a largo plazo.
El destino hizo que tía Leonor entrara una tarde a la notaría, acompañando a su madre en el trámite de una herencia fácil que les resultaba complicadísima, porque el recién fallecido padre de la tía no había dejado que su mujer pensara ni media hora de vida. Todo hacía por ella menos ir al mercado y cocinar. Le contaba las noticias del periódico, le explicaba lo que debía pensar de ellas, le daba un gasto que siempre alcanzaba, no le pedía nunca cuentas y hasta cuando iban al cine le iba contando la película que ambos veían: “Te fijas, Luisita, este muchacho ya se enamoró de la señorita. Mira como se miran, ¿ves? Ya la quiere acariciar, ya la acaricia. Ahora le va a pedir matrimonio y al rato seguro la va a estar abandonando.”
Total que la pobre tía Luisita encontraba complicadísima y no sólo penosa la repentina pérdida del hombre ejemplar que fue siempre el papá de tía Leonor. Con esa pena y esa complicación entraron a la notaría en busca de ayuda. La encintraron tan solícita y eficaz que la tía Leonor, todavía de luto, se casó en año y medio con el notario Palacios.
Nunca fue tan fácil la vida como entonces. En el único trance difícil ella había seguido el consejo de su madre: cerrar los ojos y decir un avemaría. En realidad, varios avemarías, porque a veces su inmoderado marido podía tardar diez misterios del rosario en llegar a la serie de quejas y soplidos con que culminaba el circo que sin remedio iniciaba cuando por alguna razón, prevista o no, ponía la mano en la breve y suave cintura de Leonor.
Nada de todo lo que las mujeres debían desear antes de los veinticinco años le faltó a tía Leonor: sombreros, gasas, zapatos franceses, vajillas alemanas, anillo de brillantes, collar de perlas disparejas, aretes de coral, de turquesas, de filigrana. Todo, desde los calzones que bordaban las monjas trinitarias hasta una diadema como la de la princesa Margarita. Tuvo cuanto se le ocurrió, incluso la devoción de su marido que poco a poco empezó a darse cuenta que la vida sin esa precisa mujer sería intolerable.
Del circo cariñoso que el notario montaba por lo menos tres veces por semana, llegaron a la panza de la tía Leonor primero una niña y luego dos niños. De modo tan extraño como suceden en las películas, el cuerpo de la tía Leonor se infló y desinfló las tres veces sin perjuicio aparente. El notario hubiera querido levantar un acta dando fe de tal maravilla, pero se limitó a disfrutarla, ayudado por la diligencia cortés y apacible que los años y la curiosidad le habían regalado a su mujer. El circo mejoró tanto que ella dejó de tolerarlo con el rosario entre las manos y hasta llegó a agradecerlo, durmiéndose después de una sonrisa que le duraba todo el día.
No podía ser mejor la vida en esa familia. La gente hablaba siempre bien de ellos, eran una pareja modelo. Las mujeres no encontraban mejor ejemplo de bondad y compañía que la ofrecida por el licenciado Palacios a la dichosa Leonor, y cuando estaban más enojados los hombres evocaban la pacífica sonrisa de la señora Palacios mientras sus mujeres hilvanaban una letanía de lamentos.
Quizá todo hubiera seguido por el mismo camino si a la tía Leonor no se le ocurre comprar nísperos un domingo. Los domingos iba al mercado en lo que se le volvió un rito solitario y feliz. Primero lo recorría con la mirada, sin querer ver exactamente de cuál fruta salía cuál color, mezclando los puestos de jitomate con lo de limones. Caminaba sin detenerse hasta llegar donde una mujer inmensa, con cien años en la cara, iba moldeando unas gordas azules. Del comal recogía Leonorcita su gorda de requesón, le ponía con cautela un poco de salsa roja y la mordía despacio mientras hacía las compras.
Los nísperos son unas frutas pequeñas, de cáscara como terciopelo, intensamente amarilla. Unos agrios y otros dulces. Crecen envueltos en las mismas ramas de un árbol de hojas largas y oscuras. Muchas tardes, cuando era niña con trenzas y piernas de gato, la tía Leonor al níspero de casa de sus abuelos. Ahí se sentaba a comer de prisa. Tres agrios, un dulce, siete agrios, dos dulces, hasta que la búsqueda y la mezcla de sabores eran un juego delicioso. Estaba prohibido que las niñas subieran al árbol, pero Sergio, su primo, era un niño de ojos precoces, labios delgados y voz decidida que la inducía a inauditas y secretas aventuras. Subir al árbol era una de las fáciles.
Vio los nísperos en el mercado, y los encontró extraños, lejos del árbol pero sin dejarlo del todo, porque los nísperos se cortan con las ramas más delgadas todavía llenas de hojas.
Volvió a la casa con ellos, se los enseñó a sus hijos y lo sentó a comer, mientras ella contaba cómo eran fuertes las piernas de su abuelo y respingada la nariz de su abuela. Al poco rato, tenía en la boca un montón de huesos lúbricos y cáscaras aterciopeladas. Entonces, de golpe, le volvieron los diez años, las manos ávidas, el olvidado deseo de Sergio subido en el árbol, guiñándole un ojo.
Sólo hasta ese momento se dio cuenta de que algo le habían arrancado el día que le dijeron que los primos no pueden casarse entre sí, porque los castiga Dios con hijos que parecen borrachos. Ya no había podido volver a los días de antes. Las tardes de su felicidad estuvieron amortiguadas en adelante por esa nostalgia repentina, inconfesable.
Nadie se hubiera atrevido a pedir más: sumar a la redonda tranquilidad que le daban sus hijos echando barcos de papel bajo la lluvia, al cariño sin reticencias de su marido generoso y trabajador, la certidumbre en todo el cuerpo de que el primo que hacía temblar su perfecto ombligo no estaba prohibido, y ella se lo merecía por todas las razones y desde siempre. Nadie, más que la desaforada tía Leonor.
Una tarde lo encontró caminando por la de 5 de Mayo. Ella salía de la Iglesia de Santo Domingo con un niño en cada mano. Los había llevado a ofrecer flores como todas las tardes de ese mes: la niña con un vestido largo de encajes y organdí blanco, coronita de paja y enorme velo alborotado, Como una novia de cinco años. El niño, con un disfraz de acólito que avergonzaba sus siete años.
-Si no hubieras salido corriendo aquél sábado en casa de los abuelos este par sería mío – dijo Sergio, dándole un beso.
-Vivo con ese arrepentimiento – contestó la tía Leonor.
No esperaba esa respuesta uno de los solteros más codiciados de la ciudad. A los veintisiete años, recién llegado de España, donde se decía que aprendió las mejores técnicas para el cultivo de aceitunas, el primo Sergio era heredero de un rancho en Veracruz, de otro en San Martín y otro más cerca de Atzálan..
La tía Leonor notó el desconcierto en sus ojos, en la lengua con que se mojó un labio, y luego lo escuchó responder:
-Todo fuera como subirse otra vez al árbol.
La casa de la abuela quedaba en la 11 Sur, era enorme y llena de recovecos. Tenía un sótano con cinco puertas en que el abuelo pasó horas haciendo experimentos que a veces le tiznaban la cara y lo hacían olvidarse por un rato de los cuartos de abajo y llenarse de amigos con los que jugar al billar en el salón construido en la azotea.
La casa de la abuela tenía un desayunador que daba al jardín y al fresno, una cancha para jugar frontón que ellos usaron siempre para andar en patines, una sala color de rosa con un piano de cola y una exhausta marina nocturna, una recámara para el abuelo y otra para la abuela, y en los cuartos que fueron de los hijos varias salas de estar que iban llamándose como el color de sus paredes. La abuela, memoriosa y paralítica, se acomodó a pintar en el cuarto azul. Ahí la encontraron haciendo rayitas con un lápiz en los sobres de viejas invitaciones de boda que siempre le gustó guardar. Les ofreció un vino dulce, luego un qu8eso fresco y después unos chocolates rancios. Todo estaba igual en casa de la abuela. Lo único raro lo notó la viejita después de un rato:
-A ustedes dos, hace años que no los veía juntos.
-Desde que me dijiste que si los primos se casan tienen hijos idiotas – contestó la tía Leonor.
La abuela sonrió, empinada sobre el papel en el que delineaba una flor interminable, pétalos y pétalos encimados sin tregua.
-Desde que por poco y te matas al bajar del níspero – dijo Sergio.
-Ustedes eran buenos para cortar nísperos, ahora no encuentro quién.
-Nosotros seguimos siendo buenos – dijo la tía Leonor, inclinando su perfecta cintura.
Salieron del cuarto azul a punto de quitarse la ropa, bajaron al jardín como si los jalara un hechizo y volvieron tres horas después con la paz en el cuerpo y tres ramas de nísperos.
-Hemos perdido práctica – dijo la tía Leonor.
-Recupérenla, recupérenla, porque hay menos tiempo que vida – contestó la abuela con los huesos de níspero llenándole la boca.
La tía Leonor tenía el ombligo más perfecto que se haya visto. Un pequeño punto hundido justo en la mitad de su vientre planísimo. Tenía una espalda pecosa y unas caderas redondas y firmes, como los jarros en que tomaba agua cuando niña. Tenía los hombros suavemente alzados, caminaba despacio, como sobre un alambre. Quienes las vieron cuentan que sus piernas eran largas y doradas, que el vello de su pubis era un mechón rojizo y altanero, que fue imposible mirarle la cintura sin desearla entera.
A los diecisiete años se casó con la cabeza y con un hombre que era justo lo que una cabeza elige para cursar la vida. Alberto Palacios, notario riguroso y rico, le llevaba quince años, treinta centímetros y una proporcional dosis de experiencia. Había sido largamente novio de varias mujeres aburridas que terminaron por aburrirse más cuando descubrieron que el proyecto matrimonial del licenciado era a largo plazo.
El destino hizo que tía Leonor entrara una tarde a la notaría, acompañando a su madre en el trámite de una herencia fácil que les resultaba complicadísima, porque el recién fallecido padre de la tía no había dejado que su mujer pensara ni media hora de vida. Todo hacía por ella menos ir al mercado y cocinar. Le contaba las noticias del periódico, le explicaba lo que debía pensar de ellas, le daba un gasto que siempre alcanzaba, no le pedía nunca cuentas y hasta cuando iban al cine le iba contando la película que ambos veían: “Te fijas, Luisita, este muchacho ya se enamoró de la señorita. Mira como se miran, ¿ves? Ya la quiere acariciar, ya la acaricia. Ahora le va a pedir matrimonio y al rato seguro la va a estar abandonando.”
Total que la pobre tía Luisita encontraba complicadísima y no sólo penosa la repentina pérdida del hombre ejemplar que fue siempre el papá de tía Leonor. Con esa pena y esa complicación entraron a la notaría en busca de ayuda. La encintraron tan solícita y eficaz que la tía Leonor, todavía de luto, se casó en año y medio con el notario Palacios.
Nunca fue tan fácil la vida como entonces. En el único trance difícil ella había seguido el consejo de su madre: cerrar los ojos y decir un avemaría. En realidad, varios avemarías, porque a veces su inmoderado marido podía tardar diez misterios del rosario en llegar a la serie de quejas y soplidos con que culminaba el circo que sin remedio iniciaba cuando por alguna razón, prevista o no, ponía la mano en la breve y suave cintura de Leonor.
Nada de todo lo que las mujeres debían desear antes de los veinticinco años le faltó a tía Leonor: sombreros, gasas, zapatos franceses, vajillas alemanas, anillo de brillantes, collar de perlas disparejas, aretes de coral, de turquesas, de filigrana. Todo, desde los calzones que bordaban las monjas trinitarias hasta una diadema como la de la princesa Margarita. Tuvo cuanto se le ocurrió, incluso la devoción de su marido que poco a poco empezó a darse cuenta que la vida sin esa precisa mujer sería intolerable.
Del circo cariñoso que el notario montaba por lo menos tres veces por semana, llegaron a la panza de la tía Leonor primero una niña y luego dos niños. De modo tan extraño como suceden en las películas, el cuerpo de la tía Leonor se infló y desinfló las tres veces sin perjuicio aparente. El notario hubiera querido levantar un acta dando fe de tal maravilla, pero se limitó a disfrutarla, ayudado por la diligencia cortés y apacible que los años y la curiosidad le habían regalado a su mujer. El circo mejoró tanto que ella dejó de tolerarlo con el rosario entre las manos y hasta llegó a agradecerlo, durmiéndose después de una sonrisa que le duraba todo el día.
No podía ser mejor la vida en esa familia. La gente hablaba siempre bien de ellos, eran una pareja modelo. Las mujeres no encontraban mejor ejemplo de bondad y compañía que la ofrecida por el licenciado Palacios a la dichosa Leonor, y cuando estaban más enojados los hombres evocaban la pacífica sonrisa de la señora Palacios mientras sus mujeres hilvanaban una letanía de lamentos.
Quizá todo hubiera seguido por el mismo camino si a la tía Leonor no se le ocurre comprar nísperos un domingo. Los domingos iba al mercado en lo que se le volvió un rito solitario y feliz. Primero lo recorría con la mirada, sin querer ver exactamente de cuál fruta salía cuál color, mezclando los puestos de jitomate con lo de limones. Caminaba sin detenerse hasta llegar donde una mujer inmensa, con cien años en la cara, iba moldeando unas gordas azules. Del comal recogía Leonorcita su gorda de requesón, le ponía con cautela un poco de salsa roja y la mordía despacio mientras hacía las compras.
Los nísperos son unas frutas pequeñas, de cáscara como terciopelo, intensamente amarilla. Unos agrios y otros dulces. Crecen envueltos en las mismas ramas de un árbol de hojas largas y oscuras. Muchas tardes, cuando era niña con trenzas y piernas de gato, la tía Leonor al níspero de casa de sus abuelos. Ahí se sentaba a comer de prisa. Tres agrios, un dulce, siete agrios, dos dulces, hasta que la búsqueda y la mezcla de sabores eran un juego delicioso. Estaba prohibido que las niñas subieran al árbol, pero Sergio, su primo, era un niño de ojos precoces, labios delgados y voz decidida que la inducía a inauditas y secretas aventuras. Subir al árbol era una de las fáciles.
Vio los nísperos en el mercado, y los encontró extraños, lejos del árbol pero sin dejarlo del todo, porque los nísperos se cortan con las ramas más delgadas todavía llenas de hojas.
Volvió a la casa con ellos, se los enseñó a sus hijos y lo sentó a comer, mientras ella contaba cómo eran fuertes las piernas de su abuelo y respingada la nariz de su abuela. Al poco rato, tenía en la boca un montón de huesos lúbricos y cáscaras aterciopeladas. Entonces, de golpe, le volvieron los diez años, las manos ávidas, el olvidado deseo de Sergio subido en el árbol, guiñándole un ojo.
Sólo hasta ese momento se dio cuenta de que algo le habían arrancado el día que le dijeron que los primos no pueden casarse entre sí, porque los castiga Dios con hijos que parecen borrachos. Ya no había podido volver a los días de antes. Las tardes de su felicidad estuvieron amortiguadas en adelante por esa nostalgia repentina, inconfesable.
Nadie se hubiera atrevido a pedir más: sumar a la redonda tranquilidad que le daban sus hijos echando barcos de papel bajo la lluvia, al cariño sin reticencias de su marido generoso y trabajador, la certidumbre en todo el cuerpo de que el primo que hacía temblar su perfecto ombligo no estaba prohibido, y ella se lo merecía por todas las razones y desde siempre. Nadie, más que la desaforada tía Leonor.
Una tarde lo encontró caminando por la de 5 de Mayo. Ella salía de la Iglesia de Santo Domingo con un niño en cada mano. Los había llevado a ofrecer flores como todas las tardes de ese mes: la niña con un vestido largo de encajes y organdí blanco, coronita de paja y enorme velo alborotado, Como una novia de cinco años. El niño, con un disfraz de acólito que avergonzaba sus siete años.
-Si no hubieras salido corriendo aquél sábado en casa de los abuelos este par sería mío – dijo Sergio, dándole un beso.
