sábado, 14 de abril de 2012

Mark Twain


El billete de un millón de libras – Mark Twain

A los veintisiete años de edad estaba yo empleado en San Francisco con un comisionista de negocios de minas, y a la vez experto en todos los pormenores del tráfico mercantil. Estaba solo en el mundo y mi único capital eran mi ingenio y una limpia reputación; pero ambas cosas iban encaminando mis pasos hacia un futuro promisorio y me sentía contento con tales perspectivas.

Los sábados disponía de todo mi tiempo después del mediodía, y acostumbraba pasar la tarde en la bahía navegando a bordo de un bote a vela. Un día me aventuré en demasía, y fui arrastrado muy lejos mar afuera. Anochecía ya, y mis esperanzas no podían ser más grises, cuando fui recogido por un pequeño bergantín que navegaba con destino a Londres. Fue un largo y tormentoso viaje y tuve que costear mi pasaje trabajando a bordo como marinero. Cuando desembarqué en Londres, llevaba mis ropas desaseadas, hechas jirones, y, por toda fortuna, un dólar en el bolsillo. Con ese dinero pude pagar techo y alimentos durante las primeras veinticuatro horas. Las veinticuatro subsiguientes tuve que pasarlas sin cama ni comida.

Cerca de las diez de la mañana siguiente, andrajoso y hambriento, ambulaba yo por Portland Place, cuando un niño que pasaba por allí bajo el cuidado de su niñera, arrojó a la cuneta una pera grande y sabrosa, a la que sólo había dado un mordisco. Me detuve, sin poder apartar mi ansiosa vista de aquel embarrado tesoro. Se me hacía agua la boca; mi estómago deseaba la pera y todo mi ser clamaba por ella. Pero cada vez que iniciaba un movimiento par recogerla, algún ojo avizor interfería mi propósito y entonces yo me enderezaba y simulaba indiferencia, sin dejar traslucir mi interés por la codiciada fruta. Varias veces se repitió la escena sin darme ocasión para apoderarme de ella. Desesperado, iba a decidirme a arrostrar la vergüenza y cogerla de todos modos, cuando alguien detrás de mi abrió una ventana y escuché la voz de un caballero que me decía:

— ¿Quiere usted subir, por favor?

Fui recibido por un lacayo de librea a introducido en una suntuosa habitación, donde dos caballeros de edad madura estaban sentados. Despidieron al sirviente y me invitaron a tomar asiento. Acababan de tomar su desayuno y la sola vista de los restos del convite casi me hizo desmayar.

Apenas si podía conservar la compostura en presencia de aquellos alimentos, pero como nadie me invitaba a probarlos, tuve que contener mi ansiedad lo mejor que pude.

Algo había sucedido allí poco antes, y si bien no supe absolutamente nada al respecto hasta un buen número de días después, puedo decir, ahora mismo, de qué se trataba. Aquellos dos viejos, que eran hermanos, habían tenido una discusión muy acalorada hacía apenas un par de días y habían terminado por decidir su polémica mediante una apuesta, que es la inveterada fórmula de los ingleses para resolver cualquier disputa.

Todo el mundo recordará que en una oportunidad, el Banco de Inglaterra emitió dos billetes de un millón de libras cada uno para ser utilizados con un propósito especial, vinculado con cierta transacción pública realizada con un país extranjero. Por una u otra razón, sólo uno de esos billetes fue usado y cancelado; el otro yacía todavía depositado en los sótanos del tesoro del Banco. Pues bien, en el curso de una conversación, ambos hermanos, plantearon el interrogante de cuál podría ser la suerte de un extranjero inteligente y perfectamente honesto, que fuese abandonado a la ventura en Londres, sin un solo amigo, y sin más dinero que aquel billete de un millón de libras con el agravante de no poder justificar la tenencia lícita de tal billete. El hermano A dijo que terminaría por morirse de hambre; el hermano B sostuvo que no. El hermano A afirmaba que el extranjero no podría ofrecer el billete en los bancos ni en ninguna otra parte, porque sería arrestado de inmediato. Disputaron sin ponerse de acuerdo, hasta que el hermano B dijo que apostaría veinte mil libras a que el hombre viviría treinta días, de cualquier modo que fuese, a costa de ese millón, sin ser recluido tampoco en una cárcel. El hermano A aceptó la apuesta. Entonces el hermano B fue al Banco y compró el billete. Cómo ustedes ven, todo ello típicamente inglés: coraje y decisión hasta la médula.

Dictó seguidamente una carta, que uno de sus empelados escribió con hermosa letra redonda. Luego ambos hermanos se sentaron junto a la ventana durante todo aquel día, esperando al hombre indicado para entregarle la carta.

Vieron pasar muchas caras honestas, pero no revelaban la inteligencia necesaria; muchas otras, en cambio, eran inteligentes pero sin reflejar la honestidad requerida. Hubo también algunas que reunían ambas cualidades, pero no denotaban pobreza o cuando pertenecía a desheredados, éstos no eran extranjeros. Siempre aparecía algún defecto, hasta que yo acerté a pasar por allí y ambos hermanos consideraron que reunía los requisitos exigidos y por lo tanto me eligieron, de perfecto acuerdo. Tal era la causa de su invitación, y allí estaba yo en esos intantes esperando sus explicaciones.

Los dos caballeros deseaban tener información suficiente sobre mi persona y no tuve reparos en hacerles conocer íntegramente la historia de mi vida. Me hicieron saber, finalmente, que yo era el hombre indicado para sus propósitos. Expresé que me sentía halagado por sus palabras y quería saber de qué se trataba. En respuesta, uno de los hermanos me entregó un sobre cerrado, diciendo que encontraría la explicación en su interior, pero no me permitió que lo abriese allí. «Llevelo usted a su alojamiento —me dijo— estúdielo cuidadosamente y procure no ser impaciente ni precipitado». Estaba yo muy intrigado, y me hubiese gustado aclarar un poco más el asunto. Empero, no se mostraron dispuestos a complacerme; de modo que tuve que retirarme, un tanto mortificado y ofendido, con la sensación de que, aparentemente, estaba siendo objeto de una broma de mal gusto. No obstante, me vi en el caso del conformarme con esa situación, pues las circunstancias me impedían mostrar resentimiento ante presutans afrnetas provenientes de gente tan rica y poderosa.

