El ratón Juancito
Julio C. da Rosa.
Como toda casa campesina y vieja, la mía estaba minada de ratones. Minada digo, y digo verdad. Millares de ratones pululaban por los techos, paredes y entrepisos. Millares, merodeaban por los alrededores, con guaridas en cercos y canteras de piedra.
No conozco arma más temible en cuerpo más chiquito, que el diente del ratón. Si un individuo “armado hasta los dientes” es un peligro, nadie sabe lo que es un individuo armado con estos dientes. Si en vez de un individuo es un ejército, nadie es capaz de imaginarlo.
Pues contra todas las invasiones de ese ejército así armado, era necesario en casa, vivir en permanente batalla. Venenos activísimos, decenas de trampas, manadas de gatos, montaban guardia permanente en custodia de graneros, despensas, trojes, galpones y papeles. Asimismo, nadie podía evitar que al caer de las noches, nuestra enorme casona y sus contornos, se llenaran con el rumor de las correrías, los chillidos y la acción mandibular de aquella población menuda, inteligente e invisible. Menos podía evitarse que, al llegar el día, se comprobaran alarmantes mermas de las provisiones de boca –desde granos hasta quesos- y los indignantes destrozos de libros, guascas y maderas.
Durante mucho tiempo yo escuché toda clase de maldiciones contra aquel enemigo terrible. Durante el mismo tiempo debí oí noche a noche, el barullento quehacer de sus malones clandestinos sobre techos y bajo pisos. Creo que hasta aprendí a odiar los ratones con toda la fuerza de mis seis años.
Mas dicho lo que acabo de decir, debo hacer una confesión: la vez que vi un ratón atrapado en una trampa, se me borró de golpe aquel borbollón. Lo vi tan chiquitito, allí, al pobre, que no pude evitar una enorme compasión. Compasión parecida a la que debe sentir quien vea a un chiquilín -por perverso que haya sido- tras las rejas de una cárcel.
Salí de allí con una resolución bien tomada. La de que, costara lo que costara, yo tenía que ser dueño de un ratón. Dueño absoluto y total; padre y madre tenía que ser.
Me pasé toda una tarde siguiéndole los movimientos a un gato con fama de cazador. Allá sobre el ocaso, lo vi hacerse un arco tras algo así como una bala, que se sepultó en un agujero de cantera. Allá corrí. Espanté el gato, estuve moviendo piedras y de repente, allá contra un fondo oscuro y sobre blanco lecho de papeles, plumas y trapos, percibí el rosado pálido de varios cuerpecitos arrollados. Estiré el brazo, abrí y cerré la mano sobre la carne tibia, la saqué. Ante mis ojos se estremeció un diminuta criaturita, completamente desnuda. Un ratoncito bebé, era. Todo un hombrecito arratonado, lo encontré yo.
Salí corriendo en busca de mi madre. Cuando ante sus ojos atónitos, abrí mi mano temblorosa, ella no pudo reprimir un gesto de asco-rabia. Pero, madre al fin, seguramente leyó en mi rostro la súplica ansiosa. Con la cara hacia un lado me dijo: -Sin el calor y la leche de la ratona madre, se te va a morir.
-¿Y qué puedo hacer?
-Devolverlo al nido.
-Pues yo lo quiero para mí.
-Pues allí será tuyo.
-Y quiero que se llame Juancito.
-Que se llame.
-¿Y quién va a saber eso?
-Por ahora, nosotros dos.
-¿Después?
-Después...él y todos los ratones.
-¿Cómo?
-Ahora verás.
Tomó un lápiz y sobre un papel escribió esto que enseguida me hizo oír: “Señora ratona: quiero ser amigo de Juancito para poder llamarlo”. Después iba mi nombre.
-¿Y me hará caso, doña Ratona?
-Si nadie más se entera de esto, sí.
-¡Ni tu padre, eh!
-Bueno, mamá.
Envolví a Juancito en la carta y lo devolví a su lecho. Coloqué luego las piedras en su lugar. Le di unas correteadas al gato descubridor que seguía merodeando por allí y me alejé lleno de felicidad.