-Vivo con ese arrepentimiento – contestó la tía Leonor.
No esperaba esa respuesta uno de los solteros más codiciados de la ciudad. A los veintisiete años, recién llegado de España, donde se decía que aprendió las mejores técnicas para el cultivo de aceitunas, el primo Sergio era heredero de un rancho en Veracruz, de otro en San Martín y otro más cerca de Atzálan..
La tía Leonor notó el desconcierto en sus ojos, en la lengua con que se mojó un labio, y luego lo escuchó responder:
-Todo fuera como subirse otra vez al árbol.
La casa de la abuela quedaba en la 11 Sur, era enorme y llena de recovecos. Tenía un sótano con cinco puertas en que el abuelo pasó horas haciendo experimentos que a veces le tiznaban la cara y lo hacían olvidarse por un rato de los cuartos de abajo y llenarse de amigos con los que jugar al billar en el salón construido en la azotea.
La casa de la abuela tenía un desayunador que daba al jardín y al fresno, una cancha para jugar frontón que ellos usaron siempre para andar en patines, una sala color de rosa con un piano de cola y una exhausta marina nocturna, una recámara para el abuelo y otra para la abuela, y en los cuartos que fueron de los hijos varias salas de estar que iban llamándose como el color de sus paredes. La abuela, memoriosa y paralítica, se acomodó a pintar en el cuarto azul. Ahí la encontraron haciendo rayitas con un lápiz en los sobres de viejas invitaciones de boda que siempre le gustó guardar. Les ofreció un vino dulce, luego un qu8eso fresco y después unos chocolates rancios. Todo estaba igual en casa de la abuela. Lo único raro lo notó la viejita después de un rato:
-A ustedes dos, hace años que no los veía juntos.
-Desde que me dijiste que si los primos se casan tienen hijos idiotas – contestó la tía Leonor.
La abuela sonrió, empinada sobre el papel en el que delineaba una flor interminable, pétalos y pétalos encimados sin tregua.
-Desde que por poco y te matas al bajar del níspero – dijo Sergio.
-Ustedes eran buenos para cortar nísperos, ahora no encuentro quién.
-Nosotros seguimos siendo buenos – dijo la tía Leonor, inclinando su perfecta cintura.
Salieron del cuarto azul a punto de quitarse la ropa, bajaron al jardín como si los jalara un hechizo y volvieron tres horas después con la paz en el cuerpo y tres ramas de nísperos.
-Hemos perdido práctica – dijo la tía Leonor.
-Recupérenla, recupérenla, porque hay menos tiempo que vida – contestó la abuela con los huesos de níspero llenándole la boca.
Los zapatos, Carlos Maggi
LOS ZAPATOS.
Estábamos a veinte cuadras de casa, mirando una vidriera, y mi mujer dijo:
-Estoy de tacos, Fabián, no puedo seguir caminando, ¿falta mucho?
-Tomamos un taxi-, propuse.
-Un taxi es tirar el dinero.
-Bueno, un ómnibus.
-No voy a cambiar una incomodidad localizada por una incomodidad general
-Entonces, es evidente- dije la palabra con toda intención- lo mejor es tomar un taxi.
-Lo mejor suele no ser completamente bueno –dijo ella- y viajar de ese modo es derrochar. Basta comparar esa mala inversión con cualquier otra más sensata. Por ejemplo, en nuestro caso, entramos en una zapatería –justamente estábamos parados frente a una vidriera llena de zapatos- y me compro mocasines. ¡Esos! – y señaló radiante- Claro –agregó con toda razón- a primera vista cuestan cuatro veces más de lo que costaría un taxi.
-Evidente- repetí yo con una sonrisa de triunfo.
-¡Pero querido! –siguió ella- para ver el sofismo de ese razonamiento basta con pensar que durante una semana hacemos todas las tardes este mismo paseo. Ahorraríamos tres veces más de lo que sale un viaje en taxi y por si fuera poco habríamos ganado un lindo par de zapatos.
Yo no terminé de entender, pero en la duda entramos y se compró los mocasines, mientras yo comprobaba la exactitud de su razonamiento; para una semana: viajes en taxi (siete, a $15 cada uno) $105; mocasines: $60. Ganancias: $45; más el valor de los zapatos. Le propuse comprar un par todos los lunes y con el producido pagar la cuota del televisor.
Carlos Maggi. “Cuentos del humoramor” Ed. Arca, 1967.
Estábamos a veinte cuadras de casa, mirando una vidriera, y mi mujer dijo:
-Estoy de tacos, Fabián, no puedo seguir caminando, ¿falta mucho?
-Tomamos un taxi-, propuse.
-Un taxi es tirar el dinero.
-Bueno, un ómnibus.
-No voy a cambiar una incomodidad localizada por una incomodidad general
-Entonces, es evidente- dije la palabra con toda intención- lo mejor es tomar un taxi.
-Lo mejor suele no ser completamente bueno –dijo ella- y viajar de ese modo es derrochar. Basta comparar esa mala inversión con cualquier otra más sensata. Por ejemplo, en nuestro caso, entramos en una zapatería –justamente estábamos parados frente a una vidriera llena de zapatos- y me compro mocasines. ¡Esos! – y señaló radiante- Claro –agregó con toda razón- a primera vista cuestan cuatro veces más de lo que costaría un taxi.
-Evidente- repetí yo con una sonrisa de triunfo.
-¡Pero querido! –siguió ella- para ver el sofismo de ese razonamiento basta con pensar que durante una semana hacemos todas las tardes este mismo paseo. Ahorraríamos tres veces más de lo que sale un viaje en taxi y por si fuera poco habríamos ganado un lindo par de zapatos.
Yo no terminé de entender, pero en la duda entramos y se compró los mocasines, mientras yo comprobaba la exactitud de su razonamiento; para una semana: viajes en taxi (siete, a $15 cada uno) $105; mocasines: $60. Ganancias: $45; más el valor de los zapatos. Le propuse comprar un par todos los lunes y con el producido pagar la cuota del televisor.
Carlos Maggi. “Cuentos del humoramor” Ed. Arca, 1967.
LA LEYENDA DE LA SALAMANCA
LA LEYENDA DE LA SALAMANCA
.La luna llena apareció roja y lúgubre. Los perros de la estancia ladraban como presagiando una muerte.
Una lechuza chistó para llamar la atención de los grillos y la crucera se enroscó en el centro mismo del círculo que en el cielo de la tarde habían trazado los caranchos.
En la estancia, el capataz deliraba por una fiebre misteriosa y repentina. Una hora antes se había jactado de los golpes que le había propinado a un muchachito aindiado del rancherío contiguo, un adolescente que había sido sorprendido robando una oveja. Ahora, el capataz parecía –inexplicablemente- al borde de la muerte.
Desde la estancia se divisaba el inconfundible contorno del Cerro de Arequita, pero no se oían los lamentos y susurros que aquella noche poblaban el monte de ombúes de su ladera. Menos aún se podía advertir desde allí la pálida lumbre, reflejo de un fogón interior, que salía por la grieta que anunciaba la entrada a la cueva.
La cueva, una grieta inmensa y oscura, siempre está custodiada por los murciélagos vampiros.
Adentro de la gruta tres ancianas charrúas se repartían el trabajo: una curaba al muchachito brutalmente castigado por el capataz, con rezos y emplastos vegetales; las otras dos armaban un muñeco de trapo y lo elevaban con sus brazos hacia el techo, hacia donde está la eterna gotera del agua.
Al levantar el muñeco algo pasó fuera de la gruta. Un relámpago bajó por las nubes negruzcas que ocultaban la roja Luna; se iluminaron espectralmente los corrales de piedra más antiguos, que son indios de origen. Los largos muros de piedra prolongaron el relámpago en toda su blanquecina extensión, hacia los lejanos túmulos cónicos del antiguo ritual.
En la estancia la mujer y los peones rodeaban el catre donde yacía el capataz. La pequeña ventana se abrió bruscamente y todos fueron inundados por la espectral luz del relámpago. El cuerpo del enfermo se estremeció y de su garganta salió un gemido casi animal.
En la gruta una de las ancianas amarró con un meneador las piernas del muñeco.
En la estancia el capataz se agitaba en convulsiones, golpeaba el aire con sus piernas, pero ya no lograba separar una de la otra.
En la gruta, la segunda anciana vendó los ojos del muñeco.
En la estancia, el capataz abrió los desmesuradamente los ojos y gritó que ya no veía, que estaba ciego.
En la gruta, la tercera anciana levantó una astilla del árbol de la aruera, apuntó hacia el muñeco y antes de atravesarla con ella interrogó con los ojos al muchacho herido. Este dijo que no con la cabeza, y entonces la anciana que tenía la astilla con la punta a pocos milímetros del vientre del muñeco, la separó y la quemó con el fuego de la antorcha, dejando caer al muñeco con desprecio.
En la estancia el capataz cayó de la cama y se puso a llorar como un niño.
La mujer del capataz, que rezaba a una imagen de San Jorge, tuvo entonces una visión: vio la serena cabecita del muchacho herido dentro de la gruta, negando con resolución, y le dio las graEn la gruta las ancianas juntaron las hojas de ruda, el ojo de sapo, el ala de carancho, los huevos de culebra mora, las arañas y las hierbas que crecen entre las tumbas de las ánimas más atormentadas, allá por el panteón abandonado. Guardaron todo cuidadosamente, porque el arma de la memoria, que es sobre todo amor, a veces también necesita garras protectoras.
Gonzalo Abella, “Mitos, leyendas y tradiciones de la Banda Oriental”.
.La luna llena apareció roja y lúgubre. Los perros de la estancia ladraban como presagiando una muerte.
Una lechuza chistó para llamar la atención de los grillos y la crucera se enroscó en el centro mismo del círculo que en el cielo de la tarde habían trazado los caranchos.
En la estancia, el capataz deliraba por una fiebre misteriosa y repentina. Una hora antes se había jactado de los golpes que le había propinado a un muchachito aindiado del rancherío contiguo, un adolescente que había sido sorprendido robando una oveja. Ahora, el capataz parecía –inexplicablemente- al borde de la muerte.
Desde la estancia se divisaba el inconfundible contorno del Cerro de Arequita, pero no se oían los lamentos y susurros que aquella noche poblaban el monte de ombúes de su ladera. Menos aún se podía advertir desde allí la pálida lumbre, reflejo de un fogón interior, que salía por la grieta que anunciaba la entrada a la cueva.
La cueva, una grieta inmensa y oscura, siempre está custodiada por los murciélagos vampiros.
Adentro de la gruta tres ancianas charrúas se repartían el trabajo: una curaba al muchachito brutalmente castigado por el capataz, con rezos y emplastos vegetales; las otras dos armaban un muñeco de trapo y lo elevaban con sus brazos hacia el techo, hacia donde está la eterna gotera del agua.
Al levantar el muñeco algo pasó fuera de la gruta. Un relámpago bajó por las nubes negruzcas que ocultaban la roja Luna; se iluminaron espectralmente los corrales de piedra más antiguos, que son indios de origen. Los largos muros de piedra prolongaron el relámpago en toda su blanquecina extensión, hacia los lejanos túmulos cónicos del antiguo ritual.
En la estancia la mujer y los peones rodeaban el catre donde yacía el capataz. La pequeña ventana se abrió bruscamente y todos fueron inundados por la espectral luz del relámpago. El cuerpo del enfermo se estremeció y de su garganta salió un gemido casi animal.
En la gruta una de las ancianas amarró con un meneador las piernas del muñeco.
En la estancia el capataz se agitaba en convulsiones, golpeaba el aire con sus piernas, pero ya no lograba separar una de la otra.
En la gruta, la segunda anciana vendó los ojos del muñeco.
En la estancia, el capataz abrió los desmesuradamente los ojos y gritó que ya no veía, que estaba ciego.
En la gruta, la tercera anciana levantó una astilla del árbol de la aruera, apuntó hacia el muñeco y antes de atravesarla con ella interrogó con los ojos al muchacho herido. Este dijo que no con la cabeza, y entonces la anciana que tenía la astilla con la punta a pocos milímetros del vientre del muñeco, la separó y la quemó con el fuego de la antorcha, dejando caer al muñeco con desprecio.
En la estancia el capataz cayó de la cama y se puso a llorar como un niño.
La mujer del capataz, que rezaba a una imagen de San Jorge, tuvo entonces una visión: vio la serena cabecita del muchacho herido dentro de la gruta, negando con resolución, y le dio las graEn la gruta las ancianas juntaron las hojas de ruda, el ojo de sapo, el ala de carancho, los huevos de culebra mora, las arañas y las hierbas que crecen entre las tumbas de las ánimas más atormentadas, allá por el panteón abandonado. Guardaron todo cuidadosamente, porque el arma de la memoria, que es sobre todo amor, a veces también necesita garras protectoras.
Gonzalo Abella, “Mitos, leyendas y tradiciones de la Banda Oriental”.
La cuenta de los cangrejos, Ema Wolf.
La cuenta de los cangrejos.
Si van a un lugar donde hay muchos cangrejos, hagan así:
Separen los cangrejos grandes de los cangrejos chicos.
Después tomen los cangrejos chicos y separen los pelirrojos de los que tengan ojos azules y de los que estén engripados.
Luego tomen los cangrejos grandes y dividan los altos por los bajitos.
Después tomen los cangrejos de ojos azules y súmenles todos los cangrejos que usen peluca.
Cuenten los que estén engripados y réstenles los cangrejos que puedan pararse en puntas de pie.
Por fin, multipliquen los cangrejos bajitos por los que sepan tomar la sopa con cuchara.
No se equivoquen, por favor.
El resultado tiene que dar 4.
Ema Wolf, en: “Los imposibles”.
Si van a un lugar donde hay muchos cangrejos, hagan así:
Separen los cangrejos grandes de los cangrejos chicos.
Después tomen los cangrejos chicos y separen los pelirrojos de los que tengan ojos azules y de los que estén engripados.
Luego tomen los cangrejos grandes y dividan los altos por los bajitos.
Después tomen los cangrejos de ojos azules y súmenles todos los cangrejos que usen peluca.
Cuenten los que estén engripados y réstenles los cangrejos que puedan pararse en puntas de pie.
Por fin, multipliquen los cangrejos bajitos por los que sepan tomar la sopa con cuchara.
No se equivoquen, por favor.
El resultado tiene que dar 4.
Ema Wolf, en: “Los imposibles”.
Primera luna, E. Mendina.
Primera Luna
Elaine Mendina
Juliana removió el rescoldo en el primitivo fogón hecho con piedras, echándole aire con un viejo sombrero de paja del que sólo restaban las alas.
Lagrimeando por el humo, rezongaba insultos mientras cuidaba el caminito abierto entre el chircal, por donde esperaba ver aparecer su nieta. Probó con una cuchara el jarro de café hervido, escupiendo a continuación el líquido amargo.
- Porcaría...
Dejó el jarro en la mesa destartalada. Espantó dos gallinas, que se fueron cloqueando patio afuera, mientras repartía rezongos entre las gallinas, el café amargo y la nieta que demoraba, cuando la avistó por el senderito retorcido.
De lejos vio que no traía nada en la bolsita de plástico que llevaba en la mano, y esto redobló sus murmullos.
Joana venía saltando con ese saltito característico de niña. Por donde el pasto agostado y corto formaba una superficie casi plana. Cuando llegó al pedregal afilado de junto ala casa, dejó de saltar, preparándose para enfrentar a la abuela.
Joana tenía doce años. Era zanquilarga y fina, de miembros delgados y larguísimos. Blanca pecosa, el sol no conseguía oscurecer la piel lechosa. La boca grande y carnosa reía con facilidad, con una risa no siempre justificada, lo que unido a un marcado infantilismo en su habla y sus maneras, hacía sospechar en ella un cierto grado de retardo mental. Su única belleza eran los ojos, grandes y verdes, moteados de amarillo y rodeados de largas pestañas negras. El pelo también negro y liso, cortado como el de un hombre para facilitar el control de los piojos, podría hacerla pasar por varón, si no fuera por las curvas incipientes, recién nacidas, redondeando el algodón de la blusita de la blusita desteñida adherida al pecho y el pantalón corto hecho de un vaquero viejo con las perneras recortadas.
