EL SAPO VERDE
Ese sapo verde
se esconde y se pierde;
así no lo besa
ninguna princesa.
Porque con un beso
él se hará princeso
o príncipe guapo;
¡y quiere ser sapo!
No quiere reinado,
ni trono dorado,
ni enorme castillo,
ni manto amarillo.
Tampoco lacayos
ni tres mil vasallos.
Quiere ver la luna
desde la laguna.
Una madrugada
lo encantó alguna hada;
y así se ha quedado:
sapo y encantado.
Disfruta de todo:
se mete en el lodo
saltándose, solo,
todo el protocolo.
Y le importa un pito
si no está bonito
cazar un insecto;
¡que nadie es perfecto!
¿Su regio dosel?
No se acuerda de él.
¿Su sábana roja?
Prefiere una hoja.
¿Su yelmo y su escudo?
Le gusta ir desnudo.
¿La princesa Eliana?
Él ama a una rana.
A una rana verde
que salta y se pierde
y mira la luna
desde la laguna.
Carmen Gil
LA VACA ESTUDIOSA
Había una vez una vaca
en la Quebrada de Humahuaca.
Como era muy vieja,
muy vieja, estaba sorda de una oreja.
Y a pesar de que ya era abuela
un día quiso ir a la escuela.
Se puso unos zapatos rojos,
guantes de tul y un par de anteojos.
La vio la maestra asustada
y dijo: - Estas equivocada.
Y la vaca le respondió:
¿Por qué no puedo estudiar yo?
La vaca, vestida de blanco,
se acomodó en el primer banco.
Los chicos tirábamos tiza
y nos moríamos de risa.
La gente se fue muy curiosa
a ver a la vaca estudiosa.
La gente llegaba en camiones,
en bicicletas y en aviones.
Y como el bochinche aumentaba
en la escuela nadie estudiaba.
La vaca, de pie en un rincón,
rumiaba sola la lección.
Un día toditos los chicos
se convirtieron en borricos.
Y en ese lugar de Humahuaca
única sabia fue la vaca.
María Elena Walsh
HOJITAS
Hojitas de oro
que el viento soplo;
corren por el bosque
corren como yo.
Dejaron desnudo
al amigo árbol
las primeras lluvias
vendrán a bañarlo.
Ay, pero, que frió
tendrá el pobrecito…
mejor estaría
bien abrigadito
Haydé G. de Guacci
SEMILLA
Semillita, semillita,
que en la tierra se cayó
y dormidita, dormidita
en seguida se quedó.
¿Dónde está la dormilona?
un pequeño preguntó
y las nubes respondieron:
una planta ya nació.
Semillita, semillita,
que recibiste calor
para dar una plantita,
muchas hojas y una flor.
Haydé G. de Guacci
EL VERDE
Da el dragón, en la pradera,
la fiesta de primavera.
A ella acude la tortuga
con sombrilla de lechuga.
Llega el sapo, en un pispás,
dando saltos hacia atrás.
Se ha puesto un sombrero extraño
de hojas verdes de castaño.
El cocodrilo, contento
y verde como un pimiento,
lleva un anillo elegante,
hecho de hierba y guisante.
De un arbusto, de repente,
baja alegre la serpiente
luciendo verde camisa.
¡Le da un ataque de risa!
La lagartija y su hija
salen por una rendija.
Las dos presumen de falda
de color verde esmeralda.
Carmen Gil
EL PEZ ARCO IRIS:
Lejos, muy lejos, en alta mar, vivía un pez.
Pero no era un pez cualquiera. No. Era el pez más hermoso de todo el océano.
Su traje de escamas relucía con todos los colores del arco iris.
Los otros peces admiraban sus escamas irisadas. Lo llamaban “pez arco iris”.
-¡Ven, pez arco iris! ¡Ven a jugar con nosotros!
Pero el pez arco iris se deslizaba entre ellos, callado y altivo, pasando de largo, haciendo brillar sus escamas.
Un pececillo azul lo siguió, nadando detrás de él.