Salí a la calle dispuesto a recoger la pera, para comerla sin rubor delante del mundo entero, pero había desaparecido. La había perdido a causa de tan infortunado negocio y este hecho no contribuyó a suavizar mis sentimientos hacia los dos hermanos. No abrí el sobre hasta que estuve en una calle apartada. ¡Comprobé entonces que contenía dinero! Naturalmente, se produjo un gran cambio en mis ideas acerca de los dos hermanos y, sin perder un instante, guardé cuidadosamente el sobre y su contenido en mis bolsillos y me encaminé en busca de un restaurante modesto. Comí hasta hartarme, saqué el billete, lo desplegué y le eché una ojeada por primera vez: ¡Cinco millones de dólares!

Debo haber permanecido allí más de un minuto, como atolondrado, mirando y volviendo a mirar el billete, antes de poder recuperarme.

Lo primero que observé entonces fue al fondero. Estaba como petrificado, con los ojos clavados en el billete. Inmóvil, sin poder mover una mano o un pie, parecía adorarlo con todas las fuerzas de su ser. En un abrir y cerrar de ojos advertí la situación, e hice la única cosa racional que cabía en ese momento. Haciendo ademán de entregarle el billete, dije con naturalidad:

— ¿Quiere usted darme el cambio?

El hombre volvía en sí. Pidiome mil disculpas por no estar en condiciones de cambiármelo, pero no se atrevió a tocar el fabulo billete. Lo miraba fascinado; parecía incapaz de saciar la sed de sus ojos, pero se abstuvo de tocarlo, como si fuese algo demasiado sagrado para estar en manos de un hombre común.

— Lamento causarle tanta molestia —dije—, pero me veo en el caso de insistir. Cámbiemelo por favor; no tengo más que este billete.

Se apresuró a decir que el asunto carecía de importancia. Podríamos arreglar esa bagatela más adelante. Aduje que era probable que durante algún tiempo tuviera yo que alejarme de su restaurante, pero el hombre estaba dispuesto a esperar y más aún, puso en mi disposición cualquier cosa que necesitase y en el momento en que yo quisiera y para pagarla cuando mejor me conviniere.

¿Acaso iba a tener desconfianza de un caballero tan rico como yo, por el mero hecho de que encontrase divertido pasearme en público vestido de harapos? En ese momento entró en el negocio otro parroquiano y el patrón me hizo señas para que pusiera el monstruo lejos de su vista, acompañándome luego hasta la puerta con las mayores muestras de cortesía y reverencia. Me trasladé al instante a la casa de los dos hermanos para salvar el error cometido, antes de que la policía me echase el guante y me obligara a hacerlo por la fuerza. Aunque no me sentía culpable, estaba sumamente nervioso; mejor dicho, francamente asustado, porque conozco a la gente lo suficiente para saber que en un caso así, al descubrir que han dado a un vagabundo un millón de libras creyendo que era un billete de una libra, se apodera de ellos una rabia furiosa contra el inocente, en lugar de querellarse entre ellos. A medida que iba aproximándome a la casa mi alarma disminuía, porque todo, en apariencia, estaba tranquilo y seguramente el error no había sido todavía descubierto. Llamé a la puerta. Apareció el mismo sirviente y pregunté por los dos caballeros.

— Han partido —dijo, con el tono altanero y frío, característico en esa clase de gente.

— ¿Partido? ¿Adónde?

— Están viajando.

— ¿Hacia qué lugar?

— Al Continente, según creo.

— ¿Al Continente?

— Sí, señor.

— ¿No puede decirme por qué camino ..., por qué ruta?

— No podría decirlo, señor.

— ¿Sabe usted cuándo regresarán?

— Dentro de un mes, según me han dicho.

— ¡Un mes! ¡Oh! ¡Esto es terrible! Déme usted alguna idea sobre cómo hacerles llegar unas líneas. Es de la mayor importancia.

— Verdaderamente, no puedo. No tengo la menor idea de su paradero, señor.

— Entonces, necesito hablar con algún miembro de la familia.

— La familia no está, tampoco. Se encuentra en el extranjero desde hace meses; Egipto, India, o algo así, supongo.

— Escúcheme, se ha cometido un tremendo error. Seguramente estarán de regreso antes de la noche. Hágame usted el favor de decirles que yo he estado aquí y que seguiré viniendo hasta que todo quede arreglado, y que no sientan temor alguno por el asunto.

— Si regresan les informaré, pero no los espero. Me previnieron de que usted volvería, seguramente, dentro de una hora para ciertas averiguaciones, pero que debía decirle que todo está bien y que a su debido tiempo, ellos estarán aquí para recibirlo.

Tuve que darme por vencido y me retiré. ¡Era un tremendo enigma que hacía vacilar mi corazón! «¡Regresarían a su debido tiempo!» ¿Qué quería decir eso? Quizá la carta lo explicaría, y la verdad es que yo había olvidado la carta. La extraje y comencé a leerla. Decía así:

«Es usted un hombre honrado e inteligente, tal como su fisonomía lo demuestra. Consideramos que es usted extranjero y que se encuentra en la mayor pobreza. Encontrará adjunta una suma de dinero. Se la prestamos a usted por el término de un mes, sin interés. Al finalizar dicho plazo comparezca usted ante nosotros. Hemos hecho una apuesta acerca de su persona. Si yo gano, usted disfrutará de la mejor posición que me sea posible procurarle; siempre que usted pueda probar su capacidad y competencia para desempeñarla».

Ni firma, ni dirección, ni fecha.

¿Qué enredo había en todo esto? El lector de estas líneas está advertido, porque ha leído ya los párrafos precedentes, pero yo no sabía ni una palabra. Era el más hondo e inextricable de los acertijos. No tenía la menor idea acerca de la clase de juego en que se veía envuelto, ni del perjuicio o beneficio que me pudiere deparar. Busqué refugio en un parque y me senté en un banco para reflexionar y decidir qué era lo mejor que podía hacer.

Al cabo de una hora mis razonamientos habían cristalizado en esta decisión: las intenciones de esos hombres hacia mi, podían ser buenas o podían ser malas; no había manera de determinarlo y, por tanto, debí dejar a un lado esa cuestión. Habían planeado un juego, o un esquema, o un experimento o algo por el estilo; como me era imposible saberlo, dejaría eso también a un lado.