La abuela le gritó de lejos, preguntando por el azúcar encargado.
-Dice don Artave que no puede fiarle más. Hasta que le pague lo que le debe.
La respuesta, curiosamente, acalló a Juliana. Lo que esperaba hacía tiempo, había sucedido. Con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, miró a su alrededor, y detuvo finalmente la vista en el jarro de café sin azúcar.
Joana, enhorquetada en un gajo de árbol cercano a la casa, mordisqueaba algo. La abuela prestó atención.
-¿Qué é, Jo?
La niña mostró un rectángulo castaño, mordisqueado en una punta.
-Rapadura. Me dio don Arteave.
La vieja alargó la mano:
-Me dá.
Joana le dio el último mordisco trabajoso al dulce azucarado y duro, y lo entregó. La abuela entró a la casa y se puso a molerlo con el cabo de un cuchillo, recogiendo en un trozo de papel el polvillo y las migajas resultantes.
Después lo echó al jarro de café y lo revolvió. Vertió parte del líquido en otro jarrito que descolgó de un clavo de la pared, tomó un plato de hojalata con unas cuantas galletas y llamó a la nieta.
La vieja y la niña comían a la sombra del rancho, sentadas en sus taburetes con el jarro de café entre las rodillas. Remojaban en él trozos de galleta reseca, hasta que se ablandaba.
Comían en silencio, sumidas ambas en sus preocupaciones. Las de Jo consistían en barajar la posibilidad de que su abuela le prestara el banco largo para jugar al almacenero.
Las de Juliana se vieron interrumpidas por el ruido de un carro y un caballo que se aproximaban. La niña, sin soltar su café, rodeó la casa y anunció:
-Es don Artave, “vo” Juliana.
La vieja dejó de comer, limpiando nerviosamente las migajas caídas en la falda del vestido.
Un sulky bien cuidado, tirado por una yegüita baya, entró por el frente del rancho levantando tierra y espantando las dos únicas gallinas. El vasco Arteave echó pie a tierra, dejando carro y caballo bajo la sombra de un higuerón.
Caminó hacia las dos figuras que lo aguardaban de pie, estiró la mano a la vieja al llegar cerca.
-Buenas tardes.
Dio a Jo “la bendición”, apoyando la mano en la cabecita pelinegra. Cumplido el ritual, la niña escapó para volver a la casa, y aprovechando que la abuela estaría entretenida, sacó el banco para jugar. La vieja ofreció al hombre uno de los taburetes.
-Sente.
El visitante se sentó con justificada cautela, pues el asiento no parecía capaz de contener sus noventa kilos metidos en un cuerpo achaparrado y fofo, de triple papada rojiza y un desaseo personal que la ropa relativamente costosa no conseguía disimular. Juliana, con las manos cruzadas en la falda, lo miraba en silencio. El hombre abordó la cuestión:
-Vine por el asunto de su cuentita, doña Juliana... usté sabe como son estas cosas...
-Sei.
Las palabras de la mujer caían como piedras en el agua: bruscas, cortadas, formando círculos concéntricos en las lagunas de silencio que las seguían.
Podría explicar, dar razones. Después de la muerte del único hijo que retuvo al lado, tiempo de relativa holgura, aún sobrevivió con cierto decoro, en el puesto donde el muchacho trabajara. Plantaba, criaba animales, lavaba ropa ajena. Era sola con Jo. Pero cuando tomaron al puestero nuevo y tuvo que irse a su actual vivienda, las cosas se pusieron duras. ¿Dónde plantar, criar, en aquel retazo rocoso agrietado de seco y sin aguada cerca? Los lavados se dificultaron, el arroyo quedaba lejos y una hernia nunca operada dificultaba seriamente sus movimientos.
Para que hablar. Todos sabían eso. Don Arteave también. Juliana nunca había llorado penas, ni aún para comer. Era el capital que le quedaba, el orgullo. Y era por naturaleza poca prosa. Que diablos quería, se preguntaba Juliana. Sabía perfectamente que ella no podía pagar. Pero el almacenero tenía otras ideas:
-Yo pensé, doña Juliana... cosas de viejo, usté sabe...
Se removió inquieto, haciendo peligrar la estabilidad del taburete.
-... bueno, ando precisando quién me dé una manito en el almacén. Usté sabe, ordenar cosas, barrer, lavar algún trapito... uno es solo y no da abasto, ¿m’entiende...?
Se calló, como si no supiera como seguir. Hubo un largo silencio incómodo.
Al fin, tomando aire como quien se va a tirar al agua, soltó:
-... y entonces pensé en la gurisa.
Con el gesto, señalaba a Joana, que jugaba acuclillada en la tierra, encargando alternativamente a la cliente y al vendedor. Hileras y montoncitos de piedras, huesecillos y frutas de tutiá eran la mercancía.
Juliana se quedó de una sola pieza.
-¿A Jo?
El hombre carraspeaba incómodo, sin saber como seguir. Pero no hacía falta. Juliana era mujer, vieja y pobre. Y eso es mucha escuela. La piel blanca de Jo relumbraba a través de un desgarrón reciente hecho en un clavo salido, junto al nacimiento de la pierna. Los ojos del almacenero recorrían furtivamente el cuerpo largo empezado a madurar. La abuela habló con voz seca:
-Vá la dentro.
Miró largamente con ojos duros y vacíos el hueco de la puerta por donde había desaparecido la niña, y luego al hombre enrojecido y resoplante. Bruscamente puso las cartas boca arriba.
-Inda nâo tem a lúa.
La franqueza brutal de la vieja pareció aliviar la tensión del hombre: ahora podía hablar claro, sin perderse en eufemismos. Levantándose, le tendió la mano mientras daba por cerrado el trato.
-Yo espero.
Oyendo a la visita irse, Joana salió al patio, pero algo en la expresión de la abuela le avisó que no era prudente volver al juego. Juliana la miraba como si no la viese, o como si viera a través de ella. Larga y fina, parada en una sola pierna como una grulla, pidiendo con los ojos permiso para volver a jugar... Esos ojos, Dios mío.
De pronto eran otros así, verdes, idénticos, los que la miraban. Los ojos del hijo, diez años atrás. El muchacho con los brazos llenos de tubos, con la vida yéndose, por la herida de una cornada. Los ojos verdes desorbitados de dolor, mirando a Joana que entonces tenía dos años y dormía sobre el hombro de la abuela, el pedido:
-Tome conta dela, manhe.
Y la promesa lacónica, sin desbordes, que ella hiciera:
-Deixa conmigo.
Jo desvió los ojos y Juliana volvió a ver la realidad que la circundaba; la blusa deshilachándose sobre los senos incipientes, pequeños y duros como frutas aún verdes. Ordenó sin entonación:
-Ajunta os trapos e te calza. Vai trabalhar no armazém.
La siguió mientras la niña se levantaba sin comentarios, limpiando la tierra del trasero del pantalón, y se dirigía a la caja de cartón donde guardaba su ropa. La historia de su miseria fue surgiendo de la caja y apilándose dobladita sobre una gastada toalla extendida en el catre. Un pantalón remendado, dos suéteres demasiado grandes, evidentemente heredados de alguien; un desteñido vestido de lunares rojos, dos camisitas, una con el hombro desgarrado. Tres o cuatro bombachitas con las mallas corridas.
Jo tomó el atado y después de sacudir la tierra de los pies con la mano, se calzó las chinelas. Se encaminó a despedirse de la abuela, pero Juliana le había dado la espalda y caminaba con paso rápido rumbo al monte.
Cuando volvió, oscurecía. Se quedó parada frente al rancho vacío, mirando las latitas de piedras y frutas silvestres con que Joana había estado jugando.
Distraídamente tomo una latita.
Recostada en la pared de terrón, pensó en voz alta, mirando el campo desierto:
-Ninguém tem culpa, naô...
Hablaba para sí. O a la memoria del hijo, o a la nieta ausente. O al responsable de aquel estado de cosas que sólo podía sufrir y aceptar. No sabía... Y no importaba, ya.
Sin darse cuenta, estrechó la latita contra el pecho consumido.
------------------------------
La autora nace en Artigas en 1956. Es Maestra y Profesora egresada de I.P.A., en Literatura. Ha publicado: Ibrahim y los otros; El otro circo; (ambos volúmenes de cuentos), y la novela: El pueblo blanco.
“Aún no tiene las lunas”: es impúber.
Elaine Mendina
Juliana removió el rescoldo en el primitivo fogón hecho con piedras, echándole aire con un viejo sombrero de paja del que sólo restaban las alas.
Lagrimeando por el humo, rezongaba insultos mientras cuidaba el caminito abierto entre el chircal, por donde esperaba ver aparecer su nieta. Probó con una cuchara el jarro de café hervido, escupiendo a continuación el líquido amargo.
- Porcaría...
Dejó el jarro en la mesa destartalada. Espantó dos gallinas, que se fueron cloqueando patio afuera, mientras repartía rezongos entre las gallinas, el café amargo y la nieta que demoraba, cuando la avistó por el senderito retorcido.
De lejos vio que no traía nada en la bolsita de plástico que llevaba en la mano, y esto redobló sus murmullos.
Joana venía saltando con ese saltito característico de niña. Por donde el pasto agostado y corto formaba una superficie casi plana. Cuando llegó al pedregal afilado de junto ala casa, dejó de saltar, preparándose para enfrentar a la abuela.
Joana tenía doce años. Era zanquilarga y fina, de miembros delgados y larguísimos. Blanca pecosa, el sol no conseguía oscurecer la piel lechosa. La boca grande y carnosa reía con facilidad, con una risa no siempre justificada, lo que unido a un marcado infantilismo en su habla y sus maneras, hacía sospechar en ella un cierto grado de retardo mental. Su única belleza eran los ojos, grandes y verdes, moteados de amarillo y rodeados de largas pestañas negras. El pelo también negro y liso, cortado como el de un hombre para facilitar el control de los piojos, podría hacerla pasar por varón, si no fuera por las curvas incipientes, recién nacidas, redondeando el algodón de la blusita de la blusita desteñida adherida al pecho y el pantalón corto hecho de un vaquero viejo con las perneras recortadas.
La abuela le gritó de lejos, preguntando por el azúcar encargado.
-Dice don Artave que no puede fiarle más. Hasta que le pague lo que le debe.
La respuesta, curiosamente, acalló a Juliana. Lo que esperaba hacía tiempo, había sucedido. Con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, miró a su alrededor, y detuvo finalmente la vista en el jarro de café sin azúcar.
Joana, enhorquetada en un gajo de árbol cercano a la casa, mordisqueaba algo. La abuela prestó atención.
-¿Qué é, Jo?
La niña mostró un rectángulo castaño, mordisqueado en una punta.
-Rapadura. Me dio don Arteave.
La vieja alargó la mano:
-Me dá.
Joana le dio el último mordisco trabajoso al dulce azucarado y duro, y lo entregó. La abuela entró a la casa y se puso a molerlo con el cabo de un cuchillo, recogiendo en un trozo de papel el polvillo y las migajas resultantes.
Después lo echó al jarro de café y lo revolvió. Vertió parte del líquido en otro jarrito que descolgó de un clavo de la pared, tomó un plato de hojalata con unas cuantas galletas y llamó a la nieta.
La vieja y la niña comían a la sombra del rancho, sentadas en sus taburetes con el jarro de café entre las rodillas. Remojaban en él trozos de galleta reseca, hasta que se ablandaba.
Comían en silencio, sumidas ambas en sus preocupaciones. Las de Jo consistían en barajar la posibilidad de que su abuela le prestara el banco largo para jugar al almacenero.
Las de Juliana se vieron interrumpidas por el ruido de un carro y un caballo que se aproximaban. La niña, sin soltar su café, rodeó la casa y anunció:
-Es don Artave, “vo” Juliana.
La vieja dejó de comer, limpiando nerviosamente las migajas caídas en la falda del vestido.
Un sulky bien cuidado, tirado por una yegüita baya, entró por el frente del rancho levantando tierra y espantando las dos únicas gallinas. El vasco Arteave echó pie a tierra, dejando carro y caballo bajo la sombra de un higuerón.
Caminó hacia las dos figuras que lo aguardaban de pie, estiró la mano a la vieja al llegar cerca.
-Buenas tardes.
Dio a Jo “la bendición”, apoyando la mano en la cabecita pelinegra. Cumplido el ritual, la niña escapó para volver a la casa, y aprovechando que la abuela estaría entretenida, sacó el banco para jugar. La vieja ofreció al hombre uno de los taburetes.
-Sente.
El visitante se sentó con justificada cautela, pues el asiento no parecía capaz de contener sus noventa kilos metidos en un cuerpo achaparrado y fofo, de triple papada rojiza y un desaseo personal que la ropa relativamente costosa no conseguía disimular. Juliana, con las manos cruzadas en la falda, lo miraba en silencio. El hombre abordó la cuestión:
-Vine por el asunto de su cuentita, doña Juliana... usté sabe como son estas cosas...
-Sei.
Las palabras de la mujer caían como piedras en el agua: bruscas, cortadas, formando círculos concéntricos en las lagunas de silencio que las seguían.
Podría explicar, dar razones. Después de la muerte del único hijo que retuvo al lado, tiempo de relativa holgura, aún sobrevivió con cierto decoro, en el puesto donde el muchacho trabajara. Plantaba, criaba animales, lavaba ropa ajena. Era sola con Jo. Pero cuando tomaron al puestero nuevo y tuvo que irse a su actual vivienda, las cosas se pusieron duras. ¿Dónde plantar, criar, en aquel retazo rocoso agrietado de seco y sin aguada cerca? Los lavados se dificultaron, el arroyo quedaba lejos y una hernia nunca operada dificultaba seriamente sus movimientos.
Para que hablar. Todos sabían eso. Don Arteave también. Juliana nunca había llorado penas, ni aún para comer. Era el capital que le quedaba, el orgullo. Y era por naturaleza poca prosa. Que diablos quería, se preguntaba Juliana. Sabía perfectamente que ella no podía pagar. Pero el almacenero tenía otras ideas:
-Yo pensé, doña Juliana... cosas de viejo, usté sabe...
Se removió inquieto, haciendo peligrar la estabilidad del taburete.
-... bueno, ando precisando quién me dé una manito en el almacén. Usté sabe, ordenar cosas, barrer, lavar algún trapito... uno es solo y no da abasto, ¿m’entiende...?
Se calló, como si no supiera como seguir. Hubo un largo silencio incómodo.
Al fin, tomando aire como quien se va a tirar al agua, soltó:
-... y entonces pensé en la gurisa.
Con el gesto, señalaba a Joana, que jugaba acuclillada en la tierra, encargando alternativamente a la cliente y al vendedor. Hileras y montoncitos de piedras, huesecillos y frutas de tutiá eran la mercancía.
Juliana se quedó de una sola pieza.
-¿A Jo?
El hombre carraspeaba incómodo, sin saber como seguir. Pero no hacía falta. Juliana era mujer, vieja y pobre. Y eso es mucha escuela. La piel blanca de Jo relumbraba a través de un desgarrón reciente hecho en un clavo salido, junto al nacimiento de la pierna. Los ojos del almacenero recorrían furtivamente el cuerpo largo empezado a madurar. La abuela habló con voz seca:
-Vá la dentro.
Miró largamente con ojos duros y vacíos el hueco de la puerta por donde había desaparecido la niña, y luego al hombre enrojecido y resoplante. Bruscamente puso las cartas boca arriba.
-Inda nâo tem a lúa.
La franqueza brutal de la vieja pareció aliviar la tensión del hombre: ahora podía hablar claro, sin perderse en eufemismos. Levantándose, le tendió la mano mientras daba por cerrado el trato.
-Yo espero.
Oyendo a la visita irse, Joana salió al patio, pero algo en la expresión de la abuela le avisó que no era prudente volver al juego. Juliana la miraba como si no la viese, o como si viera a través de ella. Larga y fina, parada en una sola pierna como una grulla, pidiendo con los ojos permiso para volver a jugar... Esos ojos, Dios mío.
