martes, 29 de marzo de 2011

La gallina aeronauta.

La gallina aeronauta.
Entre las tantas macanas que se dicen está esa de que las gallinas no vuelan.
Había una que sí volaba.
No sólo volaba sino que era más veloz que un monoplano bi-turbo hélice de combate.
A 3.000 metros de altura pasaba los 500 quilómetros por hora.
Desde chiquita no más se le conoció esa habilidad.
El gallinero asistió emocionado a su debut imprevisto. Nada hacía suponer que la hija de la bataraza hubiera salido aeronauta. Simplemente voló.
Se despegó de la tierra con una maniobra impecable, casi vertical, sobrevoló el galpón y las quintas, y en cuanto se sintió segura se lanzó a toda velocidad en dirección sudeste.
En segundos se convirtió en un puntito.
Desde ese día –fue muy aplaudida al regresar- sus vuelos se convirtieron en rutina.
Gallinas y personas venían a verla desde muchos lados.
Era una verdadera fiesta al aire libre.
Había música. Las personas comían panchos y las gallinas copos de maíz. Cuando levantaban la cabeza para tomar gaseosa (las personas) o agua cristalina (las gallinas) la veían haciendo trompos, looping ((bucle)) y caídas verticales con destreza inigualable.
Pero su especialidad fue la alta acrobacia.
En eso competía con los aviones Focke-Wulf ((avión de caza, alemán)), pero con más autonomía de vuelo.
Durante sus exhibiciones aéreas su familia y sus amigos la acompañaban para alentarla.
Ganó varios premios, siempre como simple aficionada.
Actuó en operativos de salvataje.
También tuvo algún accidente. En una oportunidad le falló el tren de aterrizaje y perdió las plumas de la pechuga.
Buena parte de su existencia la pasó en el aire.
Fue feliz.
Estuvo enamorada de un gallo de pelea y los dos vivieron peligrosamente.
Cuando llegó a su madurez, supo retirarse a tiempo. Tenía mil quinientas horas de vuelo.
Se radicó en Morón cerca del aeroparque, en un gallinero blanqueado a la cal de una familia de apellido vasco.
Pasó el resto de su vida recordando sus hazañas y enseñando sus cruces, medallas y cicatrices de vuelo.
Cada tanto, para no perder entrenamiento, hacía su prueba más festejada:
En un vuelo rasante, a 400 quilómetros por hora, pasaba sobre un sartén y dejaba caer un huevo sin salpicar ni una gota de aceite.
Todos aplaudían y se comían el huevo frito.


Ema Wolf.

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