Siempre tuve una costumbre instintiva –que la acumulación de los años ha aprobado- de empezar siempre por lo que menos me agrada y de reservar para lo último, lo más placentero. Esta regla la seguí desde mi primera infancia y la apliqué tanto para los deberes de la escuela como para las comidas. En mis platos, siempre hice desaparecer primero lo que menos me gustaba: la lechuga, la zanahoria (nunca tuve vocación de canario) permanecieron invictos hasta llegar a la más absoluta soledad, los huevos y las papas fritas. Se iban las papas y quedaban los huevos; se iba la clara y quedaba la yema, sempiterna campeona, como los trozos de ananá y las frutillas en las ensaladas de fruta, de las que eran inmediatamente extraídas: las manzanas.
Con los deberes, siempre me pasó lo mismo. En Primaria, el postre de mis deberes siempre fueron los problemas de matemáticas, inmediatamente precedidos por el dibujo de los mapas orográficos, hidrográficos, políticos y económicos que las maestras nos encargaban departamento por departamento, país por país y que a mí llevándole la contra a mis compañeros, no me desagradaba para nada. Y la entrada invariable nunca dejó de ser la infaltable y odiosa redacción, con sus temas repetidos año a año: “qué-hice-en-mis-vacaciones”, “el-otoño”, “mi-casa”;”el-invierno”….
Aunque de niño devoré todas las revistas de cowboys y superhéroes que abundan en el mercado (mexicanas, del sello SEA) y después leí, uno a uno, los libros amarillos de la colección Robin Hood, mis padres jamás previeron ni podían hacerlo, que mi afición por la literatura, que me brotó en la adolescencia, interfiriera de tal modo con mi proclamada vocación de médico. Yo odiaba las redacciones de la escuela y hasta las cartas que mi madre me pedía que les escribiera a mis abuelos y a mis tíos. “¿Por qué no los llamamos por teléfono?” siempre le protestaba en aquellos tiempos de aparatos colgados a la pared y con manija, operadora de larga distancia y esperas de tres horas.
Hasta que, en mi primer año de Liceo, nos tocó como profesora de Castellano (y no de Español, como insistía en puntualizar), la Hermana Asunta. Por entonces, nos parecía una mujer madura, una “vieja” como dicen los gurises de hoy, pero no llegaba –creo- a los 30 años y recién recalaba, de seguro, de una Universidad española, en el fronterizo Tacuarembó. Empezó por decirnos que a su asignatura no sólo le incumbía enseñarnos a expresarnos con corrección sino bellamente. Siguió con decirnos que los textos no eran bolsas de papas, montones de arena o ristras de ajos o cebollas, sino totalidades armadas, como los motores, las partituras musicales o los organismos vivos, que tenían partes diferenciadas, hechas para funcionar con armonía, por lo que si sólo una fallaba, el todo se descomponía. Si el primer violín desafinaba o el piano entraba a destiempo, el concierto se malograba. Por eso, en ese año, no íbamos a hacer “redacciones” sino “composiciones”. “Escribir no es sólo redactar sino componer. Leer no es sólo descifrar signos, como quien escucha y traduce los sonidos de un telégrafo, sino imaginar y comprender con la mayor nitidez posible las imágenes y los sentidos que el texto contiene”. “Un texto tiene latidos como un corazón de verdad”. Y con esas y otras ideas por el estilo, porfiadamente sostenidas, nos complicó enormemente la vida. A mí, creo que para siempre.
Cuidó, por cierto, la ortografía y la gramática. Todos los días debíamos copiar breves fragmentos, separar el sujeto, el predicado y los diversos complementos y señalar, palabra a palabra, su naturaleza gramatical. “Un: artículo, indeterminado, masculino, singular”. Pero menos nos ahorraba su composición, con temas arduos: descripción de una tormenta, de una persona, de un objeto, de un edificio de la ciudad y hasta del cementerio; narración de un accidente o de un partido de fútbol. “No se puede describir bien si no se aprende a observar”. “Las palabras son como monedas, hay que aprender a ahorrarlas”. Esto último, sobre todo, me hizo aborrecerla.