De pronto eran otros así, verdes, idénticos, los que la miraban. Los ojos del hijo, diez años atrás. El muchacho con los brazos llenos de tubos, con la vida yéndose, por la herida de una cornada. Los ojos verdes desorbitados de dolor, mirando a Joana que entonces tenía dos años y dormía sobre el hombro de la abuela, el pedido:
-Tome conta dela, manhe.
Y la promesa lacónica, sin desbordes, que ella hiciera:
-Deixa conmigo.
Jo desvió los ojos y Juliana volvió a ver la realidad que la circundaba; la blusa deshilachándose sobre los senos incipientes, pequeños y duros como frutas aún verdes. Ordenó sin entonación:
-Ajunta os trapos e te calza. Vai trabalhar no armazém.
La siguió mientras la niña se levantaba sin comentarios, limpiando la tierra del trasero del pantalón, y se dirigía a la caja de cartón donde guardaba su ropa. La historia de su miseria fue surgiendo de la caja y apilándose dobladita sobre una gastada toalla extendida en el catre. Un pantalón remendado, dos suéteres demasiado grandes, evidentemente heredados de alguien; un desteñido vestido de lunares rojos, dos camisitas, una con el hombro desgarrado. Tres o cuatro bombachitas con las mallas corridas.
Jo tomó el atado y después de sacudir la tierra de los pies con la mano, se calzó las chinelas. Se encaminó a despedirse de la abuela, pero Juliana le había dado la espalda y caminaba con paso rápido rumbo al monte.
Cuando volvió, oscurecía. Se quedó parada frente al rancho vacío, mirando las latitas de piedras y frutas silvestres con que Joana había estado jugando.
Distraídamente tomo una latita.
Recostada en la pared de terrón, pensó en voz alta, mirando el campo desierto:
-Ninguém tem culpa, naô...
Hablaba para sí. O a la memoria del hijo, o a la nieta ausente. O al responsable de aquel estado de cosas que sólo podía sufrir y aceptar. No sabía... Y no importaba, ya.
Sin darse cuenta, estrechó la latita contra el pecho consumido.
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La autora nace en Artigas en 1956. Es Maestra y Profesora egresada de I.P.A., en Literatura. Ha publicado: Ibrahim y los otros; El otro circo; (ambos volúmenes de cuentos), y la novela: El pueblo blanco.
“Aún no tiene las lunas”: es impúber.
CON LOS OJOS CERRADOS.1
1 Se ha respetado la ubicación de los signos de puntuación del original y la ortografía del autor.
REYNALDO ARENAS.
A Ud. sí se lo voy a decir, porque sé que si se lo cuento a usted no se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi madre no. A mamá no le diré nada, porque de hacerlo no dejaría de pelearme y de regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría la razón, no quiero oír ningún consejo ni advertencia.
Por eso. Porque sé que usted no me va a decir nada, se lo digo todo.
Ya que solamente tengo ocho años, voy todos los días a la escuela. Y aquí empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano –cuando el pimeo que me regaló la tía Grande Ángela sólo ha dado dos veces-, porque la escuela está bastante lejos.
A eso de las seis de la mañana empieza mamá a pelearme para que me levante y ya a las siete estoy sentado en la cama y estrujándome los ojos. Entonces todo lo tengo que hacer corriendo: ponerme la ropa corriendo, llegar corriendo hasta la escuela y entrar corriendo en la fila pues ya han tocado el timbre y la maestra está parada en la puerta.
Pero ayer fue diferente ya que la tía Grande Ángela debía irse para Oriente y tenía que coger el tren antes de las siete. Y se formó un alboroto enorme en la casa. Todos los vecinos vinieron a despedirla, y mamá se puso tan nerviosa que se le cayó la olla con el agua hirviendo en el piso cuando iba a pasar el agua por el colador para hacer el café, y se le quemó un pie. Con aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que despertarme. Y, ya que estaba despierto, pues me decidí a levantarme.
La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse. Y yo salí en seguida para la escuela, aunque todavía era bastante temprano.
Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a andar bastante despacio por cierto. Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que estaba acostado en el contén de la acera. Vaya lugar que escogiste para dormir- le dije-, y lo toqué con la punta del pie. Pero no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que estaba muerto. El pobre, pensé, seguramente lo arrolló alguna máquina, y alguien lo tiró en ese rincón para que no lo siguieran aplastando. Qué lástima, porque era un gato grande y de color amarillo que seguramente no tenía ningún deseo de morirse. Pero bueno: ya no hay remedio. Y seguí andando.
Como todavía era temprano me llegué hasta la dulcería, porque aunque está lejos de la escuela, hay siempre dulces frescos y sabrosos. En esta dulcería hay también dos viejitas de pie en la entrada, con una jaba cada una, y las manos extendidas pidiendo limosnas… Un día yo le di un medio a cada una, y las dos me respondieron al mismo tiempo: “Dios te haga un santo”. Eso me dio mucha risa y cogí y volví a poner otros dos medios entre aquellas manos tan arrugadas y pecosas. Y ellas volvieron a repetir “Dios te haga un santo” pero ya no tenía tantas ganas de reírme. Y desde entonces, cada vez que paso por allí, me miran con sus caras pícaras y no me queda más remedio que darles un medio a cada una. Pero ayer sí que no podía darles nada, ya que hasta la peseta de la merienda la gasté en tortas de chocolate. Y por eso salí por la puerta de atrás, para que las viejitas no me vieran.
Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela.
En ese puente me paré un momento porque sentí una algarabía enorme allá abajo, en la orilla del río. Me arreguindé a la baranda y miré: un coro de muchachos de todos tamaños tenían acorralada una rata de agua en un rincón y la acosaban con gritos y pedradas. La rata corría de un extremo a otro del rincón, pero no tenía escapatoria y soltaba unos chillidos estrechos y desesperados. Por fin, uno de los muchachos cogió una rama de bambú y golpeó con fuerza sobre el lomo de la rata, reventándola. Entonces todos los demás corrieron hasta donde estaba el animal y tomándolo, entre saltos y gritos de triunfo, la arrojaron hasta el centro del río. Pero la rata muerta no se hundió. Siguió flotando bocarriba hasta perderse en la corriente.
Los muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo también eché a andar.
Caramba –me dije-, qué fácil es caminar con los ojos cerrados sobre el puente. Se puede hacer hasta con los ojos cerrados, pues a un lado tenemos las rejas que no lo dejan a uno caer al agua, y del otro, el contén de la acera que nos avisa antes de que pisemos la calle. Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí caminando. Al principio me sujetaba con una mano a la baranda del puente, pero luego ya no fue necesario. Y seguí caminando con los ojos cerrados. Y no se lo vaya usted a decir a mi madre, pero con los ojos cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor que si los lleváramos abiertos…Lo primero que vi fue una gran nube amarillenta que brillaba unas veces más fuertes que otras, igual que el sol cuando se va cayendo entre los árboles. Entonces apreté los párpados bien duros y la nube rojiza se volvió de color azul. Pero no solamente azul, sino verde. Verde y morada. Morada brillante como si fuese un arco iris de esos que salen cuando ha llovido mucho y la tierra está casi ahogada. Y, con los ojos cerrados, me puse a pensar en las calles y en las cosas; sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela saliendo de la casa. Pero no con el vestido de bolas rojas que es el que siempre se pone cuando va para Oriente, sino con un vestido largo y blanco. Y de tan alta que es parecía un palo de teléfono envuelta en una sábana. Pero se veía bien. Y seguí andando. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió corriendo. Salió corriendo el gato amarillo brillante porque estaba vivo y se asustó cuando lo desperté. Y yo me asusté muchísimo cuando lo vi desaparecer, desmandado y con el lomo erizado que parecía soltar chispas.
Seguí caminando, con los ojos desde luego bien cerrados. Y así fue como llegué de nuevo a la dulcería. Pero como no podía comprarme ningún dulce pues ya me había gastado hasta la última peseta de la merienda, me conformé con mirarlos a través de la vidriera. Y estaba así, mirándolos, cuando oigo dos voces detrás del mostrador que me dicen: “¿No quieres comerte algún dulce?”. Y cuando bajé la cabeza vi que las dependientes eran las dos viejitas que siempre estaban pidiendo limosnas a la entrada de la dulcería. No supe qué decir. Pero ellas parece que adivinaron mis deseos y sacaron, sonrientes, una torta grande y casi colorada hecha de chocolate y de almendras. Y me la pusieron en las manos.
Y yo me volví loco de alegría con aquella torta tan grande y salí a la calle.
Cuando iba por el puente con la torta entre las manos, oí de nuevo el escándalo de los muchachos. Y (con los ojos cerrados) me asomé por la baranda del puente y los vi allá abajo, nadando apresurados hasta el centro del río para salvar una rata de agua, pues la pobre parece que estaba enferma y no podía nadar.
Los muchachos sacaron la rata temblorosa del agua y la depositaron sobre una piedra del arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a llamar para que vinieran hasta donde yo estaba y comernos todos juntos la torta de chocolate, pues yo sólo no iba a poder comerme aquella torta tan grande.
Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las manos con la torta y todo encima para que la vieran y no fueran a creer que era mentira lo que les iba a decir, y vinieron corriendo. Pero entonces, “puch”, me pasó el camión por arriba en medio de la calle que era donde, sin darme cuenta, me había parado.
Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por el esparadrapo y el yeso. Tan blancas como las paredes de este cuarto, donde sólo entran mujeres vestidas de blanco para darme un pinchazo o una pastilla también blanca.
Y no crea que lo que le he contado es mentira. No vaya a pensar que porque tengo un poco de fiebre y a cada rato me quejo del dolor en las piernas, estoy diciendo mentiras, porque no es así. Y si usted quiere comprobar si fue verdad, vaya al puente, que seguramente debe de estar todavía, toda desparramada sobre el asfalto, la torta grande y casi colorada, hecha de chocolate y almendras, que me regalaron sonrientes las dos viejitas de la dulcería.
Reynaldo Arenas.
Escritor cubano nacido en Holguín. Autor de las novelas: “Celestino antes del alba”, y “El mundo alucinante”. Escribió varios volúmenes de cuentos, entre ellos: “Termina el desfile”.
1 Se ha respetado la ubicación de los signos de puntuación del original y la ortografía del autor.
REYNALDO ARENAS.
A Ud. sí se lo voy a decir, porque sé que si se lo cuento a usted no se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi madre no. A mamá no le diré nada, porque de hacerlo no dejaría de pelearme y de regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría la razón, no quiero oír ningún consejo ni advertencia.
Por eso. Porque sé que usted no me va a decir nada, se lo digo todo.
Ya que solamente tengo ocho años, voy todos los días a la escuela. Y aquí empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano –cuando el pimeo que me regaló la tía Grande Ángela sólo ha dado dos veces-, porque la escuela está bastante lejos.
A eso de las seis de la mañana empieza mamá a pelearme para que me levante y ya a las siete estoy sentado en la cama y estrujándome los ojos. Entonces todo lo tengo que hacer corriendo: ponerme la ropa corriendo, llegar corriendo hasta la escuela y entrar corriendo en la fila pues ya han tocado el timbre y la maestra está parada en la puerta.
Pero ayer fue diferente ya que la tía Grande Ángela debía irse para Oriente y tenía que coger el tren antes de las siete. Y se formó un alboroto enorme en la casa. Todos los vecinos vinieron a despedirla, y mamá se puso tan nerviosa que se le cayó la olla con el agua hirviendo en el piso cuando iba a pasar el agua por el colador para hacer el café, y se le quemó un pie. Con aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que despertarme. Y, ya que estaba despierto, pues me decidí a levantarme.
La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse. Y yo salí en seguida para la escuela, aunque todavía era bastante temprano.
Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a andar bastante despacio por cierto. Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que estaba acostado en el contén de la acera. Vaya lugar que escogiste para dormir- le dije-, y lo toqué con la punta del pie. Pero no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que estaba muerto. El pobre, pensé, seguramente lo arrolló alguna máquina, y alguien lo tiró en ese rincón para que no lo siguieran aplastando. Qué lástima, porque era un gato grande y de color amarillo que seguramente no tenía ningún deseo de morirse. Pero bueno: ya no hay remedio. Y seguí andando.
Como todavía era temprano me llegué hasta la dulcería, porque aunque está lejos de la escuela, hay siempre dulces frescos y sabrosos. En esta dulcería hay también dos viejitas de pie en la entrada, con una jaba cada una, y las manos extendidas pidiendo limosnas… Un día yo le di un medio a cada una, y las dos me respondieron al mismo tiempo: “Dios te haga un santo”. Eso me dio mucha risa y cogí y volví a poner otros dos medios entre aquellas manos tan arrugadas y pecosas. Y ellas volvieron a repetir “Dios te haga un santo” pero ya no tenía tantas ganas de reírme. Y desde entonces, cada vez que paso por allí, me miran con sus caras pícaras y no me queda más remedio que darles un medio a cada una. Pero ayer sí que no podía darles nada, ya que hasta la peseta de la merienda la gasté en tortas de chocolate. Y por eso salí por la puerta de atrás, para que las viejitas no me vieran.
Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela.
En ese puente me paré un momento porque sentí una algarabía enorme allá abajo, en la orilla del río. Me arreguindé a la baranda y miré: un coro de muchachos de todos tamaños tenían acorralada una rata de agua en un rincón y la acosaban con gritos y pedradas. La rata corría de un extremo a otro del rincón, pero no tenía escapatoria y soltaba unos chillidos estrechos y desesperados. Por fin, uno de los muchachos cogió una rama de bambú y golpeó con fuerza sobre el lomo de la rata, reventándola. Entonces todos los demás corrieron hasta donde estaba el animal y tomándolo, entre saltos y gritos de triunfo, la arrojaron hasta el centro del río. Pero la rata muerta no se hundió. Siguió flotando bocarriba hasta perderse en la corriente.
Los muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo también eché a andar.
Caramba –me dije-, qué fácil es caminar con los ojos cerrados sobre el puente. Se puede hacer hasta con los ojos cerrados, pues a un lado tenemos las rejas que no lo dejan a uno caer al agua, y del otro, el contén de la acera que nos avisa antes de que pisemos la calle. Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí caminando. Al principio me sujetaba con una mano a la baranda del puente, pero luego ya no fue necesario. Y seguí caminando con los ojos cerrados. Y no se lo vaya usted a decir a mi madre, pero con los ojos cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor que si los lleváramos abiertos…Lo primero que vi fue una gran nube amarillenta que brillaba unas veces más fuertes que otras, igual que el sol cuando se va cayendo entre los árboles. Entonces apreté los párpados bien duros y la nube rojiza se volvió de color azul. Pero no solamente azul, sino verde. Verde y morada. Morada brillante como si fuese un arco iris de esos que salen cuando ha llovido mucho y la tierra está casi ahogada. Y, con los ojos cerrados, me puse a pensar en las calles y en las cosas; sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela saliendo de la casa. Pero no con el vestido de bolas rojas que es el que siempre se pone cuando va para Oriente, sino con un vestido largo y blanco. Y de tan alta que es parecía un palo de teléfono envuelta en una sábana. Pero se veía bien. Y seguí andando. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió corriendo. Salió corriendo el gato amarillo brillante porque estaba vivo y se asustó cuando lo desperté. Y yo me asusté muchísimo cuando lo vi desaparecer, desmandado y con el lomo erizado que parecía soltar chispas.
Seguí caminando, con los ojos desde luego bien cerrados. Y así fue como llegué de nuevo a la dulcería. Pero como no podía comprarme ningún dulce pues ya me había gastado hasta la última peseta de la merienda, me conformé con mirarlos a través de la vidriera. Y estaba así, mirándolos, cuando oigo dos voces detrás del mostrador que me dicen: “¿No quieres comerte algún dulce?”. Y cuando bajé la cabeza vi que las dependientes eran las dos viejitas que siempre estaban pidiendo limosnas a la entrada de la dulcería. No supe qué decir. Pero ellas parece que adivinaron mis deseos y sacaron, sonrientes, una torta grande y casi colorada hecha de chocolate y de almendras. Y me la pusieron en las manos.