-¡Pez arco iris! ¡Pez arco iris, espérame! ¿Por qué no me das una de tus brillantes escamas? ¡Son preciosas! ¡Y tú tienes tantas!
-¿Pretendes que te regale una de mis escamas? ¿A ti? Pero, ¡qué te has creído!
-le gritó el pez arco iris-. ¡Lárgate de aquí!
Asustado, el pececillo azul se marchó nadando. Muy agitado, contó a sus amigos lo que le había pasado con el pez arco iris.
A partir de entonces, ninguno de ellos quiso volver a relacionarse con él.
Se alejaban en cuanto pasaba nadando cerca de ellos.
¿De qué le servían ahora al pez arco iris sus maravillosas escamas resplandecientes, si ya no provocaban la admiración de nadie? ¡Se había convertido en el pez más solitario de todo el océano!
Un día le contó sus penas a la estrella de mar:
-¿Por qué nadie me quiere? ¡Con lo bonito que soy!
-En una cueva que hay detrás del arrecife de coral vive Octopus, un pulpo muy sabio. Quizás él pueda ayudarte –le aconsejó la estrella de mar.
El pez arco iris encontró la cueva.
¡Qué oscuridad! Apenas podía ver nada. Pero de pronto aparecieron dos ojos relucientes que lo miraban.
-Te estaba esperando- le dijo Octopus con voz profunda-. Las olas me han contado tu historia. Escucha mi consejo: regala a cada pez una de tus resplandecientes escamas. Claro que entonces dejarás de ser el pez más hermoso del océano, pero volverás a ser feliz.
-Pero… -el pez arco iris quiso añadir algo, pero Octopus ya había desaparecido.
<< ¿Regalar mis escamas? ¿Mis hermosas escamas brillantes? –pensó horrorizado el pez arco iris-. ¡No! ¡Nunca! ¿Cómo podría ser feliz sin ellas?>>
De pronto sintió un ligero movimiento de aletas a su lado. ¡Allí estaba de nuevo el pececillo azul!
-Pez arco iris, no seas malo. Anda, regálame una de tus relucientes escamas, una pequeña.
El pez arco iris dudó. <
Con mucho cuidado, el pez arco iris arrancó de su traje la más pequeña de sus relucientes escamas.
-¡Toma, te la regalo! Pero ahora déjame en paz de una vez.
-¡Muchísimas gracias! –burbujeó el pececillo azul, loco de contento-. ¡Eres muy bueno, pez arco iris!
El pez arco iris tuvo una extraña sensación. Se quedó mirando durante mucho rato al pececillo azul, que se había puesto su escama brillante y se alejaba zigzagueando, feliz, por el agua.
El pececillo azul, con su escama brillante, cruzaba el agua como una flecha. Y al poco tiempo, el pez arco iris estuvo rodeado de muchos otros peces. Todos querían que les diera una de sus brillantes escamas. Y ¡què maravilla! El pez arco iris empezó a repartir sus escamas a derecha e izquierda. Y mientras lo hacía, se sentía cada vez más contento. Cuanto más resplandecía el agua a su alrededor, mejor se sentía entre los demás peces.
Al final, el pez arco iris se quedó con una sola escama brillante. ¡Había regalado todas las demás! ¡Y se sentía feliz, más feliz que nunca!
-¡Ven, pez arco iris! ¡Ven a jugar con nosotros! –le llamaban todos los peces.
-¡Voy enseguida! –contestó el pez arco iris, y, lleno de alegría, fue con sus nuevos amigos.
Autor: Marcus Pfister / Traducción: Ana Tortajada
LA BRUJA BERTA:
La bruja Berta vivía en el bosque en una casa toda negra.
La casa era negra por fuera y negra por dentro.
Las alfombras eran negras.
Las sillas eran negras.
La cama era negra y tenía sábanas negras y frazadas negras.
Hasta el baño era negro.
Berta vivía en su casa negra con su gato llamado Bepo.
El gato también era negro.
Y así comenzaron los problemas.
Cuando Bepo se echaba en una silla con sus ojos abiertos, Berta lo podía ver.