En la escuela, media hora floja, me daba para cumplir el deber de la redacción. Me sentaba ante la página en blanco, y escribía en letra más ancha que la habitual, y con la mayor cantidad posible de palabras, la primera idea que me venía a la cabeza. Luego buscaba en el techo la segunda y escrita, llevaba los ojos al ventanal o me miraba los zapatos en busca de la tercera. Escrita la página y media me daba por satisfecho y la maestra también, porque no hallaba faltas de ortografía o errores gramaticales que fueran graves.
Con la monja Asunta, mis primeras faenas emergieron casi exentas de rayas rojas o azules, centinelas de la ortografía o de la gramática, pero plagadas de subrayados ocres, marcando las palabras que sobraban, que eran “hojas muertas en el árbol del texto”. Al final, siempre venía un comentario lapidario: “Ideas manidas, no se esfuerza”; “¿Fue a la plaza?”. Descendí al “regular” o al “regular bueno” como en un tobogán.
Algo fui mejorando, por puro orgullo y mezquina búsqueda de una nota satisfactoria, hasta que un día, la monja nos anunció: “En esta segunda mitad del año, las composiciones van a ser, muchas veces, de tema libre, cono la de mañana”. Fue ahí que tuve una noción exacta del peso abrumador que suele tener la libertad. Pedimos, por supuesto, auxilio; y extrañamente cedió, y nos sugirió, en abstracto, una docena de posibles temas. Entre ellos, narrar una escena breve de una película que viéramos.
Coincidió que es e fin de semana el Grand Rex trajo, al fin a Tacuarembó, la tan aguardada Ben Hur y a mí me impactó la carrera de cuadrigas. Mi composición fue sobre la muerte de Mesala.
Mi cotización en la bolsa tuvo un aumento espectacular. Del “regular bueno” o “bueno” en el que me había estabilizado subí a un “muy bueno sobresaliente”, avaro si se tenía en cuenta que mis tres hojas estaban libres de toda mácula y el comentario era: “sorpresivamente excelente, por el entusiasmo que trasunta”. Cuando terminó la clase, la monja me llamó y me ofreció un libraco que tenía un pasaje marcado con un papel recortado. “Sería bueno –me dijo- que leyeras la muerte de Mesala tal como el escritor la contó y la compararas con la película y con lo que tú escribiste, pero no te olvides que eres un niño que recién empieza a escribir”.
Caí en la trampa, me leí toda la novela y la hallé mejor que la película. Y caí en la segunda trampa. Cuando a la semana le devolví el libro, y para hacer mérito le dije que había demorado porque lo había leído entero, la monja, apenas sonriendo, lo que se dice apenas, me preguntó: “¿Sabías que en la biblioteca del colegio hay otra novela de los tiempos de los romanos, que se llama Quo Vadis y la escribió un Premio Nobel? ¿Querés leerla?” Caí en la segunda trampa. Y en la tercera, cuando me ofreció La sabiduría del padre Brown, de Chesterton. Y así, de trampa en trampa, me fui convenciendo de que la monja tenía razón y de que hay que aprender a leer y a escribir por segunda vez. Que una cosa es redactar y leer cartas, demandas y resoluciones; y muy otra componer e interpretar y disfrutar y gozar leyéndolos y releyéndolos. Fue una inflexión en mi vida; un cambio de trocha. Sin la monja no sé si hubiera estado preparado para aprovechar el influjo de Benavides y de los profesores de literatura que lo precedieron. Ahora sé que fue una profesora insólitamente apegada a la enseñanza de la expresión escrita. “Si no se sabe leer un libro –nos dijo un día-, no se sabe leer la vida”. Y creo que si ella lo hubiera escrito, vida iba con mayúscula, por más era reacia a todo énfasis y muy partidaria de la reticencia.
Tomás de Mattos, Caras y caretas, Año VI, Nº 288. Montevideo, 2007.
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2 comentarios:
Profesora Julia Abero soy Silvia Gómez alumna de primeroL,realmente me emociono este texto.Cómo en el papel de docente se puede llegar a influir de una manera u otra en la vida de una persona.Me encantó,ojalá pueda algún día lograr ese efecto en un alumno.Muy bueno, gracias!!
hola me gustaría saber si usted es la profe de español que trabajo en liceos y el instituto de formación docente de tacuarembó?
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