Y yo me volví loco de alegría con aquella torta tan grande y salí a la calle.
Cuando iba por el puente con la torta entre las manos, oí de nuevo el escándalo de los muchachos. Y (con los ojos cerrados) me asomé por la baranda del puente y los vi allá abajo, nadando apresurados hasta el centro del río para salvar una rata de agua, pues la pobre parece que estaba enferma y no podía nadar.
Los muchachos sacaron la rata temblorosa del agua y la depositaron sobre una piedra del arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a llamar para que vinieran hasta donde yo estaba y comernos todos juntos la torta de chocolate, pues yo sólo no iba a poder comerme aquella torta tan grande.
Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las manos con la torta y todo encima para que la vieran y no fueran a creer que era mentira lo que les iba a decir, y vinieron corriendo. Pero entonces, “puch”, me pasó el camión por arriba en medio de la calle que era donde, sin darme cuenta, me había parado.
Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por el esparadrapo y el yeso. Tan blancas como las paredes de este cuarto, donde sólo entran mujeres vestidas de blanco para darme un pinchazo o una pastilla también blanca.
Y no crea que lo que le he contado es mentira. No vaya a pensar que porque tengo un poco de fiebre y a cada rato me quejo del dolor en las piernas, estoy diciendo mentiras, porque no es así. Y si usted quiere comprobar si fue verdad, vaya al puente, que seguramente debe de estar todavía, toda desparramada sobre el asfalto, la torta grande y casi colorada, hecha de chocolate y almendras, que me regalaron sonrientes las dos viejitas de la dulcería.
Reynaldo Arenas.
Escritor cubano nacido en Holguín. Autor de las novelas: “Celestino antes del alba”, y “El mundo alucinante”. Escribió varios volúmenes de cuentos, entre ellos: “Termina el desfile”.
NTVG - Clara
NTVG - Clara
---------------------------------------
Que lindo que era verlos caminando
un alma sola dividida en dos.
La orilla de ese mar los encantaba,
quedaba todo quieto alrededor.
Hermosa fue la vida que llevaron
la suerte no les quiso dar un sol.
Curioso es que su risa iluminaba
hasta el día que ese mal se la llevó.
Se queda con su foto en un rincón
y sueña encontrarla arriba
Escucha susurrar un disco viejo
que su Clara una vez le regaló.
Él sigue con su vida recortada
sin Clara fue una vida sin color
La imagen de sus ratos más felices
hasta ahora siguen siendo su motor.
La siente,
la escucha,
la espera
y sueña.
La lleva bien pegada al corazón.
Se alegra de nunca despedirla.
Pero no va más por la orilla caminando,
porque sabe que era hermoso entre los dos.
Álbum: “Este fuerte viento que sopla”, 2002.
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Que lindo que era verlos caminando
un alma sola dividida en dos.
La orilla de ese mar los encantaba,
quedaba todo quieto alrededor.
Hermosa fue la vida que llevaron
la suerte no les quiso dar un sol.
Curioso es que su risa iluminaba
hasta el día que ese mal se la llevó.
Se queda con su foto en un rincón
y sueña encontrarla arriba
Escucha susurrar un disco viejo
que su Clara una vez le regaló.
Él sigue con su vida recortada
sin Clara fue una vida sin color
La imagen de sus ratos más felices
hasta ahora siguen siendo su motor.
La siente,
la escucha,
la espera
y sueña.
La lleva bien pegada al corazón.
Se alegra de nunca despedirla.
Pero no va más por la orilla caminando,
porque sabe que era hermoso entre los dos.
Álbum: “Este fuerte viento que sopla”, 2002.
Bienvenida, M. Benedetti.
BIENVENIDA
============
Se me ocurre que vas a llegar distinta
no exactamente más linda
ni más fuerte
ni más dócil
ni más cauta
tan sólo que vas a llegar distinta
como si esta temporada de no verme
te hubiera sorprendido a vos también
quizáporque sabés
cómo te pienso y te enumero
despues de teodo la nostalgia existe
aunque no lloremos en los andenes fantasmales
ni sobre las almohadas de candor
ni sobre el cielo opaco
yo nostalgio
tu nostalgias
y como me revienta que él nostalgie
tu rostro es la vanguardia
tal vez llega primero
porque lo pinto en las paredes
con trazos invisibles y seguros
no olvides que tu rostro
me mira como pueblo
sonrie y rabia y canta
como pueblo
y eso te da una lumbre
inapagable
ahora no tengo dudas
vas a llegar distinta y con señales
con nuevas
con honduras
con franqueza
sé que voy a quererte sin preguntas
séque vas a quererme sin respuestas
Don Mario Benedetti
============
Se me ocurre que vas a llegar distinta
no exactamente más linda
ni más fuerte
ni más dócil
ni más cauta
tan sólo que vas a llegar distinta
como si esta temporada de no verme
te hubiera sorprendido a vos también
quizáporque sabés
cómo te pienso y te enumero
despues de teodo la nostalgia existe
aunque no lloremos en los andenes fantasmales
ni sobre las almohadas de candor
ni sobre el cielo opaco
yo nostalgio
tu nostalgias
y como me revienta que él nostalgie
tu rostro es la vanguardia
tal vez llega primero
porque lo pinto en las paredes
con trazos invisibles y seguros
no olvides que tu rostro
me mira como pueblo
sonrie y rabia y canta
como pueblo
y eso te da una lumbre
inapagable
ahora no tengo dudas
vas a llegar distinta y con señales
con nuevas
con honduras
con franqueza
sé que voy a quererte sin preguntas
séque vas a quererme sin respuestas
Don Mario Benedetti
María Victoria Reyzábal.
me dices
hazme un poema
como quien pide
una sonrisa
una mirada
un guante
si supieras que escribir
es desangrarse
pedirías solamente
un astro
María Victoria Reyzábal.
hazme un poema
como quien pide
una sonrisa
una mirada
un guante
si supieras que escribir
es desangrarse
pedirías solamente
un astro
María Victoria Reyzábal.
Los escritores inútiles. Ermanno Cavazzoni.
Los escritores inútiles.
Un escritor vivía con una muñeca inflable, muy bien hecha, que no tenía nada que envidiarle a una mujer verdadera, salvo por el hecho de que no hablaba y no se inquietaba.
Se encontraba con otros escritores, cada uno de los cuales tenía su propia muñeca; conversaban en el salón o en el comedor y ponían a las muñecas sentadas todas juntas, aparte, ya que como era obvio no podían participar de la conversación o de la comida; pero era lindo verlas, y desde ellas llegaba un perfume azucarado de violetas que era el perfume de fábrica, más intenso en las partes íntimas, pero que se olía ligeramente en el aire cuando estaban vestidas. No era el mismo idéntico perfume para todas, pero tenían una base común de violetas que daba al ambiente un vago dejo de voluptuosidad. Los escritores fumaban, conversaban, respiraban el perfume cuando les llegaba a la nariz, muy tranquilamente; y las muñecas inflables también parecían contentas con este mundo bien regulado, contentas las unas de las otras, si se puede decir, y perfectamente contentas con sus escritores. Que fuese calvo o peludo, joven o viejo, enano o de mediana estatura a ellas no les importaba, eran detalles; y tampoco les importaba si se trataba de un escritor medio serio o medio analfabeto. Esto puede parecer obvio tratándose de muñecas inflables, pero cada uno de los escritores no le sacaba los ojos de encima a la suya, que no se inclinase, que no perdiese la pose de verecundia pruriginosa , pero sobre todo que no se desinflase, porque además de marchitarse y volverse parecida a una esposa cansada, la emisión de aire interno difundía un olor ya no de violeta sino, por decirlo así, de intestino en desorden, de modo que cada uno de los escritores debía levantarse para examinar a su propia compañera para ver cuál de ellas se había agujereado en qué lugar, para hacerla vulcanizar después.
i vergüenza
ii nombre genérico de diversas afecciones de la piel, puede manifestarse como alergia
En: “Los escritores inútiles”, Ermanno Cavazzoni, Emecé, 2004.
Un escritor vivía con una muñeca inflable, muy bien hecha, que no tenía nada que envidiarle a una mujer verdadera, salvo por el hecho de que no hablaba y no se inquietaba.
Se encontraba con otros escritores, cada uno de los cuales tenía su propia muñeca; conversaban en el salón o en el comedor y ponían a las muñecas sentadas todas juntas, aparte, ya que como era obvio no podían participar de la conversación o de la comida; pero era lindo verlas, y desde ellas llegaba un perfume azucarado de violetas que era el perfume de fábrica, más intenso en las partes íntimas, pero que se olía ligeramente en el aire cuando estaban vestidas. No era el mismo idéntico perfume para todas, pero tenían una base común de violetas que daba al ambiente un vago dejo de voluptuosidad. Los escritores fumaban, conversaban, respiraban el perfume cuando les llegaba a la nariz, muy tranquilamente; y las muñecas inflables también parecían contentas con este mundo bien regulado, contentas las unas de las otras, si se puede decir, y perfectamente contentas con sus escritores. Que fuese calvo o peludo, joven o viejo, enano o de mediana estatura a ellas no les importaba, eran detalles; y tampoco les importaba si se trataba de un escritor medio serio o medio analfabeto. Esto puede parecer obvio tratándose de muñecas inflables, pero cada uno de los escritores no le sacaba los ojos de encima a la suya, que no se inclinase, que no perdiese la pose de verecundia pruriginosa , pero sobre todo que no se desinflase, porque además de marchitarse y volverse parecida a una esposa cansada, la emisión de aire interno difundía un olor ya no de violeta sino, por decirlo así, de intestino en desorden, de modo que cada uno de los escritores debía levantarse para examinar a su propia compañera para ver cuál de ellas se había agujereado en qué lugar, para hacerla vulcanizar después.
i vergüenza
ii nombre genérico de diversas afecciones de la piel, puede manifestarse como alergia
En: “Los escritores inútiles”, Ermanno Cavazzoni, Emecé, 2004.
Sé todos los cuentos, León Felipe.
SÉ TODOS LOS CUENTOS
Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre…
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.
León Felipe.
Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre…
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.
León Felipe.
Lázaro, M. Benedetti.
Lázaro.
Un tal Lázaro Vélez se incorporó en su tumba, se despojó lentamente de su sudario, abandonó el camposanto y empezó a caminar en dirección a su casa. A medida que iba siendo reconocido, los vecinos se acercaban a abrazarlo, le daban ropas para que cubriera su desnudez, lo felicitaban, le palmeaban la espalda huesuda.
Sin embargo, a medida que la voz se fue corriendo, la bienvenida ya no fue tan cálida. Un hombre que había ocupado su vacante en la sucursal de Correos, le increpó duramente: “Tu regreso no me alegra. Vas reclamar tu puesto y quizá te lo den. O sea que yo me quedaré en la calle. Recuerda que en mi casa tengo cinco bocas que alimentar. Prefiero que te vayas.”
La viuda de Lázaro Vélez, que, pasado un tiempo prudencial, se había vuelto a casar, le incriminó: “¿Y ahora qué? ¿Acaso pretendes que me condenen por bígama? Si quieres que sea feliz, desaparece de mi vida, por favor.”
Un sobrino, que en su momento había heredado sus cuatro vacas y sus seis ovejas, le reprochó airado: “No pretenderás que te devuelva lo que ahora es legalmente mío. Vete, viejo, y no molestes más.”
Lázaro Vélez resolvió no seguir avanzando. Más bien comenzó a retroceder, y a medida que desandaba el camino se iba despojando de las ropas que al principio le habían brindado.
Por fin, un viejo amigo que le reconoció y no le reprochó nada (quizá porque nada tenía) se acercó a preguntarle: “Y ahora, ¿a dónde irás?” Y Lázaro Vélez respondió: “A recuperar mi sudario.”
En: “Despistes y franquezas”, Mario Benedetti, Seix-Barral, 1993
Un tal Lázaro Vélez se incorporó en su tumba, se despojó lentamente de su sudario, abandonó el camposanto y empezó a caminar en dirección a su casa. A medida que iba siendo reconocido, los vecinos se acercaban a abrazarlo, le daban ropas para que cubriera su desnudez, lo felicitaban, le palmeaban la espalda huesuda.
Sin embargo, a medida que la voz se fue corriendo, la bienvenida ya no fue tan cálida. Un hombre que había ocupado su vacante en la sucursal de Correos, le increpó duramente: “Tu regreso no me alegra. Vas reclamar tu puesto y quizá te lo den. O sea que yo me quedaré en la calle. Recuerda que en mi casa tengo cinco bocas que alimentar. Prefiero que te vayas.”
La viuda de Lázaro Vélez, que, pasado un tiempo prudencial, se había vuelto a casar, le incriminó: “¿Y ahora qué? ¿Acaso pretendes que me condenen por bígama? Si quieres que sea feliz, desaparece de mi vida, por favor.”
Un sobrino, que en su momento había heredado sus cuatro vacas y sus seis ovejas, le reprochó airado: “No pretenderás que te devuelva lo que ahora es legalmente mío. Vete, viejo, y no molestes más.”
Lázaro Vélez resolvió no seguir avanzando. Más bien comenzó a retroceder, y a medida que desandaba el camino se iba despojando de las ropas que al principio le habían brindado.
Por fin, un viejo amigo que le reconoció y no le reprochó nada (quizá porque nada tenía) se acercó a preguntarle: “Y ahora, ¿a dónde irás?” Y Lázaro Vélez respondió: “A recuperar mi sudario.”
En: “Despistes y franquezas”, Mario Benedetti, Seix-Barral, 1993
Mucho gusto, M. Benedetti.
Mucho gusto.
Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis, luego, de temas varios, y no siempre racionalmente encadenados. Al parecer, el flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba el sencillo privilegio de poder escribir.
- No crea que es algo tan estupendo -dijo el Flaco-, también a momentos de profundo desamparo en lo que se llaga a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho, junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejor y le dije: Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mi es demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar y me lo juró.
El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza.
- Oiga, don -dijo sin pestañear-, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado, mi nombre es Ernesto Chavez, viajante de comercio y le tendío la mano.
- Mucho gusto -dijo el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos-, Franz Kafka para servirle.
En: “Despistes y franquezas”, Mario Benedetti, Seix-Barral, 1993
Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis, luego, de temas varios, y no siempre racionalmente encadenados. Al parecer, el flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba el sencillo privilegio de poder escribir.
- No crea que es algo tan estupendo -dijo el Flaco-, también a momentos de profundo desamparo en lo que se llaga a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho, junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejor y le dije: Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mi es demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar y me lo juró.
El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza.
- Oiga, don -dijo sin pestañear-, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado, mi nombre es Ernesto Chavez, viajante de comercio y le tendío la mano.
- Mucho gusto -dijo el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos-, Franz Kafka para servirle.
En: “Despistes y franquezas”, Mario Benedetti, Seix-Barral, 1993
Juego de niños, Carmen Posadas.
Juego de niños
- ¡Qué hermoso edificio! – dijo Carmen O´Inns.
- Y un colegio de excelente reputación, además – añadió Isaac Tonñu – Tan célebre que nadie diría que aquí podría haber ocurrido algo terrible.
La reja del jardín acababa de abrirse silenciosamente. Isaac arrancó, y las ruedas del taxi parecieron hacer chirriar a cada uno de los guijarros de la grava del camino. Este era de forma circular con el colegio al fondo, de modo que uno podía acercarse al edificio por un lado y salir por el otro recorriendo al pasar primero un grupo de rododendros, más allá un ordenado cantero de rosas y por fin las ventanas de Saint Severin, todas pintadas de verde, todas en forma de guillotina.
- ¿Qué se sabe de la víctima?
Carmen O´Inns consultó su libreta de hule negro. Nombre: Óscar Beil; edad: 11 años; última vez que fue visto con vida: en clase de gimnasia, a las 10:30 de la mañana. Causa de la muerte: parece que se ahogó en la piscina, pero esas marcas, esas marcas…
- ¿Qué marcas, O’Inns?