Al menos podía ver sus ojos.
Pero cuando Bepo cerraba sus ojos y se ponía a dormir, Berta no lo veía para nada, y entonces se sentaba encima.
Cuando Bepo se echaba en la alfombra con sus ojos abiertos, Berta lo podía ver.
Al menos podía ver sus ojos.
Pero cuando Bepo cerraba sus ojos y se ponía a dormir, Berta no lo veía para nada, y entonces tropezaba con él.
Un día, después de una caída muy fea, Berta decidió que algo había que hacer.
Tomó su varita mágica, la agitó una vez y ¡ABRACADABRA! Bepo dejó de ser un gato negro.
Ahora era verde brillante.
Entonces, cuando Bepo dormía en la silla, Berta lo podía ver.
Cuando Bepo dormía sobre el piso, Berta lo podía ver.
Y también lo podía ver cuando dormía sobre la cama.
Aunque a Bepo no le estaba permitido dormir sobre la cama…
…y Berta lo llevó afuera, y lo dejó sobre el pasto.
Cuando Bepo se echaba en el pasto, Berta no lo podía ver, aunque sus ojos estuvieran bien abiertos.
Berta salió precipitadamente afuera, tropezó con Bepo, dio tres volteretas, y cayó en una mata de rosas llena de espinas.
Esta vez, Berta estaba furiosa.
Tomó su varita mágica, la agitó cinco veces y…
…¡ABRACADABRA! Bepo tenía la cabeza colorada, el cuerpo amarillo, la cola rosada, los bigotes azules, y cuatro patas violetas.
Pero sus ojos seguían siendo verdes.
Ahora Berta podía ver a Bepo cuando se echaba en una silla, en la alfombra, y cuando se desplazaba agazapado en el pasto,
Y aún cuando trepaba al árbol más alto.
Bepo trepó al árbol más alto para esconderse.
Se le veía ridículo y él lo sabía.
Hasta los pájaros se reían de Bepo.
Bepo se sentía desgraciado.
Se quedó en lo alto del árbol todo el día y toda la noche.
La mañana siguiente, Bepo seguía subido al árbol.
Berta estaba preocupada.
Quería a Bepo y no le gustaba que se sintiera desgraciado.
Entonces, Berta tuvo una idea.
Agitó su varita mágica y ¡ABRACADABRA! Bepo fue otra vez un gato negro.
Bajó del árbol ronroneando.
Entonces, Berta nuevamente agitó su varita, una, dos y tres veces.
Ahora, en lugar de una casa negra, tenía una casa amarilla con un techo colorado y una puerta también colorada.
Las sillas eran blancas y coloradas, con almohadones blancos. La alfombra era verde con flores rosadas.
La cama era azul, con sábanas blancas y rosadas, y frazadas rosadas.
El baño era blanco reluciente.
Y ahora, Berta podía ver a Bepo no importaba donde estuviera.
Autora: Valerie Thomas / Traducción: Editorial Atlántida 1992
LA NIÑA SABIA:
Iban de viaje dos hermanos, el uno pobre y el otro rico.
Tiraba del carro del pobre una yegua, y del carro del rico, un caballo. Hicieron noche los hermanos en una posada.
Mientras dormían, la yegua del pobre parió un potrillo, que rodó bajo el carro del hermano rico. A la mañana despertó el rico al pobre y le dijo:
- Levántate, hermano. Esta noche, mi carro ha parido un potrillo.
El pobre se levantó y le dijo:
- ¿Acaso un carro puede parir? El potrillo ese es de mi yegua.
El rico replicó:
- Si fuera de tu yegua, estaría a su lado.
En fin, se pelearon los hermanos y fueron ante el juez.
El rico dio al juez un puñado de monedas, mientras que el pobre no tenía más defensa que sus propias palabras.
El pleito se prolongaba, y el zar en persona tomó cartas en el asunto.
Hizo que llevaran a ambos hermanos a su presencia y les pidió que descifraran cuatro acertijos.