Existe una apuesta formalizada entre ellos sobre mi persona —pensé—, tampoco puedo dilucidar este punto, pues no es posible saber de qué se trata. En cambio, resulta tangible, sólido, y puede enunciarse con certeza, el hecho de que disponen de considerables e indeterminadas cantidades. Si pido en el Banco de Inglaterra que depositen este billete al crédito de su dueño, lo harán, porque saben quien es; pero me preguntarán cómo he entrado en posesión de él. Si les digo la verdad me harán internar en un manicomio; si les miento, iré a la cárcel. El resultado será idéntico si procuro obtener un préstamo o negociarlo en otro banco. Quiera o no quiera, tengo que llevar conmigo este pesado fardo hasta que esos hombres regresen. Es tan inútil para mí, como un puñado de cenizas y sin embargo, tengo que cuidarlo sin perderlo de vista y continuar, mientras tanto esta vida de pordiosero. No puedo regalarlo, porque si lo intentara, no habrá ciudadano honrado o salteador de caminos, que lo acepte ni quiera mezclarse en semejante negocio. Por consiguiente, los dos hermanos se sienten perfectamente a salvo. Lo están, aun cuando yo perdiera su billete o lo queme, porque ellos pueden ordenar que no se pague y el Banco les reembolsaría el importe; pero, en cambio, yo tendré que soportar un mes de sufrimiento, sin salario, sin beneficio..., a menos que yo contribuya a que el singular caballero gane supuesta, cualquiera que esta sea, y obtenga la situación que me ha sido prometida.

Yo ansiaba conseguirla, porque esta clase de personajes suele tener a su alcance valiosas e interesantes proposiciones.

Comencé a especular acerca de la presunta ocupación y mis esperanzas se iban acrecentando. Sin duda los emolumentos tendrían que se grandes. Los recibiría al cumplirse el mes y para entonces ya no tendría yo dificultades de ningún género. Mi optimismo iba en aumento, mientras continuaba mi vagabundeo por las cales. Al pasar frente a una sastrería despertose en mi el agudo deseo de desprenderme de mis harapos y volver a vestirme decentemente. ¿Estaba eso dentro de mis posibilidades? ¡Ciertamente, no! no tenía nada en el mundo, salvo aquel millón de libras. No sin esfuerzo seguí adelante, pero muy pronto di vuelta. La tentación me perseguía cruelmente. Calculo que pasé y repasé frente a la tienda unas seis veces, luchando siempre con mi deseo de comprarme un traje. Hasta que finalmente no resistí más. Pregunté si tenía algún traje defectuoso, que algún cliente hubiere rechazado. Con un movimiento de cabeza y sin decir palabra, el vendedor me indicó a otro empleado. Interpelé al segundo y éste me indicó a un tercero, con idéntico mutismo.

Fui hacia él, me escuchó y dijo:

— Dentro de un momento lo voy a atender.

Tuve que aguardar a que terminase lo que estaba haciendo; me hizo entrar luego en una habitación trasera, revolvió entre una pila de trajes rechazados y eligió el peor. Me lo probé. No me quedaba bien y era de los menos atractivo, pero era nuevo y yo estaba tan ansioso de poseerlo que no hice ninguna objeción, pero dije con cierta timidez:

— Me conviene ... siempre que usted pudiera esperar unos días por el dinero. No llevo conmigo cambio menudo.

Con la más refinada expresión de sarcasmo, el sujeto aquel respondió:

— ¡Ah! ¿El señor ..., no tiene cambio chico? Naturalmente, no lo esperaba yo tampoco. Cuando veo caballeros trajeados como usted, supongo siempre que no llevan más que billetes grandes.

Sentí la provocación y repliqué:

— ¡Amigo mío! No debería usted juzgar siempre a un extranjero por la ropa que lleva. Yo puedo pagar en seguida este traje. No quería, simplemente, poner a usted en el aprieto de cambiar un billete muy grande.

Modificó un tanto su forma de expresarse, pero aun con un dejo de ironía en sus palabras dijo:

— No ha sido mi propósito molestar a usted, pero si se trata de formular reproches, yo podría decir que no es enteramente asunto suyo prejuzgar si nosotros podemos o no cambiar cualquier billete que usted nos presentare. Por el contrario, podemos hacerlo.

Me limité a tender el billete, diciendo:

— Muy bien. Le ruego me disculpe.

Lo recibió con una sonrisa, una de esas amplias sonrisas que recorren todo el semblante, llevando consigo dobleces, arrugas y espirales, como ocurre cuando se arroja una piedra en las aguas quietas de un estanque; y entonces, al echar un vistazo al billete, la sonrisa quedó sólidamente congelada, volviose amarilla, tomando el aspecto de esas rugosas y onduladas capas de lava endurecida que circundan el cráter del Vesubio. Jamás había visto yo sonrisa semejante fijada y perpetuada de ese modo. El hombre estaba estático, billete en mano y, al percatarse el propietario, se aproximó preguntando vivamente:

— ¿Que hay? ¿Qué pasa? ¿Hay algún inconveniente?

— No hay ningún inconveniente —dije—. Sencillamente espero el vuelto de mi billete.

— ¿Qué hace usted, Todd? Vaya, entregue usted a este señor su cambio en seguida.

— ¡Que le dé el cambio! Fácil es decirlo, señor; mire usted mismo este billete.

El propietario le «echó» apenas una ojeada, lanzó un bajo pero elocuente silbido y se zambulló materialmente en la pila de prendas, revolviéndolas a manotones, cual si se ahogara en medio del río, mientras decía excitadamente, como hablando consigo mismo:

— ¡Vender a un excéntrico millonario un terno infame como éste! ¡Este Todd es una calamidad! Siempre está haciendo disparates. Espanta a cuánto millonario entra en mi negocio, porque no sabe distinguir un millonario de un vagabundo y jamás aprenderá ... —y sin aliento, gesticulando, añadió: — ¡Ah! He aquí lo que estaba buscando. Por favor, quítese usted esa ropa; ¡arrójela al fuego! hágame el favor, caballero, de probarse esta camisa, este traje. Es exactamente lo que usted requiere: sencillo, rico, discreto, y atractivo, como para un duque. Hecho a pedido de un príncipe extranjero; usted debe conocerle, señor, se trata de Su Alteza Serenísima de Hospadar de Halifar. Tuvo que dejarnos este traje y llevarse en cambio uno de luto, porque su madre estaba a punto de morir (cosa que luego no hizo). Pero es perfecto. No siempre tenemos cosas que nosotros..., es decir, que ellos... ¡Mire usted! Los pantalones le quedan magníficamente, señor; ahora, el chaleco: ¡ajá! Exacto. Ahora la chaqueta: ¡pero señor, mire eso! ¡Perfecto, todo perfecto! Nunca, con toda mi experiencia, logré tal triunfo.