Durante mucho tiempo conversé con aquel amigo al que me había dado el lujo de bautizar. Cuando desde el fondo de mis noches de insomnio, apenas sentía un leve rumor ratonil por techos, paredes o entrepisos, me ponía a aconsejarlo paternalmente:
-Juancito, ¿estás ahí?...Portate bien, mi hijito. No comas el maíz de la troje. Ni los quesos de la pobre mamá. Ni las coyundas de arar. Ni las riendas de papá. ¡Cuidado con el veneno que tiene el gofio del tirante del galpón! ¡Y con las trampas de la despensa! ¡Y con la tropilla de gatos asesinos que andan por ahí, disfrazados de buenos! ¡Sé gente, Juancito! Mañana voy a convidarte con tocino y pororó azucarado.
Así, hasta que un día me sorprendí a mí mismo riéndome a carcajadas de oír a mi madre contarme este cuento...
El Turquito aviador
Juan Capagorry
Cuando al turquito le preguntaban: -¿Qué vas a ser cuando seas grande?-, él, invariablemente, miraba el cielo y contestaba:
-¡Aviador!
Cuando pasa un avión él se queda mirándolo…Ya se ha perdido en el cielo y él seguía mirando. Se había perdido hasta el ruido, pero él seguía mirando el cielo.
-¡Pero, ¿lo ves?...
-Yo lo veo.
Sus juguetes son aviones.
Andaba siempre por las calles y los campos haciéndolos volar.
-Ahí va el turquito con los aviones…
Don José, el padre, un día se enojó y le tiró todos los aviones: -¡Se te irá a pasar ese vicio con los aeroplanos!...
Nosotros, unas veces queríamos ser una cosa y a veces otra. A todos se nos pasó. Creíamos que al Turquito, después que el padre le tiró los aviones, también se le pasaría. ¡Pero no!
Cuando terminó la escuela, lloró y pidió tanto que, al fin, el padre cedió: -No puedo con la vida de él!
Un día Gilberto recibió una carta “Ya vuelo. Hicimos ejercicios en Pando. Todo lo ves chiquito y ordenado como a mí me parecía. A veces no ves más que nubes. ¡Si vieras qué lindo!”
El Turquito ya es aviador. El otro día vino al pueblo. Fuimos todos a esperarlo a las pistas de Sánchez donde iba a aterrizar.
Bajó el turquito y nos saludó a todos. Se sacó el gorro y cuando le dijo a don José de subir, éste le torció los ojos: -¡Ni atado a lo chancho subo a esa porquería!
Reímos todos. Todos menos don José.
-Pero si no hay peligro papá. Va a ver qué lindo es…
-Lindo es estar en la tierra-, dijo don José.
Después subió al avión y nos saludaba con la mano, como antes. El avión haciendo un gran ruido se despegó de las pistas de Sánchez y se perdió en el cielo. Hasta que no se perdió del todo no nos fuimos. Don José seguía mirando…
-¡Eh!, don José, ya no se ve…
-¿Y el Turquito?- le preguntamos al padre.
-Ahí andará…Por los aires… ¡Ah, este hijo mío!
Y cuando pasa un avión por el cielo de nuestro pueblo, nosotros nos quedamos mirando. Va muy alto y apenas lo vemos, pero cualquiera lo dice, y todos lo sabemos: -¡Es el turquito!
Geografía del Cebollatí
Carlos Sabat Ercasty
Una de las más agradables y bellas emociones es, sin duda, la de vagar por un río navegando lentamente sus aguas.
¡Lentamente!
Mejor un bote o una lancha a vela, que un barco a motor.
No tenemos apuro.
Queremos contemplar, distraernos profunda y dichosamente.
Ir sintiendo el rozamiento de los ramales y el aire refrescado por el tacto del agua.
Ver los pájaros cruzando de orilla a orilla cual flechas arrojadas por el arco del río en cada una de sus vueltas.
Aquí y allá los patos gozosos, flotan, los ojos atentos, para sorprender la codiciada presa.
Los camalotes bordean la corriente y hacen temblar en la brisa una de sus delicadas flores celestes, lilas, blancas, o, desprendidos como islotes vivientes, viajan al azar de las ondas, hacia allá, hacia donde el río los lleva, caprichoso y firme.
De pronto un pez hiere el aire con su daga de plata y oro.
O brilla un insecto zumbando su fuga en radiantes espiras.
Entre tanto, el agua inmensa y serena del río, renovándose siempre, avanza, transparente y limpia, como la vida de un hombre perfecto, avanza el agua inmensa y serena, llena de un cielo puro, donde el sol, hundido, más suave que el de las alturas, pule su metal orgulloso deslizándose sobre las arenas humildes.