- Aún es pronto para saberlo, pero según el padre del niño, y a la espera de lo que dictamine el forense, sobre la sien izquierda podía apreciarse una hendidura en forma de media luna, algo parecido a una muesca.
- ¿Alguna sospecha?
Carmen O’Inns estiró las piernas. No viajaba en la parte trasera del taxi sino en el asiento del copiloto; así, sus noventa y dos centímetros de extremidades inferiores enfundadas en unas medias Wolford “Individual 10” podían extenderse cómodamente.
- ¿Quién encontró a la víctima? – preguntó entonces Isaac Tonñu. Pero Carmen O’Inns tampoco respondió a esta pregunta. Acababa de sacar del bolso una polvera y se disponía a hacer una inspección rutinaria de todas sus investigaciones: la comprobación de que su atractivo estaba al máximo nivel. Examinó primero la correcta caída del flequillo de un negro profundo, ni muy largo ni muy corto, ni muy abundante ni tampoco escaso, el volumen perfecto para resaltar sus rasgos aindiados y el verde de sus ojos irlandeses. Luego dirigió la mirada a sus labios; a éstos una sabia combinación de belleza natural con silicona los hacía parecer mucho más jóvenes que los 37 que proclamaba el carnet de identidad de su dueña. El hechizo se mantenía también en el resto del cuerpo: como en los hombros, muy rectos, de bailarina; como en las caderas que eran anchas sin parecerlo y que enmarcaban un vientre plano que ahora se agitaba suavemente con cierta preocupación.
Cuando le preguntaban de dónde era, Carmen O’Inns solía contestar siempre lo mismo: de la tierra del ron con unas gotitas de whiskey. “Whiskey” y no whisky añadía a continuación con un guiño – nada de brumas escocesas; en otras palabras: soy medio caribeña y medio de la tierra de Eire.
También le gustaba puntualizar que era psicoanalista y no psiquiatra ni psicóloga, que creía en la paz mundial, en las fuerzas de la naturaleza y en la bondad innata del ser humano pero que, por alguna razón que no llegaba a comprender, siempre se veía metida en líos. Como en éste, por ejemplo.
- Han sido los padres del niño los que han acudido a usted, ¿verdad?
- El padre – corrigió O’Inns -. Óscar Beil no tenía madre y además era hijo único.
- Qué terrible tragedia, un muchachito tan joven. Y luego están esas marcas en la sien… - dijo Isaac Tonñu justo al pasar por delante de las ventanas de guillotina y sin poder evitar un escalofrío.
Isaac Tonñu no se llamaba así. Su verdadero nombre era Isaac Newton, pero al llegar a España desde su Belice natal, había decidido invertir las sílabas de su apellido: Tonnew o, mejor dicho, Tonñu, sonaba menos foráneo y desde luego mucho más acorde con su metro ochenta y nueve de carnes prietas, morenas. Y también se prestaba a menos burlas, aunque él jamás hubiera tolerado una; Isaac Newton o Isaac Tonñu sabía defenderse.
Llegaron por fin a la entrada principal del edificio, pero O’Inns no se movió. Aguardaba a que Isaac rodeara el vehículo y le abriera la puerta del taxi. Ambos eran fieles a ciertos rituales desde que trabajaban juntos, hacía de esto tres largos años. Muchos eran los peligros que habían compartido hasta el momento, como el Misterioso asunto Balanchine o el caso denominado La muerte baila el son.
- Gracias, Isaac – dijo Carmen O’Inns, y al incorporarse para salir, casi susurró ambas palabras al oído de su socio, de modo que uno y otro notaron la corriente de alto voltaje que se establecía entre sus cuerpos. “Ahora no”, se dijo O’Inns, “no, querida, no es momento”, pero su mente rebelde se empreñó en regalarle dos recuerdos sensoriales e irresistibles: primero, el tacto de aquella piel endrina hundiéndose en la suya tan clara, tan irlandesa y luego el tenue olor a almizcle que envolvía sus noches juntos, desnudos en la terraza del nuevo penthouse de Isaac Tonñu con vistas a la Casa de Campo, los dos solos en la oscuridad, aislados en la inmensidad de la ciudad dormida. ¿Por qué siempre pensamos en sexo cuando la muerte acecha?, meditó, ¿porqué la muerte es tan orgásmica?, añadió, y ya se disponía a contestar esta pregunta cuando
Cuando… ¿Cuándo qué? ¿Cuándo qué demonios qué?, se dijo Luisa deteniendo sus dedos sobre el teclado y mirando el último párrafo que había escrito. ¿La muerte es orgásmica? Orgásmica nada menos y luego: ¿puede un tipo llamado Isaac Tonñu o Newton qué más da, ser taxista y al mismo tiempo tener un penthouse? Eso por no ponerse a analizar más incongruencias en lo que acababa de escribir, como lo inverosímil que resulta que alguien, por muy investigadora intrépida que sea, piense semejante letanía de cosas en un trayecto tan corto como el camino que lleva desde la entrada hasta la puerta principal de un colegio. ¿Y el colegio? ¿Dónde en España se ha visto un colegio (un internado, mixto para más señas, llamado Saint Severin para acabar de arreglarlo) tan parecido a la mansión de Rebeca, con rododendros y todo? Por cierto, ¿crecen en España los rododendros? ¿Cómo se escribe? ¿Rodendros? ¿Rhododendros?
Carmen Posadas, Planeta, 2006.
- ¡Qué hermoso edificio! – dijo Carmen O´Inns.
- Y un colegio de excelente reputación, además – añadió Isaac Tonñu – Tan célebre que nadie diría que aquí podría haber ocurrido algo terrible.
La reja del jardín acababa de abrirse silenciosamente. Isaac arrancó, y las ruedas del taxi parecieron hacer chirriar a cada uno de los guijarros de la grava del camino. Este era de forma circular con el colegio al fondo, de modo que uno podía acercarse al edificio por un lado y salir por el otro recorriendo al pasar primero un grupo de rododendros, más allá un ordenado cantero de rosas y por fin las ventanas de Saint Severin, todas pintadas de verde, todas en forma de guillotina.
- ¿Qué se sabe de la víctima?
Carmen O´Inns consultó su libreta de hule negro. Nombre: Óscar Beil; edad: 11 años; última vez que fue visto con vida: en clase de gimnasia, a las 10:30 de la mañana. Causa de la muerte: parece que se ahogó en la piscina, pero esas marcas, esas marcas…
- ¿Qué marcas, O’Inns?
- Aún es pronto para saberlo, pero según el padre del niño, y a la espera de lo que dictamine el forense, sobre la sien izquierda podía apreciarse una hendidura en forma de media luna, algo parecido a una muesca.
- ¿Alguna sospecha?
Carmen O’Inns estiró las piernas. No viajaba en la parte trasera del taxi sino en el asiento del copiloto; así, sus noventa y dos centímetros de extremidades inferiores enfundadas en unas medias Wolford “Individual 10” podían extenderse cómodamente.
- ¿Quién encontró a la víctima? – preguntó entonces Isaac Tonñu. Pero Carmen O’Inns tampoco respondió a esta pregunta. Acababa de sacar del bolso una polvera y se disponía a hacer una inspección rutinaria de todas sus investigaciones: la comprobación de que su atractivo estaba al máximo nivel. Examinó primero la correcta caída del flequillo de un negro profundo, ni muy largo ni muy corto, ni muy abundante ni tampoco escaso, el volumen perfecto para resaltar sus rasgos aindiados y el verde de sus ojos irlandeses. Luego dirigió la mirada a sus labios; a éstos una sabia combinación de belleza natural con silicona los hacía parecer mucho más jóvenes que los 37 que proclamaba el carnet de identidad de su dueña. El hechizo se mantenía también en el resto del cuerpo: como en los hombros, muy rectos, de bailarina; como en las caderas que eran anchas sin parecerlo y que enmarcaban un vientre plano que ahora se agitaba suavemente con cierta preocupación.
Cuando le preguntaban de dónde era, Carmen O’Inns solía contestar siempre lo mismo: de la tierra del ron con unas gotitas de whiskey. “Whiskey” y no whisky añadía a continuación con un guiño – nada de brumas escocesas; en otras palabras: soy medio caribeña y medio de la tierra de Eire.
También le gustaba puntualizar que era psicoanalista y no psiquiatra ni psicóloga, que creía en la paz mundial, en las fuerzas de la naturaleza y en la bondad innata del ser humano pero que, por alguna razón que no llegaba a comprender, siempre se veía metida en líos. Como en éste, por ejemplo.
- Han sido los padres del niño los que han acudido a usted, ¿verdad?
- El padre – corrigió O’Inns -. Óscar Beil no tenía madre y además era hijo único.
- Qué terrible tragedia, un muchachito tan joven. Y luego están esas marcas en la sien… - dijo Isaac Tonñu justo al pasar por delante de las ventanas de guillotina y sin poder evitar un escalofrío.
Isaac Tonñu no se llamaba así. Su verdadero nombre era Isaac Newton, pero al llegar a España desde su Belice natal, había decidido invertir las sílabas de su apellido: Tonnew o, mejor dicho, Tonñu, sonaba menos foráneo y desde luego mucho más acorde con su metro ochenta y nueve de carnes prietas, morenas. Y también se prestaba a menos burlas, aunque él jamás hubiera tolerado una; Isaac Newton o Isaac Tonñu sabía defenderse.
Llegaron por fin a la entrada principal del edificio, pero O’Inns no se movió. Aguardaba a que Isaac rodeara el vehículo y le abriera la puerta del taxi. Ambos eran fieles a ciertos rituales desde que trabajaban juntos, hacía de esto tres largos años. Muchos eran los peligros que habían compartido hasta el momento, como el Misterioso asunto Balanchine o el caso denominado La muerte baila el son.
- Gracias, Isaac – dijo Carmen O’Inns, y al incorporarse para salir, casi susurró ambas palabras al oído de su socio, de modo que uno y otro notaron la corriente de alto voltaje que se establecía entre sus cuerpos. “Ahora no”, se dijo O’Inns, “no, querida, no es momento”, pero su mente rebelde se empreñó en regalarle dos recuerdos sensoriales e irresistibles: primero, el tacto de aquella piel endrina hundiéndose en la suya tan clara, tan irlandesa y luego el tenue olor a almizcle que envolvía sus noches juntos, desnudos en la terraza del nuevo penthouse de Isaac Tonñu con vistas a la Casa de Campo, los dos solos en la oscuridad, aislados en la inmensidad de la ciudad dormida. ¿Por qué siempre pensamos en sexo cuando la muerte acecha?, meditó, ¿porqué la muerte es tan orgásmica?, añadió, y ya se disponía a contestar esta pregunta cuando
Cuando… ¿Cuándo qué? ¿Cuándo qué demonios qué?, se dijo Luisa deteniendo sus dedos sobre el teclado y mirando el último párrafo que había escrito. ¿La muerte es orgásmica? Orgásmica nada menos y luego: ¿puede un tipo llamado Isaac Tonñu o Newton qué más da, ser taxista y al mismo tiempo tener un penthouse? Eso por no ponerse a analizar más incongruencias en lo que acababa de escribir, como lo inverosímil que resulta que alguien, por muy investigadora intrépida que sea, piense semejante letanía de cosas en un trayecto tan corto como el camino que lleva desde la entrada hasta la puerta principal de un colegio. ¿Y el colegio? ¿Dónde en España se ha visto un colegio (un internado, mixto para más señas, llamado Saint Severin para acabar de arreglarlo) tan parecido a la mansión de Rebeca, con rododendros y todo? Por cierto, ¿crecen en España los rododendros? ¿Cómo se escribe? ¿Rodendros? ¿Rhododendros?
Carmen Posadas, Planeta, 2006.
Monólogo Rabinovich
LES LUTHIERS
Monologo Rabinovich
DR: La siguiente obra del presente recital ilustra un período poco conocido de la juventud de Johann Sebastian Mastropiero. Todo empezó cuando un conocido crítico se resfrió... se refirió, se refirió a Mastropiero, con esto termino... con estos términos... con estos términos... claro, le falta el... términos... no le han puesto el... arriba de la "t", no tiene el... la diéresis, no le han puesto la diéresis, es un error de lipotimia... Mastropiero se ha creado fama de artista espiritual, pero come todo... pero come de todo... pero con métodos... con métodos pocos... claro... claros... con métodos poco claros... podríamos llegar a admirarlo siempre, ¿y cuándo tomaremos?... siempre y cuando tomáramos en cuenta su tenaza... su tenaz ambición, son dos palabras: "tenaza"..."mbición". En los más "prestrigriosos" foros internaciona... en los más prestigriosos foros, prestigriosos foros inter., en los prestri, en los más prestrigri, prestigri, prestrigri.. en los más famosos foros internacionales... en que estuve excitado... en que estuve he citado, muchas veces, ¿eh?... muchas veces he citado el fracaso de su operación... el fracaso de su ópera "Sión y el judío era antes"... "Sión y el judío errante", que se basaba en una vieja leyendo ebria... una vieja leyenda hebrea... me di cuenta enseguida... no podía ser... Siempre dije: ¡qué dicha!... que dicha ópera no describe con acierto los sexos, dos... los dos sexos... los éxodos del dicho pueblo, y por eso Mastropiero soportó, ha batido un huevo... soportó abatido un nuevo fracaso. Por esos días Mastropiero enfrentó grandes problemas, chocó con la bici... con las vicisitudes más adversas, ¿qué le tocaron?... que le tocaron en suerte... vivía acostado por las dudas... vivía acosado por las deudas... por esos tiempos conoció a los condes de Freistadt, y cuando ya no podía más sacudió a la condesa.. acudió a la condesa, que era la persona... ¿y doña?... que era la persona idónea... la condesa se apiadó de él y le acostó un viejo... le costeó un viaje a Nueva York. Allí Mastropiero compuso la pieza que escucharemos a continuación: su célebre "Lazy Daisy". Aquí termina la anécdota, pero él te mató... da vía, da... ¡pará!... más... pero el tema todavía da para más... Esto es, ¿todo? ¿todo?... esto es: todo, todo esto, esto es, todo es, todo esto, esto todo esto, ¿qué es esto? ¿qué es esto? este esto es toso, toso, ese soto es eso, ese seso es soto, todo soso, este ese te, ese totó, o se destetó todo teté, totó, totó, ese.... ¡ah!... ¡esto es todo!
CN: Mais tonnerre de Dieu, cela suffit Daniel! Q' est-ce qu'il passe? Est-ce que vous pouvez emmerder votre texte?
DR: ¡Avant - ga - rrrr - de!
Monologo Rabinovich
DR: La siguiente obra del presente recital ilustra un período poco conocido de la juventud de Johann Sebastian Mastropiero. Todo empezó cuando un conocido crítico se resfrió... se refirió, se refirió a Mastropiero, con esto termino... con estos términos... con estos términos... claro, le falta el... términos... no le han puesto el... arriba de la "t", no tiene el... la diéresis, no le han puesto la diéresis, es un error de lipotimia... Mastropiero se ha creado fama de artista espiritual, pero come todo... pero come de todo... pero con métodos... con métodos pocos... claro... claros... con métodos poco claros... podríamos llegar a admirarlo siempre, ¿y cuándo tomaremos?... siempre y cuando tomáramos en cuenta su tenaza... su tenaz ambición, son dos palabras: "tenaza"..."mbición". En los más "prestrigriosos" foros internaciona... en los más prestigriosos foros, prestigriosos foros inter., en los prestri, en los más prestrigri, prestigri, prestrigri.. en los más famosos foros internacionales... en que estuve excitado... en que estuve he citado, muchas veces, ¿eh?... muchas veces he citado el fracaso de su operación... el fracaso de su ópera "Sión y el judío era antes"... "Sión y el judío errante", que se basaba en una vieja leyendo ebria... una vieja leyenda hebrea... me di cuenta enseguida... no podía ser... Siempre dije: ¡qué dicha!... que dicha ópera no describe con acierto los sexos, dos... los dos sexos... los éxodos del dicho pueblo, y por eso Mastropiero soportó, ha batido un huevo... soportó abatido un nuevo fracaso. Por esos días Mastropiero enfrentó grandes problemas, chocó con la bici... con las vicisitudes más adversas, ¿qué le tocaron?... que le tocaron en suerte... vivía acostado por las dudas... vivía acosado por las deudas... por esos tiempos conoció a los condes de Freistadt, y cuando ya no podía más sacudió a la condesa.. acudió a la condesa, que era la persona... ¿y doña?... que era la persona idónea... la condesa se apiadó de él y le acostó un viejo... le costeó un viaje a Nueva York. Allí Mastropiero compuso la pieza que escucharemos a continuación: su célebre "Lazy Daisy". Aquí termina la anécdota, pero él te mató... da vía, da... ¡pará!... más... pero el tema todavía da para más... Esto es, ¿todo? ¿todo?... esto es: todo, todo esto, esto es, todo es, todo esto, esto todo esto, ¿qué es esto? ¿qué es esto? este esto es toso, toso, ese soto es eso, ese seso es soto, todo soso, este ese te, ese totó, o se destetó todo teté, totó, totó, ese.... ¡ah!... ¡esto es todo!