Expresé mi satisfacción.

— Muy bien, señor pero enteramente bien, señor; aunque sólo para usarlos temporalmente. Espere usted a que le hagamos un traje a su medida. Vamos, Todd, el libro y la pluma. Vaya usted anotando: largo de pierna 32 pulgadas, etc., etc.

Antes de que yo pudiese articular palabra había tomado todas las medidas y seguía impartiendo órdenes para trajes de vestir, trajes de mañana, camisas y toda clase de prendas. Cuando me dejó un resquicio alcancé a decir:

— Pero, mi estimado señor, yo no puedo comparar todo eso a menos que usted decida esperar indefinidamente o cambiarme este billete.

— Indefinidamente es una pálida expresión, señor. Eternamente, es la palabra. Tod: que se ponga todo en ejecución inmediatamente, para enviarlo sin pérdida de tiempo al alojamiento de este caballero. Los clientes menores pueden esperar. Anote usted la dirección del caballero, y ...

— Voy a cambiar de hotel —manifesté—. Cuando vuelva a pasar por aquí le dejaré mis nuevas señas.

— Muy bien, señor, perfectamente. Permita usted que le acompañe hasta la salida. Que tenga usted muy buen día, señor.

Bueno; ya se puede imaginar lo que sucedió después de eso. Con toda naturalidad me dediqué a comprar cuánto necesitaba, pidiendo siempre que me cambiasen el billete. En el término de una semana me hallé suntuosamente equipado con todo lujo y todas las comodidades apetecidas y me alojaba en un costoso hotel de Hannover Square. Cenaba allí, pero para almorzar seguía frecuentando la humilde fonda de Harris, donde había ingerido mi primer comida gracias al famoso billete. Fui la mascota de Harris. Fue suficiente que se difundiera la nueva de que aquel maniático forastero, que poseía billetes de un millón de libras en el bolsillo del chaleco, era el santo patrono del lugar. El modestísimo figón, de azarosa existencia, se había tornado célebre y estaba siempre colmado de parroquianos. Harris estaba tan agradecido, que me forzaba a aceptar sus préstamos y yo le complacía. De ese modo, a pesar de ser un indigente, disponía de dinero para gastar y vivía como los ricos y como los grandes. Tenía la sensación de que la catástrofe iba a ocurrir en el momento menos esperado, pero estaba metido en aquel embrollo y debía nadar o ahogarme. Estaba siempre presente ese elemento de inminente desastre, imprimiendo su sello sombrío y de trágica gravedad, a un estado de cosas, que, en otras circunstancias, hubiese resultado puramente ridículo. Durante las noches, en la oscuridad, la tragedia ocupaba la escena; siempre amenazante, siempre agorera, y me dejaba en tal lamentable y agitado estado de ánimo que el sueño tardaba en llegar. Por contraste, bajo la alegre claridad del día todo el sedimento trágico desaparecía; me parecía flotar en el aire y me sentía feliz y optimista hasta el vértigo; hasta la intoxicación.

Y era aquello lo más natural, porque de la mañana a la noche me había convertido yo en uno de los notables de la metrópolis del mundo y ello me envaneció más allá de lo prudente. No podía ojearse un diario, fuera éste inglés, escocés o irlandés, sin encontrar en él una o más referencias al «hombre que posee una fortuna en el bolsillo del chaleco», con sus últimas actitudes y declaraciones. Al principio, esas menciones aparecían en la columna de chismografía que aludía a personas corrientes; más adelante figuraba ya entre los caballeros de la corona y sucesivamente fui escalando las de los baronets y los barones y así, siempre trepando, a medida que mi notoriedad aumentaba, llegué a alcanzar la máxima altura entre las posibles, precediendo a los duques sin sangre real y a todas las jerarquías eclesiásticas, salvo la del Primado de Inglaterra. Cabe decir, empero, que aquello no era todavía la fama; tan sólo notoriedad. Fue entonces cuando sobrevino el golpe decisivo, la culminación, el espaldarazo, por decirlo así, que, en un sólo instante, transmutó la precaria escoria de la notoriedad en el perdurable oro de la fama: ¡Punch me caricaturizó! Ahora era ya toda una personalidad. Mi rango quedaba firmemente establecido. Podía hablarse aún en broma a mi respecto, pero con reverencia, sin rudeza ni hilaridad. La sonrisa había reemplazado a la risa desenfrenada. Punch me había presentado cubierto de harapos haciendo mi mezquino negocio con un alabardero de la Torre de Londres. Puede imaginarse la euforia de un joven en quien nadie se había fijado hasta entonces y al que, de pronto, resulta difícil decir una palabra que no vaya a ser repetida, ni dar un paso sin escuchar un comentario: «Allá va. Es él». Almorzar rodeado de una multitud, concurrir a un teatro y ser el blanco de mil gemelos. Era justamente nadar en la gloria durante todo el día.

Había tenido buen cuidado de conservar mis ropas de vagabundo. Con ellas me vestía cuando quería renovar el viejo placer de comprar alguna fruslería para escuchar las consiguientes chanzas o insultos y fusilar entonces al burlón con mi famoso billete de un millón de libras. Muy pronto, empero, tuve que renunciar al placer. Los diarios ilustrados habían hecho mi figura tan familiar, que cuando salía así disfrazado, la gente me reconocía en el acto y seguía mis pasos, de modo que, cuando intentaba iniciar una compra, el comerciante me ofrecía a crédito su tienda entera, sin darme tiempo para exhibir el billete.

Al décimo día de mi fama decidí cumplir un deber con mi país, presentando mis respetos al ministro norteamericano. Me recibió con el entusiasmo que mi caso suscitaba, me reconvino por haber demorado tanto mi presentación y agregó que sólo había un medio para obtener su perdón. Acontecía que, por enfermedad de uno de sus invitados a la cena de esa noche, había quedado un asiento vacante y era ineludible que yo lo ocupase. Acepté complacido, y en nuestra plática subsiguiente pude enterarme de que el ministro había sido antiguo compañero de estudios y gran amigo de mi padre, hasta la muerte de este último. Ello moviole a requerir de mi que no dejase de concurrir a su casa en todo momento que tuviese libre, y, por supuesto, que accedí gustoso a esa invitación. En realidad, me alegraba mucho semejante perspectiva, pues pensaba que, cuando la catástrofe sobreviniese, él podría salvarme quizá de la destrucción total. No sabía yo, cómo, pero confiaba en que el ministro hallaría tal vez algún recurso salvador. No podía aventurarme a descargar mi conciencia con él en esos momentos, por cuanto era una cosa que debí hacer con premura al comenzar mi fantástica carrera en Londres.