- ¿Qué es lo más fuerte y rápido del mundo? ¿Qué es lo más alimenticio? ¿Qué es lo más blando? ¿Qué es lo más querido?
El zar dio a los hermanos tres días de tiempo para contestarle.
- Al cuarto día venís –dijo- y me respondéis.
El rico se puso a pensar y terminó yendo a pedir consejo a una comadre suya.
La mujer lo sentó a la mesa, se puso a agasajarlo y le dijo:
- ¿Por qué te veo tan triste, compadre?
- El zar me ha pedido que adivine cuatro acertijos y me ha dado de plazo tres días.
- Dime qué acertijos son ésos.
- Escucha, comadre. El primero reza así: ¿Qué es lo más fuerte y rápido del mundo?
- ¡Nada más fácil! Mi marido tiene una yegua alazana. No hay nada más rápido. Si le das un latigazo, corre más veloz que una liebre.
- El segundo acertijo dice: ¿Qué es lo más alimenticio del mundo?
- Tenemos en la cochiquera un cerdo tan cebado, que no puede siquiera levantarse.
- El tercero es: ¿Qué es lo más blando del mundo?
- Los colchones de plumas. ¿Acaso puede haber algo más blando?
- El cuarto reza: ¿Qué es lo más querido del mundo?
- Lo más querido es mi nietecito Ivánushka.
- Gracias, comadre, jamás olvidaré el favor que me has hecho.
El hermano pobre llegó a casa anegado en llanto. Le recibió su hijita, una niña de siete años que era toda su familia.
- ¿Por qué, padre, suspiras y viertes lágrimas?
- ¡Cómo no quieres que suspire y vierta lágrimas! El zar me ha pedido que descifre cuatro adivinanzas a las que no sabré responder en toda mi vida.
- Dime qué adivinanzas son ésas.
- Escucha, hijita. Me ha preguntado lo siguiente: qué es lo más fuerte y rápido del mundo; qué es lo más alimenticio; qué es lo más blando y qué es lo más querido.
- Ve, padre, y dile al zar que lo más fuerte y rápido es el viento; lo más alimenticio, la tierra, pues todo lo que crece y vive lo nutre ella; lo más blando es el brazo, ya que el hombre, duerma donde duerma, siempre descansa en el brazo la cabeza; lo más querido del mundo son los sueños.
Se presentaron al zar los dos hermanos, el rico y el pobre.
El zar les escuchó y preguntó luego al pobre:
- ¿Lo has adivinado tú mismo o te lo ha dicho alguien?
El pobre respondió:
- Tengo, señor, una hija de siete años; es ella quien me dijo lo que debía responder.
- Ya que tu hija es tan sabia, dale este hilo de seda y que me teja una toalla con dibujos.
Tomó el pobre el hilo y llegó a casa triste y cabizbajo.
- ¡Somos unos desgraciados! –dijo a su hija-. El zar ha pedido que le hagas una toalla de este hilo.
- No te apenes, padre –respondió la niña.
Arrancó la chica una ramita de su escobilla, le dio al padre y le dijo:
- Ve y pídele al zar que encuentre un maestro que haga de esta ramita un telar en el que yo pueda tejer la toalla.
Fue el pobre a palacio e hizo lo que le había dicho su hija.
El zar le dio ciento cincuenta huevos y le ordenó:
- Dile a tu hija que para mañana me incube ciento cincuenta polluelos.
Regresó el pobre a su casa todavía más triste y cabizbajo que la vez anterior.
- ¡Ay, hija mía! –suspiró-. ¡Escapa el hombre de una desgracia y se le viene encima otra!
- No te apures, padre –respondió la niña.
Coció los huevos, los guardó para la comida y la cena y dijo al padre:
- Ve y dile al zar que necesito mijo criado en un día para dar de comer a los polluelos. En un día deben arar el campo, sembrar el mijo, recogerlo y trillarlo. Los polluelos no aceptarán más grano que ése.
El zar escuchó al pobre y le dijo:
- Ya que tu hija es tan sabia, que venga mañana a mi presencia ni a pie ni a caballo, ni desnuda ni vestida, ni con regalos ni con las manos vacías.