Hace muy poco que regresé del río Cebollatí.
Tengo mil recuerdos de su admirable caudal.
¡Qué aguas finas y delicadas, qué majestad de azul perfección, que anchura tranquila, qué encantamiento de los ojos en la sinuosa marcha!
Nada más distinto al río visto en los mapas geográficos, que el que contemplamos en el esplendor del mediodía, o bajo el silencio de las estrellas, o en la suavidad de plata y seda de las noches de luna.
Sobre el papel vemos un hilo de tinta azul, quieto, delgadísimo, que nuestra mano hace desaparecer bajo su palma.
El río no es una línea de tinta en un papel amarillento y reseco.
Tampoco el río es nada más que el agua que corre entre sus propias orillas.
El río es él y es todo lo que lo rodea.
Se irradia generosamente.
No pide, da.
Está abierto a todos como una mano que ofrece sus tesoros.
El río es pájaro, es árbol, insecto, toro, flor, canto, luz.
La gama ciega
Horacio Quiroga
HABÍA UNA VEZ un venado —una gama— que tuvo dos hijos mellizos, cosa rara entre los venados. Un gato montés se comió a uno de ellos, y quedó sólo la hembra. Las otras gamas, que la querían mucho, le hacían siempre cosquillas en los costados.
Su madre le hacía repetir todas la mañanas, al rayar el día, la oración de los venados. Y dice así:
I. Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque algunas son venenosas.
II. Hay que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar a beber, para estar seguro de que no hay yacarés.
III. Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el viento, para sentir el olor del tigre.
IV. Cuando se come pasto del suelo hay que mirar siempre antes los yuyos, para ver si hay víboras.
Este es el padrenuestro de los venados chicos. Cuando la gamita lo hubo aprendido bien, su madre la dejó andar sola.
Una tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el monte comiendo las hojitas tiernas, vio de pronto ante ella, en el hueco de un árbol que estaba podrido, muchas bolitas juntas que colgaban. Tenían un color oscuro, como el de las pizarras.
¿Qué sería? Ella tenía también un poco de miedo, pero como era muy traviesa, dio un cabezazo a aquellas cosas, y disparó.
Vio entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían gotas. Habían salido también muchas mosquitas rubias de cintura muy fina, que caminaban apuradas por encima.
La gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito, entonces, muy despacito, probó una gota con la punta de la lengua, y se relamió con gran placer: aquellas gotas eran miel, y miel riquísima porque las bolas de color pizarra eran una colmena de abejitas que no picaban porque no tenían aguijón. Hay abejas así.
En dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca de contenta fue a contarle a su mamá. Pero la mamá la reprendió seriamente. —Ten mucho cuidado, mi hija —le dijo—, con los nidos de abejas. La miel es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a sacarla. Nunca te metas con los nidos que veas.
La gamita gritó contenta: —¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican; las abejas, no.
—Estás equivocada, mi hija —continuó la madre—. Hoy has tenido suerte, nada más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuidado, mi hija, porque me vas a dar un gran disgusto.
—¡Sí, mamá! ¡Sí, mamá! —respondió la gamita. Pero lo primero que hizo a la mañana siguiente, fue seguir los senderos que habían abierto los hombres en el monte, para ver con más facilidad los nidos de abejas.
Hasta que al fin halló uno. Esta vez el nido tenía abejas oscuras, con una fajita amarilla en la cintura, que caminaban por encima del nido. El nido también era distinto; pero la gamita pensó que, puesto que estas abejas eran más grandes, la miel debía ser más rica.
Se acordó asimismo de la recomendación de su mamá; mas, creyó que su mamá exageraba, como exageraban siempre las madres de las gamitas. Entonces le dio un gran cabezazo al nido.
¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Salieron en seguida cientos de avispas, miles de avispas que le picaron en todo el cuerpo, le llenaron todo el cuerpo de picaduras, en la cabeza, en la barriga, en la cola; y lo que es mucho peor, en los mismos ojos. La picaron más de diez en los ojos.
La gamita, loca de dolor corrió y corrió gritando, hasta que de repente tuvo que pararse porque no veía más: estaba ciega, ciega del todo.
Los ojos se le habían hinchado enormemente, y no veía más. Se quedó quieta entonces, temblando de dolor y de miedo, y sólo podía llorar desesperadamente.
