miércoles, 2 de febrero de 2011

Juego de niños, Carmen Posadas.

Juego de niños

- ¡Qué hermoso edificio! – dijo Carmen O´Inns.
- Y un colegio de excelente reputación, además – añadió Isaac Tonñu – Tan célebre que nadie diría que aquí podría haber ocurrido algo terrible.
La reja del jardín acababa de abrirse silenciosamente. Isaac arrancó, y las ruedas del taxi parecieron hacer chirriar a cada uno de los guijarros de la grava del camino. Este era de forma circular con el colegio al fondo, de modo que uno podía acercarse al edificio por un lado y salir por el otro recorriendo al pasar primero un grupo de rododendros, más allá un ordenado cantero de rosas y por fin las ventanas de Saint Severin, todas pintadas de verde, todas en forma de guillotina.
- ¿Qué se sabe de la víctima?
Carmen O´Inns consultó su libreta de hule negro. Nombre: Óscar Beil; edad: 11 años; última vez que fue visto con vida: en clase de gimnasia, a las 10:30 de la mañana. Causa de la muerte: parece que se ahogó en la piscina, pero esas marcas, esas marcas…
- ¿Qué marcas, O’Inns?
- Aún es pronto para saberlo, pero según el padre del niño, y a la espera de lo que dictamine el forense, sobre la sien izquierda podía apreciarse una hendidura en forma de media luna, algo parecido a una muesca.
- ¿Alguna sospecha?
Carmen O’Inns estiró las piernas. No viajaba en la parte trasera del taxi sino en el asiento del copiloto; así, sus noventa y dos centímetros de extremidades inferiores enfundadas en unas medias Wolford “Individual 10” podían extenderse cómodamente.
- ¿Quién encontró a la víctima? – preguntó entonces Isaac Tonñu. Pero Carmen O’Inns tampoco respondió a esta pregunta. Acababa de sacar del bolso una polvera y se disponía a hacer una inspección rutinaria de todas sus investigaciones: la comprobación de que su atractivo estaba al máximo nivel. Examinó primero la correcta caída del flequillo de un negro profundo, ni muy largo ni muy corto, ni muy abundante ni tampoco escaso, el volumen perfecto para resaltar sus rasgos aindiados y el verde de sus ojos irlandeses. Luego dirigió la mirada a sus labios; a éstos una sabia combinación de belleza natural con silicona los hacía parecer mucho más jóvenes que los 37 que proclamaba el carnet de identidad de su dueña. El hechizo se mantenía también en el resto del cuerpo: como en los hombros, muy rectos, de bailarina; como en las caderas que eran anchas sin parecerlo y que enmarcaban un vientre plano que ahora se agitaba suavemente con cierta preocupación.
Cuando le preguntaban de dónde era, Carmen O’Inns solía contestar siempre lo mismo: de la tierra del ron con unas gotitas de whiskey. “Whiskey” y no whisky añadía a continuación con un guiño – nada de brumas escocesas; en otras palabras: soy medio caribeña y medio de la tierra de Eire.
También le gustaba puntualizar que era psicoanalista y no psiquiatra ni psicóloga, que creía en la paz mundial, en las fuerzas de la naturaleza y en la bondad innata del ser humano pero que, por alguna razón que no llegaba a comprender, siempre se veía metida en líos. Como en éste, por ejemplo.
- Han sido los padres del niño los que han acudido a usted, ¿verdad?
- El padre – corrigió O’Inns -. Óscar Beil no tenía madre y además era hijo único.
- Qué terrible tragedia, un muchachito tan joven. Y luego están esas marcas en la sien… - dijo Isaac Tonñu justo al pasar por delante de las ventanas de guillotina y sin poder evitar un escalofrío.
Isaac Tonñu no se llamaba así. Su verdadero nombre era Isaac Newton, pero al llegar a España desde su Belice natal, había decidido invertir las sílabas de su apellido: Tonnew o, mejor dicho, Tonñu, sonaba menos foráneo y desde luego mucho más acorde con su metro ochenta y nueve de carnes prietas, morenas. Y también se prestaba a menos burlas, aunque él jamás hubiera tolerado una; Isaac Newton o Isaac Tonñu sabía defenderse.
Llegaron por fin a la entrada principal del edificio, pero O’Inns no se movió. Aguardaba a que Isaac rodeara el vehículo y le abriera la puerta del taxi. Ambos eran fieles a ciertos rituales desde que trabajaban juntos, hacía de esto tres largos años. Muchos eran los peligros que habían compartido hasta el momento, como el Misterioso asunto Balanchine o el caso denominado La muerte baila el son.
- Gracias, Isaac – dijo Carmen O’Inns, y al incorporarse para salir, casi susurró ambas palabras al oído de su socio, de modo que uno y otro notaron la corriente de alto voltaje que se establecía entre sus cuerpos. “Ahora no”, se dijo O’Inns, “no, querida, no es momento”, pero su mente rebelde se empreñó en regalarle dos recuerdos sensoriales e irresistibles: primero, el tacto de aquella piel endrina hundiéndose en la suya tan clara, tan irlandesa y luego el tenue olor a almizcle que envolvía sus noches juntos, desnudos en la terraza del nuevo penthouse de Isaac Tonñu con vistas a la Casa de Campo, los dos solos en la oscuridad, aislados en la inmensidad de la ciudad dormida. ¿Por qué siempre pensamos en sexo cuando la muerte acecha?, meditó, ¿porqué la muerte es tan orgásmica?, añadió, y ya se disponía a contestar esta pregunta cuando

Cuando… ¿Cuándo qué? ¿Cuándo qué demonios qué?, se dijo Luisa deteniendo sus dedos sobre el teclado y mirando el último párrafo que había escrito. ¿La muerte es orgásmica? Orgásmica nada menos y luego: ¿puede un tipo llamado Isaac Tonñu o Newton qué más da, ser taxista y al mismo tiempo tener un penthouse? Eso por no ponerse a analizar más incongruencias en lo que acababa de escribir, como lo inverosímil que resulta que alguien, por muy investigadora intrépida que sea, piense semejante letanía de cosas en un trayecto tan corto como el camino que lleva desde la entrada hasta la puerta principal de un colegio. ¿Y el colegio? ¿Dónde en España se ha visto un colegio (un internado, mixto para más señas, llamado Saint Severin para acabar de arreglarlo) tan parecido a la mansión de Rebeca, con rododendros y todo? Por cierto, ¿crecen en España los rododendros? ¿Cómo se escribe? ¿Rodendros? ¿Rhododendros?


Carmen Posadas, Planeta, 2006.

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