“Esta vez –pensó el pobre-, mi hija no podrá hacer lo que el zar quiere. ¡Estamos perdidos!”
- No te apures, padre –le consoló la hija cuando le hubo anunciado lo que el zar le pedía-. Ve y compra a los cazadores una liebre viva y una codorniz viva también.
El padre fue y compró la liebre y la codorniz.
A la mañana siguiente, la chica se quitó toda la ropa, se echó encima una red, tomó en sus manos la codorniz, montó a lomos de la liebre y se fue a palacio.
El zar la recibió a la entrada. La chica le hizo una reverencia.
- Aquí tienes, señor, mi regalo –dijo-, y ofreció al monarca la codorniz.
El zar tendió la mano, pero la codorniz levantó el vuelo y desapareció en un santiamén.
- Está bien –dijo el zar-, has hecho todo lo que pedí. Ahora, dime: ¿cómo os las arregláis tu padre y tú para comer, siendo tan pobres?
- Mi padre pesca en la orilla seca, no pone las redes en el agua, y yo llevobel pescado a casa en la falda y hago sopa.
- ¡Qué tonta! ¿Dónde has visto tú que los peces vivan en una orilla seca? Los peces nadan en el agua.
- Tú eres muy inteligente, señor, pero ¿dónde has visto que un carro pueda parir un potrillo? Paren las yeguas, que no los carros.
El zar dispuso que entregaran el potrillo al hermano pobre.
Cuentos populares rusos
LOS SEIS QUE TODO LO PUEDEN:
Una vez cierto bravo soldado, llamado Martín, fue a reclamar al rey su soldada, pero el rey le envió a paseo.
Lleno de cólera, prometió vengarse.
Se marchó, y al atravesar un bosque vio a un hombre que arrancaba árboles enormes, como si fueran rábanos.
- ¿Quieres entrar a mi servicio –le dijo- y venir conmigo en busca de aventuras?
- Bueno –respondió el otro, y se pusieron en camino.
Al salir del bosque vieron a un cazador que, rodilla en tierra, apoyaba su escopeta en el hombro, como si apuntara; pero en todo lo que alcanzaba la vista no se veía pájaro ni pieza mayor.
- ¿Qué haces aquí? –le dijo Martín.
- A dos leguas de aquí –respondió- un tábano está atormentando a un pobre caballo, y quiero matar al primero sin tocar al segundo.
Y, en efecto, hizo fuego.
- Un tirador de tu mérito –dijo Martín- me sería muy útil. ¿Quieres venirte con nosotros?
El cazador aceptó.
Al cabo de una hora apercibieron encaramado a un árbol a un hombre que con el dedo tenía tapada una de las narices, mientras soplaba con la otra.
- ¿Qué haces? –le dijo Martín.
- Hago marchar los molinos de viento que están a una legua de aquí.
- Mucho vales –repuso Martín-; vente con nosotros, y los cuatro podremos hacer grandes cosas.
La proposición agradó al soplón y les acompañó.
A alguna distancia de aquel sitio encontraron a un hombre muy delgado, que se apoyaba en una pierna y se sujetaba la otra con una correa.
- ¿Qué diantres haces ahí? –le preguntó Martín.
- Soy andarín –respondió- y cuando tengo las piernas libres vuelo, más bien que corro.
- Vente con nosotros, y tu fortuna es hecha.
El corredor aceptó, y más lejos vieron a un hombrecillo que llevaba el sombrero sobre la oreja derecha.
- ¡Valiente figura haces con ese sombrero!
- No digo que no –respondió el otro-; pero, cuando me lo pongo como todo el mundo, se produce a mi alrededor un frío tan espantoso que hasta los pajaritos caen por tierra helados.
- Vente con nosotros, y sacarás partido de ello.
Todos juntos fueron a la capital, donde oyeron pregonar a son de trompea que la hija del rey desafiaba a todos los hombres a correr; que aquel que la venciera se casaría con ella; pero si salí vencido, le cortaría la cabeza. Martín fue a palacio a declarar que aceptaba la apuesta, pero que haría correr por él a uno de sus criados.