— ¡Mamá!... ¡Mamá!...
Su madre, que había salido a buscarla, porque tardaba mucho, la halló al fin, y se desesperó también con su gamita que estaba ciega. La llevó paso a paso hasta su cubil con la cabeza de su hija recostada en su pescuezo, y los bichos del monte que encontraban en el camino, se acercaban todos a mirar los ojos de la infeliz gamita.
La madre no sabía qué hacer. ¿Qué remedios podía hacerle ella? Ella sabía bien que en el pueblo que estaba del otro lado del monte vivía un hombre que tenía remedios. El hombre era cazador, y cazaba también venados, pero era un hombre bueno.
La madre tenía miedo, sin embargo, de llevar a su hija a un hombre que cazaba gamas. Como estaba desesperada se decidió a hacerlo. Pero antes quiso ir a pedir una carta de recomendación al oso hormiguero, que era gran amigo del hombre.
Salió, pues, después de dejar a la gamita bien oculta, y atravesó corriendo el monte, donde el tigre casi la alcanza. Cuando llegó a la guarida de su amigo, no podía dar un paso más de cansancio.
Este amigo era, como se ha dicho, un oso hormiguero; pero era de una especie pequeña, cuyos individuos tienen un color amarillo, y por encima del color amarillo una especie de camiseta negra sujeta por dos cintas que pasan por encima de los hombros. Tienen también la cola prensil porque viven siempre en los árboles, y se cuelgan de la cola.
¿De dónde provenía la amistad estrecha entre el oso hormiguero y el cazador? Nadie lo sabía en el monte; pero alguna vez ha de llegar el motivo a nuestros oídos.
La pobre madre, pues, llegó hasta el cubil del oso hormiguero.
— ¡Tan!, ¡tan!, ¡tan! —llamó jadeante.
— ¿Quién es? —respondió el oso hormiguero.
— ¡Soy yo, la gama!
— ¡Ah, bueno! ¿Qué quiere la gama?
—Vengo a pedirle una tarjeta de recomendación para el cazador. La gamita, mi hija, está ciega.
— ¿Ah, la gamita? —le respondió el oso hormiguero—. Es una buena persona. Si es por ella, sí le doy lo que quiere. Pero no necesita nada escrito... Muéstrele esto, y la atenderá.
Y con el extremo de la cola, el oso hormiguero le extendió a la gama una cabeza seca de víbora, completamente seca, que tenía aún los colmillos venenosos.
—Muéstrele esto —dijo aún el comedor de hormigas—. No se precisa más.
— ¡Gracias, oso hormiguero! —respondió contenta la gama—. Usted también es una buena persona.
Y salió corriendo, porque era muy tarde y pronto iba a amanecer.
AI pasar por su cubil recogió a su hija, que se quejaba siempre, y juntas llegaron por fin al pueblo, donde tuvieron que caminar muy despacito y arrimarse a las paredes, para que los perros no las sintieran. Ya estaban ante la puerta del cazador.
— ¡Tan!, ¡tan!, ¡tan! —golpearon.
— ¿Qué hay? —respondió una voz de hombre, desde adentro. —¡Somos las gamas!... ¡TENEMOS LA CABEZA DE VÍBORA!
La madre se apuró a decir esto, para que el hombre supiera bien que ellas eran amigas del oso hormiguero.
— ¡Ah, ah! —dijo el hombre, abriendo la puerta—. ¿Qué pasa?
—Venimos para que cure a mi hija, la gamita, que está ciega.
Y contó al cazador toda la historia de las abejas.
— ¡Hum!... Vamos a ver qué tiene esta señorita —dijo el cazador. Y volviendo a entrar en la casa, salió de nuevo con una sillita alta, e hizo sentar en ella a la gamita para poderle ver bien los ojos sin agacharse mucho. Le examinó así los ojos, bien de cerca con un vidrio redondo muy grande, mientras la mamá alumbraba con el farol de viento colgado de su cuello.
—Esto no es gran cosa —dijo por fin el cazador, ayudando a bajar a la gamita—. Pero hay que tener mucha paciencia. Póngale esta pomada en los ojos todas las noches, y téngale veinte días en la oscuridad. Después póngale estos lentes amarillos, y se curará.
— ¡Muchas gracias, cazador! —respondió la madre, muy contenta y agradecida—. ¿Cuánto le debo?
