miércoles, 14 de julio de 2010

La leyenda de la Salamanca

La luna llena apareció roja y lúgubre. Los perros de la estancia ladraban como presagiando una muerte.
Una lechuza chistó para llamar la atención de los grillos y la crucera se enroscó en el centro mismo del círculo que en el cielo de la tarde habían trazado los caranchos.
En la estancia, el capataz deliraba por una fiebre misteriosa y repentina. Una hora antes se había jactado de los golpes que le había propinado a un muchachito aindiado del rancherío contiguo, un adolescente que había sido sorprendido robando una oveja. Ahora, el capataz parecía –inexplicablemente- al borde de la muerte.
Desde la estancia se divisaba el inconfundible contorno del Cerro de Arequita, pero no se oían los lamentos y susurros que aquella noche poblaban el monte de ombúes de su ladera. Menos aún se podía advertir desde allí la pálida lumbre, reflejo de un fogón interior, que salía por la grieta que anunciaba la entrada a la cueva.
La cueva, una grieta inmensa y oscura, siempre está custodiada por los murciélagos vampiros.
Adentro de la gruta tres ancianas charrúas se repartían el trabajo: una curaba al muchachito brutalmente castigado por el capataz, con rezos y emplastos vegetales; las otras dos armaban un muñeco de trapo y lo elevaban con sus brazos hacia el techo, hacia donde está la eterna gotera del agua.
Al levantar el muñeco algo pasó fuera de la gruta. Un relámpago bajó por las nubes negruzcas que ocultaban la roja Luna; se iluminaron espectralmente los corrales de piedra más antiguos, que son indios de origen. Los largos muros de piedra prolongaron el relámpago en toda su blanquecina extensión, hacia los lejanos túmulos cónicos del antiguo ritual.
En la estancia la mujer y los peones rodeaban el catre donde yacía el capataz. La pequeña ventana se abrió bruscamente y todos fueron inundados por la espectral luz del relámpago. El cuerpo del enfermo se estremeció y de su garganta salió un gemido casi animal.
En la gruta una de las ancianas amarró con un meneador las piernas del muñeco.
En la estancia el capataz se agitaba en convulsiones, golpeaba el aire con sus piernas, pero ya no lograba separar una de la otra.
En la gruta, la segunda anciana vendó los ojos del muñeco.
En la estancia, el capataz abrió desmesuradamente los ojos y gritó que ya no veía, que estaba ciego.
En la gruta, la tercera anciana levantó una astilla del árbol de la aruera, apuntó hacia el muñeco y antes de atravesarla con ella interrogó con los ojos al muchacho herido. Este dijo que no con la cabeza, y entonces la anciana que tenía la astilla con la punta a pocos milímetros del vientre del muñeco, la separó y la quemó con el fuego de la antorcha, dejando caer al muñeco con desprecio.
En la estancia el capataz cayó de la cama y se puso a llorar como un niño.
La mujer del capataz, que rezaba a una imagen de San Jorge, tuvo entonces una visión: vio la serena cabecita del muchacho herido dentro de la gruta, negando con resolución, y le dio las gracias en silencio.
En la gruta las ancianas juntaron las hojas de ruda, el ojo de sapo, el ala de carancho, los huevos de culebra mora, las arañas y las hierbas que crecen entre las tumbas de las ánimas más atormentadas, allá por el panteón abandonado. Guardaron todo cuidadosamente, porque el arma de la memoria, que es sobre todo amor, a veces también necesita garras protectoras.
Gonzalo Abella, “Mitos, leyendas y tradiciones de la Banda Oriental”.

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