- Como quieras –dijo el rey-; pero también él arriesga su vida.
Al día siguiente se realizó la apuesta.
Se trataba de llenar un cántaro en el agua de una fuente situada a una legua de la población y traerlo lleno al punto de partida. La princesa bajó del estrado, y el andarín se puso a su lado; cogió cada uno un cántaro, y a una señal dada comenzaron a correr.
La princesa corría como un galgo, pero su adversario iba como el viento; pasados algunos segundos llegó a la fuente, y, después de haber llenado el cántaro, se volvió; pero como llevaba mucha ventaja, se acostó sobre un césped.
La princesa lleno su cántaro en la fuente, y al volver encontró a su adversario que seguía durmiendo; vació el cántaro que aquél tenía a su lado y se marchó segura de obtener la victoria.
El cazador, que tenía ojos de lince, miró hacia la fuente y vio dormido a su compañero. Apuntó bien con su fusil, y disparó con tal acierto, que la bala dio en el tronco donde el andarín se recostaba, sin herirle ni en un dedo.
Despertó el hombre, se apercibió de lo que ocurría, y, sin perder un instante, corrió como una flecha hacia la fuente, y rápidamente volvió al punto de partida.
La princesa estaba enfurecida y desesperada al ver que tenía que casarse con un soldado.
- Consuélate, hija mía –le dijo el rey-. Ya he encontrado un medio.
Y después, dirigiéndose a Martín, le felicitó por su suerte, y dijo que iba a obsequiarle, tanto a él como a sus compañeros, con un espléndido banquete.
Les hizo entrar en una habitación que era toda de hierro, con ventanas cerradas por gruesos barrotes de acero.
Después del banquete, y en el momento de servirse los postres, el rey hizo cerrar la puerta con candados y cerrojos y encender debajo de la habitación un fuego terrible.
Bien pronto Martín y sus compañeros se apercibieron de la traición del rey.
- Ese pillo no ha contado conmigo –dijo el del sombrero; y al decir esto se caló el sombrerete hasta las orejas.
En el acto se produjo un frío tan intenso, que todos comenzaron a tiritar, y hasta se heló el agua en las botellas y los manjares en los platos.
Al cabo de una hora hizo el rey abrir la puerta, creyendo encontrar a Martín y sus amigos hechos carbón; pero ellos salieron tan frescos.
El rey hizo un esfuerzo para ocultar su furor; conociendo que Martín y los suyos no eran unos cualesquiera, le preguntó cuánto dinero quería por renunciar a la mano de la princesa.
- Quiero tanto como pueda llevar uno de mis servidores –contestó Martín-. Dentro de quince días volveré; de aquí a entonces reunid todo lo que poseáis de oro y plata, y tal vez no sea bastante.
Martín llamó a todos los sastres del país y les ocupo durante quince días en hacer un saco inmenso, de una tela muy fuerte.
El día fijado volvió a palacio con el compañero que arrancaba los árboles como si fuesen rábanos y que llevaba el saco, que hacía tanto bulto como una casa.
Al ver esto el rey, que había creído salir del apuro con algunos miles de monedas de oro, se asustó. Hizo traer un tonel lleno de dinero, que apenas podían mover diez criados; pero el servidor de Martín lo cogió con una mano y lo metió en el saco. Lo mismo pasó con el segundo, y después con el tercero, y, por último, todo el tesoro del rey pasó al saco y éste se hallaba sólo mediado.
Entonces el rey tuvo que imponer a su pueblo, como rescate de su hija, una fuerte contribución. Se reunieron 200 carros de oro. El compañero de Martín metió en el saco el oro, con carros y todo; cuando estuvo el saco lleno lo ató con un cable, y, cargándoselo, se fue con sus compañeros.
Repuesto de su asombro, el rey se encolerizó viendo que se llevaban todas las riquezas del reino. Hizo montar a caballo dos regimientos de coraceros y les ordenó que persiguieran a nuestros seis amigos. Al poco rato los encontraron y les dijeron que dejaran el saco, sin más explicación.