—No es nada —respondió sonriendo el cazador—. Pero tenga mucho cuidado con los perros, porque en la otra cuadra vive precisamente un hombre que tiene perros para seguir el rastro de los venados.
Las gamas tuvieron gran miedo; apenas pisaban, y se detenían a cada momento. Y con todo, los perros las olfatearon y las corrieron media legua dentro del monte. Corrían por una picada muy ancha, y delante la gamita iba balando.
Tal como lo dijo el cazador se efectuó la curación. Pero sólo la gama supo cuánto le costó tener encerrada a la gamita en el hueco de un gran árbol, durante veinte días interminables. Adentro no se veía nada. Por fin una mañana la madre apartó con la cabeza el gran montón de ramas que había arrimado al hueco del árbol para que no entrara luz, y la gamita, con sus lentes amarillos, salió corriendo y gritando:
— ¡Veo, mamá! ¡Ya veo todo!
Y la gama, recostando la cabeza en una rama, lloraba también de alegría, al ver curada su gamita.
Y se curó del todo. Pero aunque curada, y sana y contenta, la gamita tenía un secreto que la entristecía. Y el secreto era éste: ella quería a toda costa pagarle al hombre que tan bueno había sido con ella y no sabía cómo.
Hasta que un día creyó haber encontrado el medio. Se puso a recorrer la orilla de las lagunas y bañados buscando plumas de garza para llevarle al cazador. El cazador, por su parte, se acordaba a veces de aquella gamita ciega que él había curado.
Y una noche de lluvia estaba el hombre leyendo en su cuarto, muy contento porque acababa de componer el techo de paja, que ahora no se llovía más; estaba leyendo cuando oyó que llamaban. Abrió la puerta, y vio a la gamita que le traía un atadito, un plumerito todo mojado de plumas de garza.
El cazador se puso a reír, y la gamita, avergonzada porque creía que el cazador se reía de su pobre regalo, se fue muy triste. Buscó entonces plumas muy grandes, bien secas y limpias, y una semana después volvió con ellas; y esta vez el hombre, que se había reído la vez anterior de cariño, no se rió esta vez porque la gamita no comprendía la risa. Pero en cambio le regaló un tubo de tacuara lleno de miel, que la gamita tomó loca de contenta.
Desde entonces la gamita y el cazador fueron grandes amigos. Ella se empeñaba siempre en llevarle plumas de garza que valen mucho dinero, y se quedaba las horas charlando con el hombre. Él ponía siempre en la mesa un jarro enlozado lleno de miel, y arrimaba la sillita alta para su amiga. A veces le daba también cigarros que las gamas comen con gran gusto, y no les hacen mal. Pasaban así el tiempo, mirando la llama, porque el hombre tenía una estufa de leña mientras afuera el viento y la lluvia sacudían el alero de paja del rancho.
Por temor a los perros, la gamita no iba sino en las noches de tormenta. Y cuando caía la tarde y empezaba a llover, el cazador colocaba en la mesa el jarrito con miel y la servilleta, mientras él tomaba café y leía, esperando en la puerta el ¡tan-tan! bien conocido de su amiga la gamita.
La mancha de humedad
Juana de Ibarbourou
Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado de las paredes. Era éste un lujo reservado apenas para alguna casa muy importante, como el despacho del Jefe de Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo.
Frente a mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de las lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las pipas de cristal en que fumaban sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de humedad y me daba su tumulto o sus líneas.
Cuando mi madre venía a despertarme todas las mañanas, generalmente ya me encontraba con los ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con las pupilas brillantes, tomándole las manos:
–Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles hay en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
– ¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? ¡Oh, Dios mío!, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
–No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos.
Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de lechada de cal y un pincel grueso como un puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la pared, dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de bizcochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango, que para mí tenía toda la magnitud de un desastre.
Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni más selvas. Inflexible como la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como una burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una O de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de asombro:
– ¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?
Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:
– ¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me has robado mis países llenos de gente y animales. ¡Te odio, te odio; los odio a todos!
El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo me tiré de bruces sobre la cama a sollozar tan desconsoladamente, como sólo he llorado después cuando la vida, como Yango el pintor, me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada, e inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata nunca el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!
Los hijos
Juan José Morosoli
Tres cosas le gustaban mucho a Emilia: jugar a las visitas, cambiar con las amigas sus juguetes humildes y tener los hijos enfermos. Los hijos eran las muñecas y los muñecos.