No; no podía aventurarme ahora. Estaba demasiado comprometido para arriesgarme a revelar la verdad a tan flamante amigo, si bien yo veía las cosas de otro modo. Porque, si bien se considera, no obstante las deudas contraídas, yo me venía manteniendo dentro del límite de mis disponibilidades; constituidas estas por mi presunto salario. Naturalmente, no podía afirmar a cuánto podría ascender, pero tenía una base razonable para calcularlo en el hecho de que, si yo ganaba la apuesta, podría optar por cualquier empleo que el anciano millonario me ofreciese, a condición de ser competente para el cargo, y, en este punto, yo estaba seguro de probar mi capacidad. En cuanto a la apuesta en sí, no me preocupaba en absoluto, pues siempre había sido afortunado. Ahora bien, mi estimación oscilaba entre seiscientas y mil libras anuales. Digamos, seiscientas el año inicial y aumentos razonables en los años subsiguientes, hasta alcanzar la cifra máxima, si llegaba a merecerla.

Por entonces adeudaba mi salario calculado del primer año. Todo el mundo me hacía ofrecimientos de dinero, pero yo había rehusado la mayor parte de ellos con uno u otro pretexto, de modo que mis deudas en dinero ascendían a trescientas libras y las otras trescientas por mis compras y manutención. Calculaba que mis emolumentos del segundo año cubrirían mis gastos para el resto del mes, si me conducía con cautela y economía; y estaba decidido a mantenerme rigurosamente en esa línea. Terminado el mes y ya de regreso mi empleador, mi situación quedaría arreglada, pues en seguida haría cesión de mis dos años de salario a mis acreedores y me dedicaría plenamente a mi trabajo.

La cena de aquella noche fue una atractiva reunión de catorce personas. El Duque y la Duquesa de Shoredick y su hija, Lady Anne Grace Eleanor Celeste, etc., etc., de Bohun, el Conde y la Condesa de Newgate, el Vizconde Cheapsfue, Lord y Lady Blatherskite, varias personas sin título, de ambos sexos, el ministro, su esposa y su hija y también una joven inglesa de veintidós años, amiga de esta última, llamada Porcia Langham, de quien me enamoré a los dos minutos y que, visiblemente retribuyó mi afecto en igual medida. Estaba además otro huésped, un americano; pero... me estoy adelantando a los acontecimientos. Mientras la concurrencia se hallaba en la sala de recepción, aguardando el momento de pasar al comedor y examinando fría e inquisidoramente a los últimos invitados que llegaban, el mayordomo anunció:

— Mr. Lloyd Hastings.

Hastings me divisó a la distancia y dejando de lado las cortesías habituales, avanzó hacia mí con la mano tendida. En el momento en que iba a tomar la mía se detuvo vacilante y dijo con embarazo:

— Perdóneme usted. Creí que le conocía.

— Y por cierto que me conoce, mi viejo camarada.

— No, ¿Acaso no es usted el ...?

— ¿El que lleva un monstruo en el bolsillo del chaleco? De veras que lo soy. Puede usted llamarme por mi apodo; estoy tan habituado...

— Pues si que es una sorpresa. Más de una vez vi su nombre acoplado al sobrenombre, pero jamás imaginé que fuese usted el Henry Adams de marras. Hace apenas seis meses era usted un empleado asalariado de Blake y Hopkins, allá en San Francisco y recuerdo que, para ganarse un suplemento, me ayudaba por las noches a compilar y verificar datos y estadísticas de la Reserva de Goud & Curry. ¡Cómo pensar que estuviese ahora en Londres, multimillonario y célebre. Parece un cuento de «Las Mil y una noches»! ¡Es algo increíble y no vuelvo todavía de mi asombro!

El hecho es, Lloyd, que yo tampoco comprendo nada de lo que me sucede.

— ¡Pero es pasmoso! Hace tres meses cenábamos en el restaurante de Miner...

— No, en What Cheer.

— Exacto, fue en What Cheer. Llegamos a las dos de la madrugada, después de estar engolfados durante seis horas en aquellos papeles y traté de persuadirle par que viniese a Londres conmigo. Le ofrecí conseguirle una licencia, pagar todos sus gastos y una bonificación, si la venta de la mina se realizaba. Recuerdo que usted rehusó, porque opinaba que no tendría yo éxito en la gestión. Temía también apartarse del curso de los negocios y tener que reiniciar su tarea con desventaja a su regreso. Y, a pesar de todo eso, está usted aquí. ¿Qué es lo que le indujo a venir, y cómo diablos ha iniciado esta increíble carrera?

— ¡Oh! Nada más que un accidente. Es una larga historia, una novela, si se quiere. Ya se lo diré a usted, pero no ahora.

— ¿Cuándo?

— A fines de este mes.

— Eso llevará más de una quincena. Es poner demasiado a prueba la curiosidad de una persona. ¿Por qué no dentro de una semana?

— No puedo. Usted sabrá pronto la causa. Entre tanto, ¿cómo van esos negocios?

Su alegría se extinguió como un soplo y, suspirando, contestó:

— Ha sido usted un verdadero profeta. Ojalá no hubiese venido. Prefiero no hablar más de ese asunto.

— Por el contrario, usted debe hacerlo. Esta misma noche, cuando salgamos de aquí, me lo contará usted todo.

— ¿De veras, puedo hacerlo? ¿Habla usted en serio? —sus ojos se humedecieron.

— Sí; deseo escuchar la historia completa; hasta la última palabra.

— ¡Cuánto le agradezco! Encontrar a alguien que muestre su humano interés por mí y por los negocios que he estado gestionando aquí, provoca toda mi gratitud.