CN: Mais tonnerre de Dieu, cela suffit Daniel! Q' est-ce qu'il passe? Est-ce que vous pouvez emmerder votre texte?
DR: ¡Avant - ga - rrrr - de!
Historia verídica, J. Cortázar.
Historia verídica.
"A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caro, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto. Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora."
(Julio Cortázar, Historias de Cronopios y de Famas)
"A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caro, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto. Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora."
(Julio Cortázar, Historias de Cronopios y de Famas)
Cazadores, Agamenón Castrillón.
CAZADORES.
Me tiraban cuatro grillos
y en cápsulas de maní
recorría los senderos
de la hormiga del jardín.
Y tenía siete silbos
para conversar con mi
amigo pájaro, entonces
yo creo que era feliz.
Ésta es una mañana de plumas revueltas. Salí del patio del aljibe con el sabor del desayuno: unas rodajas de galleta de campaña tostadas en la plancha de la cocina a leña, sobre las que se derretía la manteca casera, todo mojadito con una cocoa bien espesa. Apenas pasé el portón de bisagras quejosas, me desperecé el cansancio de dar toma a la majada durante toda la jornada anterior. Bajé la vista y me capturó un rastro de plumas grises. Primero las más livianitas y suaves. Después llegué hasta las más formadas. Eso era todo lo que quedaba de la torcaza de la que El Miyu había dado cuenta.
-¡Me calienta!- Dije en ese momento en que uno se siente impotente ante el ludo de la naturaleza : que los bichos se coman como fichas antes de llegar al nido de la naturaleza o a la cueva. Lúdico: el gato y el ratón / pájaro. Tras aquél el perro, y el perro detrás de otros tantos cazadores: liebre, comadreja (que viene con la cabeza de la gallina adentro), mulita, tatú. Y de trás trás trás de todos ellos: la cachila del más grande de todos los cazadores de la Historia. Porque es carnívoro, caza vaca oveja gallina caballo; pesca chico mediano y grande ( y tira… tara…rira…). Porque es herbívoro caza zapallo boniato papa mama (y deja pudrir…). En su frugalidad frugívora caza semilla silvestre, domesticada (o transgénica) y la sube la baja según se le canta a la curva de la demanda, a la que moldea visible y alevosamente la mano del Dios Mercado.
- Mirá que vamo´a carnear, así que mañana churrasqueamos sangrador – me dijo Machado a su pasada para el galpón.
Ayer aprovechamos la fajina con ovejas para separar una punta de capones para consumo. A esos no le dimos Neguvon, los soltamos al potrero del manantial y El Barón, por las dudas, antes de largarlos los tizó de rojo en el lomo. Es la señal de la muerte. Tarde o temprano, en el sorteo del brete, esos capones van a terminar en el carneador.
En efecto, a la vuelta del párrafo anterior, ya venía Machado con el animal al hombro, las patas maneadas, delantera con delantera y trasera con trasera. Desató el tiento de estas últimas y bajando el palo del carneador lo ató a la izquierda. Subió el palo y el capón quedó colgando: toda la sangre del animal comprende la gravedad de la posición y corre cabeza abajo: verlo morir es como un ensayo para la conversación con la muerte, aunque uno la sepa desigual: pese a su debilidad esquelética, la flaca del pastizal siempre es más fuerte que cualquier ser vivo que se encuentre frente a ella (de ahí lo que dice Machado: mucha carne no significa fortaleza). Pese a todo, uno espera, de encontrarla, zafar la pata del tiento.
- Pasá y cerrá el portón- dijo Machado de espaldas a mí. El carneador estaba cercado con tejido, de manera que al acto no acudieron perros y gallinas para que, respectivamente, no comieran achuras crudas ni jodieran.
Desenvainó la chaira y afiló la faca p´al degüello. La clemencia se leía en lo blanco del ojo del lanar. No hay perdón. El cuchillo vibró en la mano de Machado. Cazó el animal por el hocico para asegurarse el tajo. La punta titubeó en el cuero y en cuanto lo penetró se hundió en el cogote sin más resistencias. Cuando la sangre le quemó la mano, retiró el cuchillo. Corrió la lata con el pie hacia donde la sangre iba cayendo a chorros desde la canilla del cogote. El bicho estiró la pata derecha como tres o cuatro veces, se moqueó, le chingó la lengua….
La carnicería prosiguió, mientras yo entonaba siete silbos para espantar tanta brutalidad:
1. – La cuereada a puño limpio, separando la piel del cuerpo, usando lo menos posible el cuchillo para no cortarla. Incluye la cortada y descoyuntada de las tres patas que quedan libres.
2. – Abrir el capón por el abdomen para volcar toda la tripería y seleccionarlo: sirve el cuajo, parte del estómago para el mondongo, tripa gorda, chinchulines, hígado y se tira lo que sobra. El Barón nunca comía hígado de oveja. Sin embargo, en el pueblo emperejilaba unos churrascos de hígado de vaca mojadito con el tinto de Carlín.
3. – Con el pecho partido a cuchillo y marrón, el corazón se desprende solemnemente sopesando en la mano toda su significación. Los riñones no caen con el conjunto de las vísceras, hay que ir a buscarlos porque quedan pegados en el costillar.
4. – Limpio el animal, empezó a bajar el corte entre vértebra y costilla, separando una media res subdividida en paleta, cuarto y costillar, dejando la otra pegada al espinazo.
5. – La carretilla estaba cubierta con el cuero. En ella fue dejando Machado la carne y las achuras limpias y en un tacho las que hay que limpiar.
-Cuando yo era capataz de Albito, p´al desayuno, ni soñar con churrasquear. ¡Leche y galletas!. La carneada era rápida: la carne pa´ la parrilla y las achuras pa´ los perros. Mire andar perdiendo el tiempo limpiando tripa pa´ que se la pelen en un hapa!, no má….
-Dice la maestra que el intestino es siete veces el largo del animal- dije por decir, enrollando un sogueo en la rama de un transparente.
6. -Descoyuntó la pata de la que colgaba el capón y tiró la otra media res sobre la carretilla. Separó el espinazo, costillas, y cuarto y paleta.
7. -Después de cortar la cabeza, fue bordeando el cogote con el cuchillo, como quien pela una fruta y se quedó con una mantita de carne: -Esta es la especialidá p´al patrón-. El Barón a la madrugada siguiente tiraría ese sangrador en las brasas para hacer más sabrosos el cimarrón y los cuentos del fogón.
–Bue´, la carneada se nos está haciendo larga y con más vueltas q´el intestino de tu maestra. Llevate la carretilla…. El sangrador p´al Barón ponelo en la fiambrerita del galpón. Lo demás llevalo a la fiambrería grande.
Le hice caso. Mientras enganchaba los alambres en las patas del cuero para estaquearlo, pasó Pedro entre los paraísos:
-¡Eh!. ¡Gamexan!. Si vai pra o povo, acredito que de grande voce vai ser carnicero.
No sé si alguien le dijo, alguna vez a Pedro, que crucé de largo por el povo y terminé en la capital, bien lejos. Que no preciso ser carnicero para levantarme cedo, matear con El Barón, Machado, él y Carlos, contar historias a los demás de ellos, mientras el jugo de un sangrador chista en el fogón del cuento.
Agamenón Castrillón, en : “Cuentos de El Barón de Carumbé”, © 2002, Ediciones de la Banda Oriental S.R.L.- I.S.B.N. : 9974.1.0257-X. .......
Me tiraban cuatro grillos
y en cápsulas de maní
recorría los senderos
de la hormiga del jardín.
Y tenía siete silbos
para conversar con mi
amigo pájaro, entonces
yo creo que era feliz.
Ésta es una mañana de plumas revueltas. Salí del patio del aljibe con el sabor del desayuno: unas rodajas de galleta de campaña tostadas en la plancha de la cocina a leña, sobre las que se derretía la manteca casera, todo mojadito con una cocoa bien espesa. Apenas pasé el portón de bisagras quejosas, me desperecé el cansancio de dar toma a la majada durante toda la jornada anterior. Bajé la vista y me capturó un rastro de plumas grises. Primero las más livianitas y suaves. Después llegué hasta las más formadas. Eso era todo lo que quedaba de la torcaza de la que El Miyu había dado cuenta.
-¡Me calienta!- Dije en ese momento en que uno se siente impotente ante el ludo de la naturaleza : que los bichos se coman como fichas antes de llegar al nido de la naturaleza o a la cueva. Lúdico: el gato y el ratón / pájaro. Tras aquél el perro, y el perro detrás de otros tantos cazadores: liebre, comadreja (que viene con la cabeza de la gallina adentro), mulita, tatú. Y de trás trás trás de todos ellos: la cachila del más grande de todos los cazadores de la Historia. Porque es carnívoro, caza vaca oveja gallina caballo; pesca chico mediano y grande ( y tira… tara…rira…). Porque es herbívoro caza zapallo boniato papa mama (y deja pudrir…). En su frugalidad frugívora caza semilla silvestre, domesticada (o transgénica) y la sube la baja según se le canta a la curva de la demanda, a la que moldea visible y alevosamente la mano del Dios Mercado.
- Mirá que vamo´a carnear, así que mañana churrasqueamos sangrador – me dijo Machado a su pasada para el galpón.
Ayer aprovechamos la fajina con ovejas para separar una punta de capones para consumo. A esos no le dimos Neguvon, los soltamos al potrero del manantial y El Barón, por las dudas, antes de largarlos los tizó de rojo en el lomo. Es la señal de la muerte. Tarde o temprano, en el sorteo del brete, esos capones van a terminar en el carneador.
En efecto, a la vuelta del párrafo anterior, ya venía Machado con el animal al hombro, las patas maneadas, delantera con delantera y trasera con trasera. Desató el tiento de estas últimas y bajando el palo del carneador lo ató a la izquierda. Subió el palo y el capón quedó colgando: toda la sangre del animal comprende la gravedad de la posición y corre cabeza abajo: verlo morir es como un ensayo para la conversación con la muerte, aunque uno la sepa desigual: pese a su debilidad esquelética, la flaca del pastizal siempre es más fuerte que cualquier ser vivo que se encuentre frente a ella (de ahí lo que dice Machado: mucha carne no significa fortaleza). Pese a todo, uno espera, de encontrarla, zafar la pata del tiento.
- Pasá y cerrá el portón- dijo Machado de espaldas a mí. El carneador estaba cercado con tejido, de manera que al acto no acudieron perros y gallinas para que, respectivamente, no comieran achuras crudas ni jodieran.
Desenvainó la chaira y afiló la faca p´al degüello. La clemencia se leía en lo blanco del ojo del lanar. No hay perdón. El cuchillo vibró en la mano de Machado. Cazó el animal por el hocico para asegurarse el tajo. La punta titubeó en el cuero y en cuanto lo penetró se hundió en el cogote sin más resistencias. Cuando la sangre le quemó la mano, retiró el cuchillo. Corrió la lata con el pie hacia donde la sangre iba cayendo a chorros desde la canilla del cogote. El bicho estiró la pata derecha como tres o cuatro veces, se moqueó, le chingó la lengua….
La carnicería prosiguió, mientras yo entonaba siete silbos para espantar tanta brutalidad:
1. – La cuereada a puño limpio, separando la piel del cuerpo, usando lo menos posible el cuchillo para no cortarla. Incluye la cortada y descoyuntada de las tres patas que quedan libres.
2. – Abrir el capón por el abdomen para volcar toda la tripería y seleccionarlo: sirve el cuajo, parte del estómago para el mondongo, tripa gorda, chinchulines, hígado y se tira lo que sobra. El Barón nunca comía hígado de oveja. Sin embargo, en el pueblo emperejilaba unos churrascos de hígado de vaca mojadito con el tinto de Carlín.
3. – Con el pecho partido a cuchillo y marrón, el corazón se desprende solemnemente sopesando en la mano toda su significación. Los riñones no caen con el conjunto de las vísceras, hay que ir a buscarlos porque quedan pegados en el costillar.
4. – Limpio el animal, empezó a bajar el corte entre vértebra y costilla, separando una media res subdividida en paleta, cuarto y costillar, dejando la otra pegada al espinazo.
5. – La carretilla estaba cubierta con el cuero. En ella fue dejando Machado la carne y las achuras limpias y en un tacho las que hay que limpiar.
-Cuando yo era capataz de Albito, p´al desayuno, ni soñar con churrasquear. ¡Leche y galletas!. La carneada era rápida: la carne pa´ la parrilla y las achuras pa´ los perros. Mire andar perdiendo el tiempo limpiando tripa pa´ que se la pelen en un hapa!, no má….
-Dice la maestra que el intestino es siete veces el largo del animal- dije por decir, enrollando un sogueo en la rama de un transparente.
6. -Descoyuntó la pata de la que colgaba el capón y tiró la otra media res sobre la carretilla. Separó el espinazo, costillas, y cuarto y paleta.
7. -Después de cortar la cabeza, fue bordeando el cogote con el cuchillo, como quien pela una fruta y se quedó con una mantita de carne: -Esta es la especialidá p´al patrón-. El Barón a la madrugada siguiente tiraría ese sangrador en las brasas para hacer más sabrosos el cimarrón y los cuentos del fogón.
–Bue´, la carneada se nos está haciendo larga y con más vueltas q´el intestino de tu maestra. Llevate la carretilla…. El sangrador p´al Barón ponelo en la fiambrerita del galpón. Lo demás llevalo a la fiambrería grande.
Le hice caso. Mientras enganchaba los alambres en las patas del cuero para estaquearlo, pasó Pedro entre los paraísos:
-¡Eh!. ¡Gamexan!. Si vai pra o povo, acredito que de grande voce vai ser carnicero.
No sé si alguien le dijo, alguna vez a Pedro, que crucé de largo por el povo y terminé en la capital, bien lejos. Que no preciso ser carnicero para levantarme cedo, matear con El Barón, Machado, él y Carlos, contar historias a los demás de ellos, mientras el jugo de un sangrador chista en el fogón del cuento.
Agamenón Castrillón, en : “Cuentos de El Barón de Carumbé”, © 2002, Ediciones de la Banda Oriental S.R.L.- I.S.B.N. : 9974.1.0257-X. .......
A veces.
A veces.
A veces tengo ganas de ser cursi
para decir: la amo a Usted con locura.
A veces tengo ganas de ser tonto
para gritar: la quiero tanto!
A veces tengo ganas de ser niño
para llorar acurrucado en su seno.
A veces tengo ganas de estar muerto
para sentir desde la tierra húmeda de mis jugos,
que me crece una flor rompiéndome el pecho,
una flor, y decir: esta flor,
para Usted.
Nicolás Guillén.
A veces tengo ganas de ser cursi
para decir: la amo a Usted con locura.
A veces tengo ganas de ser tonto
para gritar: la quiero tanto!
A veces tengo ganas de ser niño
para llorar acurrucado en su seno.