Jugaban a las visitas con Anita, mi hija:
− ¿No sabe señora –le decía- que a Julia, la mayor, la tengo muy grave?
Sí. Un hermano jugando le había metido los dedos en los ojos y éstos se le habían caído dentro de la cabeza.
− Fíjese que ahora los tiene sueltos… El tío José –hermano de Emilia- tal vez a desarme hoy…
Otro día:
− Vengo a traerle a mis hijos para que me los cuide porque "me" operan a la mayor.
Anita se compadecía. Pero cuando Emilia se iba me decía:
− Esos no son sus hijos porque se los di yo… la única hija que tiene es María y María no se puede enfermar porque es de trapo. Toda de trapo. La hizo ella.
A Emilia le gusta cambiar una cosa por otra. Anita en cambio lo regala todo.
− ¿Y tu caja de lápices, Anita?
− Se la regalé a Emilia.
− ¿Y ese montón de plumas, Anita?
− No es un montón de plumas. Es un indio.
El indio es un muñeco inverosímil, con cuerpo de corcho, la cabeza hecha con una semilla de eucalipto y todo pinchado de plumas de pájaro.
El indio se lo cambió también Emilia por un libro de cuentos.
Emilia embellece todas estas cosas que va cambiando. Les va creando historias. Este indio tiene una vida llena de hazañas fantásticas que admiran a Anita.
Anita regala todas las cosas. Pero desearía tener una muñeca como la María, de Emilia.
− Esas muñecas no se pueden comprar… Esas muñecas hay que hacerlas como Emilia hizo la suya… Por eso la quiere tanto.
Emilia desearía tener un costurero como el de Anita.
− ¿Por qué no se lo cambias por la muñeca de trapo?
− El costurero vale mucho. Pero a María no la cambio por todo el oro del mundo. Es la hija que quiero más.
Anita me dijo que ella está decidida a tener una hija como María. Ya anda buscando retazos de género para hacerla.
Cultivo una Rosa Blanca
José Martí
Cultivo una rosa blanca
En Junio como en Enero,
Para el amigo sincero,
Que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
El corazón con que vivo,
Cardo ni ortiga cultivo
cultivo una rosa blanca.
El indio
Fernán Silva Valdés
Venía
no se sabe de dónde.
Usaba vincha como el benteveo,
y penacho como el cardenal.
Si no sabía de patrias sabía de querencias.
Lo encontró el español establecido:
pescador en los ríos, cazador en los bosques,
bravío en todas partes y cerrándole el paso
con arreos de guerra, vivo o muerto;
siempre como un estorbo, siempre como una cuña
entre él y el horizonte.
La Enredadera
Juana de Ibarbourou
Por el molino del huerto
asciende una enredadera.
El esqueleto de hierro
va a tener un chal de seda
ahora verde, azul más tarde
cuando llegue el mes de Enero
y se abran las campanillas
como puñados de cielo.
Alma mía: ¡quién pudiera
Vestirte de enredadera!
Los orientales
Idea Vilariño
De todas partes vienen,
sangre y coraje,
para salvar su suelo
los orientales;
vienen de las cuchillas,
con lanza y sable,
entre las hierbas brotan
los orientales.
Salen de los poblados,
del monte salen,
en cada esquina esperan
los orientales.
Porque dejaron sus vidas,
sus amigos y sus bienes,
porque es más querida
la libertad que no tienen,
porque es ajena la tierra
y la libertad ajena
y porque siempre los pueblos
saben romper sus cadenas.
Eran diez, eran veinte,
eran cincuenta,
eran mil, eran miles,
ya no se cuentan.
Rebeldes y valientes
se van marchando,
las cosas que más quieren
abandonando.
Como un viento que arrasa
van arrasando,
como un agua que limpia
vienen limpiando.
Porque dejaron sus vidas...
Táctica y estrategia
Mario Benedetti
Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos
mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible
mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos
mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos
mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple
mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites.
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9 comentarios:
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Almost from the time of our grandparents and other ancestors, the advantages of
using olive oil are known to all. From my experience, it is quite difficult to style
hair immediately after a hot oil treatment, so you might want to skip
the curling iron or hot rollers. 5 ml Kalonji Oil mixed at a hot drink after supper gives a quiet sleep all during the night.
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