Estrechome fuertemente la mano y me abrazó, mostrándose feliz y animado hasta el momento de la cena que, en definitiva, no fue servida, porque se produjo la habitual incidencia, que siempre surge bajo el inveterado e irritante sistema inglés: no hubo acuerdo acerca del orden de precedencia y por ello no hubo cena. Cuando los ingleses están invitados a cenar fuera de casa, siempre cenan previamente en sus hogares, porque conocen perfectamente los riesgos que van a correr; mas nadie previene acerca de tales riesgos a los extranjeros, que caen así plácidamente en la trampa. Naturalmente, no hubo en este caso ninguna víctima; habíamos cenado ya, pues ninguno era novicio en estas lides, excepto Hastings y, al invitar a éste, el Ministro le había informado que, por deferencia a las costumbres inglesas, no había ordenado cena alguna para esa noche. Cada caballero ofreció su brazo a una dama y el cortejo se encaminó hacia el comedor, porque la costumbre exige que el rito se cumpla. Allí comenzó la puja. El duque de Shoreditch quiso tomar la precedencia y se sentó a la cabecera, sosteniendo que su rango era superior al del propio Ministro, quien representaba meramente a una nación y no a un monarca. Entonces proclamé ya mis derechos, negándome a abdicar de ellos. En las columnas de los diarios yo precedía a todos los duques, excepto los de sangre real, y reclamé para mi la precedencia. No hubo acuerdo, naturalmente, y luchamos cuanto pudimos, hasta que, por último, y con poca sensatez, el duque se remontó a su alcurnia y remota ascendencia, mencionando a Guillermo el Conquistador, y enlazándolo con Adán, cuya directa posteridad yo representaba justamente como mi nombre bien lo demuestra, mientras que él pertenecía a una rama colateral, identificada por su propio nombre y su reciente origen normando. Finalmente reiniciamos la procesión, pero ahora otra vez a la sala de recepción. Allí, formando corrillos ingerimos un lunch perpendicular, compuesto de un plato de sardinas y otro de fresas. La etiqueta no fue entonces tan rígida. Las dos personas de rango más elevado arrojaban al aire una moneda de un chelín. El que ganaba iba primero a su plato de fresas y el perdedor embolsaba el chelín. Así, apostando por parejas, el asunto de la preeminencia quedó resuelto. Después de los refrescos trajeron mesas y naipes para jugar el «cribagge», a razón de seis peniques cada juego. Los ingleses jamás juegan por diversión. Si no ganan o pierden algo —no importa lo que ello sea— no jugarán.

Fueron momentos muy agradables, por lo menos para dos de nosotros: Miss Langham y yo. Estaba yo tan prendado de ella, que era incapaz de seguir el juego y cometía errores constantemente. Miss Langham estaba igualmente embelesada y a ninguno de los dos nos preocupaba ganar o perder. Nos sentíamos dichosos y sólo deseábamos que nada ni nadie interrumpiese nuestra felicidad. Le declaré que estaba perdidamente enamorado de ella. Se ruborizó hasta la raíz de los cabellos, aceptó mi amor y dijo que compartía mis sentimientos. Fue aquella una velada inolvidable. Cada vez que debía anotar los tantos, antes de exhibir las cartas, agregaba yo una posdata íntima, que ella contestaba cuando, a su turno, tenía que hacer el recuento de las manos. Dos para los «heels», con el aditamento: «¡Que encantadora y hermosa está usted!». Y ella al responder: Quince dos, quince cuatro, quince seis, y un par forman ocho: «¿De veras lo cree usted?», con esa dulce mirada atisbando pícaramente de soslayo bajo las pestañas.

Me conduje con ella con perfecta buena fe y honestidad, explicándole que no disponía de un céntimo fuera de aquel billete de un millón de libras del que todo el mundo hablaba y que ni siquiera era de mi pertenencia. Excitose sobremanera su curiosidad y no tuve reparos en contarle la historia, desde el principio hasta el fin. Le pareció la cosa más desopilante que pueda acaecer a un mortal. Cada nuevo detalle provocaba su hilaridad en forma tan incontenible, que debía interrumpir a veces mi relato para darle un respiro, pues temía que quedara exhausta de tanto reír. No dejé de reflexionar sobre el hecho curioso de que una historia penosa, la historia de las aflicciones y angustias de una persona, fuese capaz de producir un efecto semejante. Este pensamiento, antes que mortificarme, acrecentó el amor que sentía por ella. Significaba que podía mostrarse alegre, aun en presencia de algo que no despertaba precisamente el regocijo; y era ésta una condición inapreciable en una esposa que, tal como iban las cosas, habría yo de necesitar muy pronto. Por otra parte, no oculté a mi amada que tendríamos que esperar dos años antes de que me viese libre de compromisos, pero ella tomó el asunto con tranquilidad; hizo hincapié solamente en la necesidad de que limitara yo mis gastos en adelante, sin afectar ni exponer a riesgo alguno nuestros ingresos del tercer año. Lo que ahora le preocupaba era el hecho de que quizá hubiese calculado con demasiado optimismo las cifras del primer año. La observación era sensata y no dejó de limar un tanto mi confianza, pero al mismo tiempo me inspiró una idea que no tardé en exponerle con toda franqueza.

— Porcia querida. ¿Tendrías inconveniente en venir conmigo el día que tenga yo que enfrentarme con los ancianos caballeros?

Vaciló un instante; luego respondió:

— No; si eso puede contribuir a infundirte valor; pero, ¿creer que sería correcto?

— En verdad, creo que no; pero es tanto lo que depende de esa entrevista ...

— Pues bien; sea lo que fuere, iré contigo; sea o no sea correcto —dijo con entusiasmo generoso y encantador— ¡Seré tan feliz, al pensar que puedo ayudarte...!

— ¿Ayudarme tan solo? Pienso que todo lo harás tú. Era tan hermosa, atractiva y fascinante que, estando allí conmigo, me siento capaz de conseguir elevar neutro salario, pues estoy seguro de que esos señores han de ceder, desarmados para luchar contra tu encanto.

Respondiome con el adorable rostro encendido de rubor y la dicha fulgurando en su mirada:

— ¡Pícaro lisonjero! No hay una palabra de verdad en lo que dices, pero, de todos modos iré contigo. Puede que ello te enseñe a no esperar que el resto de la gente mire con tus ojos de enamorado.

Es de preguntarse si mis dudas se había disipado y restaurado mi confianza. Puede juzgarse por este hecho: en ese mismo instante, en mi fuero íntimo, había elevado yo mis pretensiones a mil doscientas libras para el año inicial. Pero me cuidé de decírselo, reservándolo como una sorpresa.

Ya en camino hacia mi alojamiento me parecía flotar entre nubes. Hasting me hablaba, pero yo no le escuchaba ni una palabra. Cuando entramos en mi salita privada, mi amigo me hizo volver a la realidad, con sus desmesurados elogios acerca de mis múltiples lujos y comodidades.