- ¡Conque nos queréis coger! –dijo riendo a carcajadas el que soplaba con tanta fuerza; y, tapándose una de las narices, hizo salir de la otra tal vendaval, que caballos y jinetes fueron lanzados acá y allá en un periquete.
Martín, entonces, dividió entre sus compañeros el oro del saco, quedándose con una parte, y lo que les correspondió fue tanto que, aunque vivieron largo tiempo, no lograron dar fin al dinero.
Autor: S. Calleja
EL GALLO, LA GALLINA Y EL GUISANTE:
Eranse un gallo y una gallina. Un buen día, el gallo se puso a escarbar la tierra y encontró un guisante.
- ¡Co, co, co, cómete el guisante, gallinita! –dijo el gallo.
- ¡Co, co, co, cómetelo tú, gallito! –dijo la gallina.
Picó el gallo el guisante, y se le atragantó. Pidió el gallo a la gallina:
- Ve, gallinita, al río y pídele agua para mí.
La gallina corrió al río y dijo a éste:
- Río, riacho, dame agua: el gallito se ha atragantado con un guisantito.
El río le contestó:
- Si le pides al tilo una hoja, te daré agua.
Corrió la gallina donde se alzaba el tilo.
- Tilo, tilo –dijo la gallinita al árbol-, dame una hojita. Se la llevaré al río, y el río me dará agua para que la beba el gallito que se ha atragantado con un guisantito.
El tilo dijo a la gallinita:
- Ve a donde está la niña y pídele un hilo.
La gallina corrió a cumplir el ruego del tilo y pidió a la niña:
- Niña, niña, dame un hilo. Llevaré el hilo al tilo, el tilo me dará una hojita, llevaré la hojita al río, y el río me dará agua para el gallito, que se ha atragantado con un guisantito.
La niña le respondió:
- Si vas a casa de los peineteros y les pides un peine, te daré el hilo.
La gallinita corrió a casa de los peineteros y les dijo:
- Peineteros, peineteros, dadme un peine. Llevaré el peine a la niña, la niña me dará un hilo, llevaré el hilo al tilo, el tilo me dará una hojita, llevaré la hojita al río, y el río me dará agua para que la beba el gallito, que se ha atragantado con un guisantito.
Los peineteros le contestaron:
- Ve a casa de los panaderos y tráenos rosquillas.
Corrió la gallinita a casa de los panaderos:
- Panaderos, panaderos, dadme unas rosquillas. Llevaré las rosquillas a los peineteros, los peineteros me darán un peine, llevaré el peine a la niña, la niña me dará un hilo, llevaré el hilo al tilo, el tilo me dará una hojita, llevaré la hojita al río, y el río me dará agua para que beba el gallito, que se ha atragantado con un guisantito.
Los panaderos le dijeron:
- Ve a buscar a los leñadores y que te den leña para nosotros.
Fue la gallinita en busca de los leñadores, y les pidió:
- Leñadores, leñadores, dadme leña. Llevaré la leña a los panaderos, los panaderos me darán unas rosquillas, llevaré las rosquillas a los peineteros, los peineteros me darán un peine, llevaré el peine a la niña, la niña me dará un hilo, llevaré el hilo al tilo, el tilo me dará una hojita, llevaré la hojita al río, y el río me dará agua para que la beba el gallito, que se ha atragantado con un guisantito.
Los leñadores dieron leña a la gallinita.
La gallinita llevó la leña a los panaderos, los panaderos le dieron unas rosquillas, la gallinita se las dio a los peineteros, los peineteros le dieron un peine, la gallinita lo llevó a la niña, la niña le dio un hilo, la gallinita se lo llevó al tilo, el tilo le dio la hojita, la gallinita la llevó al río, y el río le dio agua.
El gallito la bebió y se tragó el guisantito. Muy contento, cantó el gallito:
¡Quiquiriquí!
Cuentos populares rusos.
4 comentarios:
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