A veces tengo ganas de estar muerto
para sentir desde la tierra húmeda de mis jugos,
que me crece una flor rompiéndome el pecho,
una flor, y decir: esta flor,
para Usted.
Nicolás Guillén.
El alfiler
El alfiler.
La bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras el jinete, en un santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda de Tocabamba. Por el obeso balcón de cedro asomó la cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido, que temblaba.
Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo:
- ¿Qué te pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas… ¡Si no nos comemos aquí a la gente! Habla no más…
El Borradito, llamado así en el valle por el rostro picado de viruelas, asía con desesperada mano el sombrero de jipijapa y quiso explicar tantas cosas a la vez – la desgracia súbita, su galope nocturno de veinte leguas, la orden de llegar en pocas horas aunque reventara la bestia en el camino – que enmudeció por un minuto. De repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahíla:
- Pues, le diré a mi amito que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche mismito agarró y se murió la niña Grimanesa.
Si don Timoteo no sacó el revólver, como siempre que se hallaba conmovido, fue sin duda, por mandato de la providencia, pero estrujó el brazo del criado queriéndole extirpar mil detalles.
- ¿Anoche?... ¿Está muerta?... ¿Grimanesa?...
Algo advirtió quizá en las obscuras explicaciones del Borradito, pues sin decir palabra, rogando que no despertaran a su hija, “la niña Ana María”, bajó él mismo a ensillar su mejor caballo de paso. Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno, Conrado Basadre, que el año último casara con Grimanesa, la linda y pálida amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios una fiesta sin par, con fuegos de Bengala, sus indias danzantes de camisón morado; sus indias, que todavía lloran la muerte de los incas, ocurrida en siglos remotos pero reviviscente en la endecha de una raza humillada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de sementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos, que ostentaban en el ruedo de velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con el simpático y arrogante Conrado Basadre terminaba así… ¡Badajo!...
Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico. Quería llegar en cinco horas a Sincavilca, el antiguo feudo de los Basadre.
En la tarde, ya vencida, se escuchó otro galope resonante y premioso, sobre los cantos redados de la montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:
- ¿Quién vive?
Refrenó su carrera el jinete próximo y, con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su vez:
- ¡Amigo!. Soy yo, ¿no me conoce?, el administrador de Sincavilca. Voy a buscar al cura para el entierro.
Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tanta prisa en llamar al cura si Grimanesa estaba muerta, y por qué razón no se hallaba en la hacienda el capellán. Dijo adiós con la mano, y estimuló a su cabalgadura, que arrancó a galope con el flanco lleno de sangre.
Desde el inmenso portalón que clausuraba el patio de la hacienda, aquel silencio acongojaba. Hasta los perros enmudecidos, olfateaban la muerte. En la casa colonial, las grandes puertas claveteadas de plata, ostentaban ya crespones en forma de cruz. Don Timoteo atravesó los grandes salones desiertos, sin quitarse las espuelas nazarenas, hasta llegar a la alcoba de la muerta, en donde sollozaba Conrado Basadre. Con voz empañada por el llanto, rogó el viejo a su yerno que lo dejara solo un momento. Y cuando hubo cerrado la puerta con sus manos, rugió su dolor durante horas, insultando a los santos, llamando a Grimanesa por su nombre, besando la mano inanimada, que volvía a caer sobre las sábanas, entre jazmines del Cabo y alhelíes. Seria y ceñuda por primera vez, reposaba Grimanesa como una santa, con las trenzas ocultas en la corneta de las carmelitas y el lindo talle prisionero en el hábito, según la costumbre religiosa del valle, para santificar a las lindas muertas. Sobre su pecho colocaron un bárbaro crucifijo de plata, que había servido a un abuelo suyo para trucidar rebeldes en una antigua sublevación de indios.
Al besar don Timoteo la santa imagen, quedó entreabierto el hábito de la muerta, y algo advirtió, aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejó del cadáver como enloquecido, con repulsión extraña. Entonces miró a todos lados, escondió un objeto en el poncho y, sin despedirse de nadie, volvió a montar, regresando a Ticabamba, en la noche cerrada.
Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este silencio. ¡Ni siquiera habían asistido al entierro!. Don Timoteo vivía enclaustrado en su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar días enteros, sordo a las súplicas de Ana María, tan hermosa como su hermana Grimanesa, que vivía adorando y temiendo a su padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía Conrado Basadre.
Pero un domingo claro de junio se levantó don Timoteo de buen humor, y propuso a Ana María que fueran juntos a Sincavilca, después de misa. Era tan inesperada aquella resolución, que la chiquilla transitó por la casa durante la mañana entera como enajenada, probándose al espejo las largas faldas de amazona y el sombrero de jipijapa, que fue preciso fijar en las olorosas crenchas con un largo estilete de oro. Cuando el padre la vio así, dijo, turbado, mirando el alfiler:
- Vas a quitarte ese adefesio…
Ana María obedeció suspirando, resuelta, como siempre, a no adivinar el misterio de aquel padre violento.
Cuando llegaron a Sincavilca, Conrado estaba domando un potro nuevo, con la cabeza descubierta a todo sol, hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y remaches de plata. Desmontó de un salto, y al ver a Ana María, tan parecida a su hermana en gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato, embebecido.
Nadie habló de la desgracia ocurrida, ni mentó a Grimanesa, pero Conrado cortó sus espléndidos y carnales jazmines del Cabo para obsequiarlos a Ana María. Ni siquiera fueron a visitar la tumba de la muerta, y hubo un silencio enojoso cuando la nodriza vieja vino a abrazar a “la niña” llorando.
- ¡Jesús, María y José! ¡Tan linda como mi amita! ¡Un capulí!
Desde entonces, cada domingo se repetía la visita a Sincavilca. Conrado y Ana María pasaban el día mirándose en los ojos y oprimiéndose dulcemente las manos cuando el viejo volvía el rostro para contemplar un nuevo corte de caña madura. Y un lunes de fiesta, después del domingo encendido en que se besaron por primera vez, llegó Conrado a Ticabamba, ostentando la elegancia vistosa de los días de fiesta, terciado el poncho violeta sobre el pellón del carnero, bien peinada y reluciente la crin de su caballo, que “braceaba” con escorzo elegante y clavaba el espumante belfo en el pecho, como los palafrenes de los libertadores.
Con la solemnidad de las grandes horas, preguntó por el hacendado, y no le llamó con el respeto de siempre, “ don Timoteo”, sino que murmuró, como en el tiempo antiguo, cuando era novio de Grimanesa:
- Quiero hablarle, mi padre.
Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija muerta. El viejo, silencioso, esperó que Conrado, turbadísimo, le fuera explicando, con indecisa y vergonzante voz, su deseo de casarse con Ana María. Medió una pausa tan larga que don Timoteo, con los ojos entrecerrados, parecía dormir. De súbito, ágilmente, como si los años no pesaran en aquella férrea constitución de hacendado peruano, fue a abrir una caja de hierro de antiguo estilo y complicada llavería, que era menester solicitar con mil ardides y un “santo y seña” escrito en un candado. Entonces, siempre silencioso, cogió allí un alfiler de oro. Era uno de esos topos que cierran el manto de las indias y termina en hoja de coca, pero más largo, agudísimo y manchado de sangre negra.
Al verlo, Conrado cayó de rodillas, gimoteando como un reo confuso.
- ¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!
Mas el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de llorar. Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró en voz tan sorda que se le oía apenas:
- Sí, se lo saqué yo del pecho cuando estaba muerta… Tú le habías clavado este alfiler en el corazón… ¿no es cierto?... Ella te faltó, quizá…
- Sí, mi padre.
- ¿Se arrepintió al morir?
- Sí, mi padre.
- ¿Nadie lo sabe?
- No, mi padre.
- ¿Por qué no lo mataste también?
- ¡Huyó como un cobarde!
- ¿Juras matarlo si regresa?
- ¡Sí, mi padre!
El viejo carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado, y dijo, ya sin aliento:
- ¡Si ésta también te engaña, haz lo mismo!... ¡Toma!....
Entregó el alfiler de oro solemnemente, como otorgaban los abuelos la espada al nuevo caballero, y con brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indicó al yerno que se marchara enseguida, porque no era bueno que alguien viera sollozar al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz.
Ventura García Calderón.
La bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras el jinete, en un santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda de Tocabamba. Por el obeso balcón de cedro asomó la cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido, que temblaba.
Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo:
- ¿Qué te pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas… ¡Si no nos comemos aquí a la gente! Habla no más…
El Borradito, llamado así en el valle por el rostro picado de viruelas, asía con desesperada mano el sombrero de jipijapa y quiso explicar tantas cosas a la vez – la desgracia súbita, su galope nocturno de veinte leguas, la orden de llegar en pocas horas aunque reventara la bestia en el camino – que enmudeció por un minuto. De repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahíla:
- Pues, le diré a mi amito que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche mismito agarró y se murió la niña Grimanesa.
Si don Timoteo no sacó el revólver, como siempre que se hallaba conmovido, fue sin duda, por mandato de la providencia, pero estrujó el brazo del criado queriéndole extirpar mil detalles.
- ¿Anoche?... ¿Está muerta?... ¿Grimanesa?...
Algo advirtió quizá en las obscuras explicaciones del Borradito, pues sin decir palabra, rogando que no despertaran a su hija, “la niña Ana María”, bajó él mismo a ensillar su mejor caballo de paso. Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno, Conrado Basadre, que el año último casara con Grimanesa, la linda y pálida amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios una fiesta sin par, con fuegos de Bengala, sus indias danzantes de camisón morado; sus indias, que todavía lloran la muerte de los incas, ocurrida en siglos remotos pero reviviscente en la endecha de una raza humillada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de sementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos, que ostentaban en el ruedo de velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con el simpático y arrogante Conrado Basadre terminaba así… ¡Badajo!...
Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico. Quería llegar en cinco horas a Sincavilca, el antiguo feudo de los Basadre.
En la tarde, ya vencida, se escuchó otro galope resonante y premioso, sobre los cantos redados de la montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:
- ¿Quién vive?
Refrenó su carrera el jinete próximo y, con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su vez:
- ¡Amigo!. Soy yo, ¿no me conoce?, el administrador de Sincavilca. Voy a buscar al cura para el entierro.
Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tanta prisa en llamar al cura si Grimanesa estaba muerta, y por qué razón no se hallaba en la hacienda el capellán. Dijo adiós con la mano, y estimuló a su cabalgadura, que arrancó a galope con el flanco lleno de sangre.
Desde el inmenso portalón que clausuraba el patio de la hacienda, aquel silencio acongojaba. Hasta los perros enmudecidos, olfateaban la muerte. En la casa colonial, las grandes puertas claveteadas de plata, ostentaban ya crespones en forma de cruz. Don Timoteo atravesó los grandes salones desiertos, sin quitarse las espuelas nazarenas, hasta llegar a la alcoba de la muerta, en donde sollozaba Conrado Basadre. Con voz empañada por el llanto, rogó el viejo a su yerno que lo dejara solo un momento. Y cuando hubo cerrado la puerta con sus manos, rugió su dolor durante horas, insultando a los santos, llamando a Grimanesa por su nombre, besando la mano inanimada, que volvía a caer sobre las sábanas, entre jazmines del Cabo y alhelíes. Seria y ceñuda por primera vez, reposaba Grimanesa como una santa, con las trenzas ocultas en la corneta de las carmelitas y el lindo talle prisionero en el hábito, según la costumbre religiosa del valle, para santificar a las lindas muertas. Sobre su pecho colocaron un bárbaro crucifijo de plata, que había servido a un abuelo suyo para trucidar rebeldes en una antigua sublevación de indios.
Al besar don Timoteo la santa imagen, quedó entreabierto el hábito de la muerta, y algo advirtió, aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejó del cadáver como enloquecido, con repulsión extraña. Entonces miró a todos lados, escondió un objeto en el poncho y, sin despedirse de nadie, volvió a montar, regresando a Ticabamba, en la noche cerrada.
Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este silencio. ¡Ni siquiera habían asistido al entierro!. Don Timoteo vivía enclaustrado en su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar días enteros, sordo a las súplicas de Ana María, tan hermosa como su hermana Grimanesa, que vivía adorando y temiendo a su padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía Conrado Basadre.
Pero un domingo claro de junio se levantó don Timoteo de buen humor, y propuso a Ana María que fueran juntos a Sincavilca, después de misa. Era tan inesperada aquella resolución, que la chiquilla transitó por la casa durante la mañana entera como enajenada, probándose al espejo las largas faldas de amazona y el sombrero de jipijapa, que fue preciso fijar en las olorosas crenchas con un largo estilete de oro. Cuando el padre la vio así, dijo, turbado, mirando el alfiler:
- Vas a quitarte ese adefesio…
Ana María obedeció suspirando, resuelta, como siempre, a no adivinar el misterio de aquel padre violento.
Cuando llegaron a Sincavilca, Conrado estaba domando un potro nuevo, con la cabeza descubierta a todo sol, hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y remaches de plata. Desmontó de un salto, y al ver a Ana María, tan parecida a su hermana en gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato, embebecido.
Nadie habló de la desgracia ocurrida, ni mentó a Grimanesa, pero Conrado cortó sus espléndidos y carnales jazmines del Cabo para obsequiarlos a Ana María. Ni siquiera fueron a visitar la tumba de la muerta, y hubo un silencio enojoso cuando la nodriza vieja vino a abrazar a “la niña” llorando.
- ¡Jesús, María y José! ¡Tan linda como mi amita! ¡Un capulí!
Desde entonces, cada domingo se repetía la visita a Sincavilca. Conrado y Ana María pasaban el día mirándose en los ojos y oprimiéndose dulcemente las manos cuando el viejo volvía el rostro para contemplar un nuevo corte de caña madura. Y un lunes de fiesta, después del domingo encendido en que se besaron por primera vez, llegó Conrado a Ticabamba, ostentando la elegancia vistosa de los días de fiesta, terciado el poncho violeta sobre el pellón del carnero, bien peinada y reluciente la crin de su caballo, que “braceaba” con escorzo elegante y clavaba el espumante belfo en el pecho, como los palafrenes de los libertadores.
Con la solemnidad de las grandes horas, preguntó por el hacendado, y no le llamó con el respeto de siempre, “ don Timoteo”, sino que murmuró, como en el tiempo antiguo, cuando era novio de Grimanesa:
- Quiero hablarle, mi padre.
Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija muerta. El viejo, silencioso, esperó que Conrado, turbadísimo, le fuera explicando, con indecisa y vergonzante voz, su deseo de casarse con Ana María. Medió una pausa tan larga que don Timoteo, con los ojos entrecerrados, parecía dormir. De súbito, ágilmente, como si los años no pesaran en aquella férrea constitución de hacendado peruano, fue a abrir una caja de hierro de antiguo estilo y complicada llavería, que era menester solicitar con mil ardides y un “santo y seña” escrito en un candado. Entonces, siempre silencioso, cogió allí un alfiler de oro. Era uno de esos topos que cierran el manto de las indias y termina en hoja de coca, pero más largo, agudísimo y manchado de sangre negra.
Al verlo, Conrado cayó de rodillas, gimoteando como un reo confuso.
- ¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!
Mas el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de llorar. Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró en voz tan sorda que se le oía apenas:
- Sí, se lo saqué yo del pecho cuando estaba muerta… Tú le habías clavado este alfiler en el corazón… ¿no es cierto?... Ella te faltó, quizá…
- Sí, mi padre.
- ¿Se arrepintió al morir?
- Sí, mi padre.
- ¿Nadie lo sabe?
- No, mi padre.
- ¿Por qué no lo mataste también?
- ¡Huyó como un cobarde!
- ¿Juras matarlo si regresa?
- ¡Sí, mi padre!
El viejo carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado, y dijo, ya sin aliento:
- ¡Si ésta también te engaña, haz lo mismo!... ¡Toma!....
Entregó el alfiler de oro solemnemente, como otorgaban los abuelos la espada al nuevo caballero, y con brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indicó al yerno que se marchara enseguida, porque no era bueno que alguien viera sollozar al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz.
Ventura García Calderón.
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