— Deje usted que contemple a mi gusto todo esto. ¡Mi Dios! ¡Si es un palacio, nada menos que un palacio! Y en él todo cuanto pueda desearse; esa confortable estufa de carbón y esa cena lista para ser paladeada. Henry, esto no sólo me permite apreciar lo rico que es usted; me hace sentir hasta la médula lo pobre que soy yo y que miserable, frustrado, vencido y aniquilado me siento.

Ese lenguaje causome escalofríos. Desperté ante la espantosa realidad y comprendí que estaba asentado sobre una corteza de media pulgada, con un cráter bajo mis pies. Un momento antes no tenía conciencia de que había estado soñando; mejor dicho, me había empeñado en no quererlo saber, pero ahora... Sepultado en deudas, sin un centavo, con la felicidad o el infortunio de una adorable muchacha en mis manos y nada positivo en vista, salvo una remuneración que, tal vez, no se materializaría jamás. ¡Arruinado más allá de toda esperanza, sin que nada pudiese salvarme!

— Henry, las simples migajas desestimadas de sus ingresos diarios podrían...

— ¡Oh! ¡Mis ingresos diarios! ... Apuremos este cálido whisky escocés y arriba ese ánimo... Pero, no; en verdad, es apetito lo que usted tiene. Siéntese y ...

— No; gracias, no tomaré nada. No puedo comer en estos días, pero sí beberé con usted hasta caer redondo.

— Barril por barril, bebamos pues. Y ahora mientras yo preparo el brebaje, devane usted la madeja de su historia.

— ¿Otra vez?

— ¿Cómo otra vez? ¿Qué quiere decir usted?

— Quiero decir, si es que quiere usted escucharla de nuevo.

— Pero, ¿cómo de nuevo? Parece un acertijo. Por favor, no beba usted más; no lo necesita.

— Lo que usted me dice me alarma, Henry. ¿Acaso no le he contado a usted la historia completa, mientras caminábamos hacia aquí?

— ¿Usted?

— Sí.

— ¡Que me cuelguen si he escuchado una palabra!

— ¡Qué cosa seria, Henry! Me preocupa ... ¿Qué tomó usted en casa del ministro?

Entonces, de golpe todo se iluminó y volví a ser dueño de mí:

— ¡Tomé prisionera a la más adorable criatura del mundo...!

Efusivamente nos estrechamos las manos, hasta el punto que éstas nos dolían; y el buen Hasting perdonome de buena gana que no hubiese escuchado una palabra de su odisea durante nuestra caminata de tres millas. Bondadoso y paciente por naturaleza, volvió a narrarme de nuevo lo que lo había acontecido. En resumen, él había venido a Inglaterra con lo que pensó que sería una gran oportunidad. Poseía una «opción» para vender la Reserva minera de Gould & Curry, por cuenta de sus actuales titulares, beneficiándose con el excedente que sobrepasase la suma de un millón de dólares.

Había trabajado incansablemente, tendiendo las líenas que podían ofrecer alguna posibilidad; no hubo expediente honesto al cual no hubiese acudido hasta agotar casi etneramente cuanto dinero poseía; y sin embargo, no había podido encontrar un sólo capitalista dispuesto a escuchar sus propuestas; con el agravante de que su autorización caducaba precisamente a fines de ese mismo mes. En una palabra, estaba arruinado. Súbitamente se puso de pie y me dijo, casi a gritos:

— Henry; usted puede salvarme; es usted el único hombre en el universo que puede hacerlo. ¿Lo hará usted? ¿No quiere usted hacerlo?

— Dígame de qué manera. Hable usted.

— Deme usted un millón y el pasaje de regreso, y le cedo a usted mi opción. ¡Por favor, no se niegue!

Sentía yo algo semejante a la agonía. Estuve a punto de comenzar a decir: «Lloyd, también yo soy pobre, pobre de solemnidad y con deudas». Pero una idea febril cruzó llameante por mi cerebro; apreté las mandíbulas y logré permanecer calmo y frío, como cuadra a un capitalista. Luego, con entera sangre fría y tono comercial, respondí:

— Yo lo salvaré, Lloyd.

— Entonces, ¡ya estoy salvado! Que Dios le colme de mercedes. Si alguna vez yo ...

— Déjeme terminar, Lloyd. Yo lo salvaré, pero no en forma que usted propone; porque eso no lo beneficiaría a usted, después de su rudo trabajo y los riesgos que ha corrido. Yo no necesito comprar minas; puedo mantener mi capital en actividad en un centro comercial como es este de Londres, sin necesidad de esa clase de negocios. Esa es mi situación, pero he aquí lo que voy a hacer. Conozco, naturalmente, todo cuanto se refiere a esas minas, conozco su inmenso valor y puedo jurarlo si alguien lo desea. Usted podrá venderlas dentro de esta quincena por tres millones al contado, usando mi nombre con entera libertad y luego nos repartiremos la utilidad por mitades.

En la insana alegría que le asaltó, Lloyd habría convertido los muebles en leña y destrozado cuanto tenía a su alcance si no lo hubiese detenido y sujetado a tiempo. Completamente feliz, decía entusiasmado:

— ¡Usar su nombre! Apneas lo pienso y me parece ver ya a esos ricachos londinenses afluir en bandadas disputándose la presa. ¡De hoy en adelante y para siempre, soy un hombre de empresa, un hombre cabal! Y eso que usted hace por mí no podré olvidarlo mientras viva.

La verdad es que, en menos de veinticuatro horas, Londres se convirtió en un avispero. Lo único que tuve que hacer fue permanecer sentado en mi residencia y repetir, a quienes se allegaban para consultarme: «Efectivamente. He autorizado a ese señor para mencionar mi nombre. Le conozco y conozco también esa mina. Su honorabilidad es intachable y la mina vale mucho más de lo que él pide por ella».

Por entonces asistía diariamente a las veladas en casa del ministro. Allí me entrevistaba con Porcia, a quien nada dije acerca de la mina, pues quería darle una sorpresa. Hablábamos de nuestro asunto monetario; nada más que del salario y del amor. Unas veces salario y otras veces amor, o, simultáneamente, amor y salario. No olvidaré el bondadoso interés con que la esposa del ministro y su hija favorecían nuestros proyectos y su inacabable inventiva para lograr que nadie interrumpiese nuestro coloquio, hasta le punto de que el ministro no llegó a abrigar ni la más leve sospecha.

Cuando finalmente llegó el deseado fin de mes tenía yo un millón de dólares acreditado en mi cuenta del London County Bank, y Hastings había obtenido por su parte la misma suma. Vestido de punta en blanco, me encaminé a la casa de Portland Place, me cercioré de que mis pájaros estaban ya reinstalados y regresé a la embajada. Recogí allí a mi preciado encanto y nos dirigimos a la casa, platicando sin cesar del asunto que nos preocupaba. Al verla tan excitada y ansiosa, me pareció intolerablemente hermosa.

— Porcia —le dije—, te veo tan deslumbrante, que me parece un crimen luchar por un salario inferior a tres mil libras anuales; ni un penique menos.

— Henry, Henry, acabarás por arruinarnos.

— Confía en mí. Todo irá bien si conservas ese aspecto encantador.

Así, durante todo el trayecto trataba yo de estimular su optimismo y ella de convencerme:

— Recuerda que, si pedimos demasiado, arriesgamos perderlo todo. ¿Qué será entonces de nosotros, sin medios siquiera para ganarlos la vida?

El mismo sirviente nos atendió, llevándonos a presencia de los dos ancianos caballeros. Quedaron sorprendidos al verme en compañía de tan adorable criatura, pero yo dije:

— Caballeros: ella es mi futuro sostén y compañera.

Al hacer las presentaciones hice mención de sus nombres, cosa que no les sorprendió, pues sabían que era fácil averiguarlos en cualquier guía. Nos sentamos y ambos se mostraron corteses y solícitos, para sustraer a Porcia de la embarazosa situación. Entonces exclamé:

— ¡Caballeros! Estoy listo para informarles.

— Nos alegramos mucho —dijo mi anciano señor—, porque será decisivo en la apuesta que mi hermano Abel y yo hemos hecho. Si me ha hecho ganar esa apuesta, tendrá usted la máxima posición que yo pueda ofrecerle, dentro de mis posibilidades. ¿Tiene usted el billete de un millón de libras?

— Helo aquí.

— Entonces, he ganado —dijo con alborozo, palmeando a Abel en la espalda—: ¿Y ahora, qué tienes que decir?

— Digo que ha sobrevivido —murmuró Abel—, y eso supone que he perdido veinte mil libras. Nunca lo hubiese creído.

— Tengo algo más que informar. Aunque resulte algo extensa, permítanme ustedes narrar detalladamente la historia de todo el mes transcurrido y prometo que valdrá la pena escucharla. Entretanto, sírvanse examinar esto.

— ¡Oh! Un certificado de depósito por 200.000 libras. ¿Es suyo?

— Mío. Es el producto de treinta días de empleo juicioso de ese pequeño préstamo de ustedes me hicieron. Y el único uso que yo he hecho de él ha consistido en comprar cosas de poco valor y ofrecer el billete en pago.

— ¡Es asombroso, increíble!

— Puedo probarlo; mis palabras son fundadas.

— Pero ahora era Porcia la asombrada. Con los ojos desmesuradamente abiertos inquirió:

— Henry, ¿es realmente tuyo ese dinero? Acaso, ¿me has estado engañando?

— En parte, sí, querida. Pero estoy seguro de que habrás de perdonarme.

Con aire traviesamente enfurruñado contestó:

— No deberías estar tan seguro. Ha sido una pillería tuya el engañarme así.

— Cuando comprendas que sólo ha sido una sorpresa, me perdonarás. Ven, tenemos que marcharnos ya ...

— Pero, aguarde usted. El puesto de que le hablé... Tengo que formular a usted esa proposición —dijo el anciano caballero.

— Señor —respondí—, le quedo sumamente reconocido, pero, realmente, no deseo aceptarla.

— Es que se trata de la posición más codiciada de cuantas están a mi alcance.

— Nuevamente le doy las gracias de todo corazón. Pero, aún siendo así, debo declinarla.

— Henry, es una vergüenza. Creo que agradeces sólo a medias la bondad de este señor. ¿Me dejas que lo haga yo?

— Ciertamente, querida; si crees hacerlo mejor... Veamos cómo ...

Dirigiose hacia el caballero, se sentó en sus rodillas y rodeando el cuello del anciano con sus brazos, le estampó un sonoro beso en la boca. Estallaron ambos en franca risa, pero yo quedé sin habla, prácticamente petrificado, como es de suponer. Porcia, en tanto, continuó:

— Papá: Henry ha dicho que tú no tienes una situación tan ventajosa como para que él se decida a aceptarla, y yo me siento tan resentida como ...

— Pero, dime, querida, ¿este caballero es tu padre?

— Sí; es mi padrastro, y el más adorable que pudo haber jamás. ¿Comprendes ahora como era posible que yo riese de aquel modo, cuando tú, ignorando mi vinculación, me contabas las tribulaciones y angustias que el plan de papá y tío Abel te estaban acarreando?

Hablé yo entonces, con toda la seriedad de que soy capaz y fui directamente al punto esencial:

— Mi respetable y querido señor: quisiera retirar ahora cuanto he dicho. Usted puede, en efecto, brindarme una posición vacante que yo ambiciono.

— Diga usted cuál es.

— La de yerno.

— ¡Bueno, bueno, bueno! pero si usted no ha desarrollado todavía actividades de ese género, no puede aportar recomendaciones tales que satisfagan las condiciones del contrato y, en ese caso...

— ¡Oh, señor, se lo suplico! Póngame usted a prueba. Sométame a esa prueba durante unos treinta y o cuarenta años, y si ...

— Perfectamente. Sólo me resta pedirle una pequeña cosa y es ... que se la lleve usted consigo...

¿Si fuimos felices? No hay palabras que puedan sintetizarlo. Y cuando, uno o dos días después Londres conoció la historia completa de aquel mes de mis aventuras con el famoso billete, la gente las comentó, festejando risueñamente su desenlace.

El padrastro de Porcia llevó de nuevo el amistoso y hospitalario billete al Banco de Inglaterra y cobró su importe. El banco, luego de anular su validez, lo obsequió a su antiguo poseedor. Llegó a nuestras manos el día de nuestra boda y desde entonces pende, encuadrado en su marco, en el lugar de honor reservado para él en nuestro hogar, que, para nosotros, es sagrado. Gracias a ese billete, Porcia es mi esposa. Sin él yo no hubiese podido permanecer en Londres, ni concurrir a la casa del ministro, y por ende, no hubiera conocido a

Porcia. Por eso yo digo siempre: «Sí, es de un millón de libras, como usted ve; pero en toda su vida no hizo más que una sola adquisición; y aun entonces, obtuvo el objeto por sólo la décima parte de su valor».

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