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Los Tres Deseos del Leñador. Charles Perrault
Érase una vez un pobre leñador que estaba harto de la vida tan penosa que llevaba y solía decir que tenía ganas de ir a reposar a los bordes del Aqueronte; porque veía que, en su profundo dolor, jamás el Cielo cruel no había querido concederle ni uno de sus deseos.
Un día que se quejaba en el bosque, Júpiter, con el rayo en la mano, se le apareció; difícilmente podría pintar el miedo que sobrecogió al buen hombre.
-No quiero nada -exclamó, arrojándose al suelo-; no deseo nada, ni truenos ni nada. Vamos a hablar, Señor, de igual a igual.
-Deja de temblar -le dijo Júpiter-; vengo compadecido de tus quejas, para demostrarte que eres injusto en tus quejas. Escucha. Yo te prometo, yo que soy el dueño soberano del mundo entero, atender plenamente tus tres primeros deseos, los primeros que quieras formular sobre cualquier cosa. Mira bien lo que pueda satisfacerte, y como tu felicidad depende de tus votos, piénsalo bien antes de formular tus deseos.
En diciendo estas palabras, Júpiter ascendió a los Cielos, y el leñador, muy contento, echándose el haz de leña a la espalda, emprendió el camino de regreso. Nunca le pareció la carga menos pesada.
-No hay que obrar a la ligera -decía trotando-. El caso es importante; hay que pedir consejo a la parienta.
Cuando entró bajo el techo de la cabaña la carga de helechos, le dijo:
-Fanchon, hagamos un buen fuego y una buena comida; somos muy ricos. Y sólo necesitamos formular nuestros deseos.
Y allí, punto por punto, le cuenta todo lo sucedido. Al oír su relato, la esposa, viva y presurosa, concibe mil proyectos en su mente; pero considerando la importancia de conducirse con prudencia, le dice a su esposo:
-Blas, amigo mío, para no cometer una tontería debido a nuestra impaciencia, examinemos juntos lo que nos conviene hacer en una situación así. Dejemos para mañana nuestro primer deseo y consultemos con la almohada.
-Estoy de acuerdo -dice el buen Blas-. Anda, vete y trae vino añejo.
Cuando volvió con él, bebió y, saboreando cómodamente, cerca del fuego, aquel dulce reposo, dijo apoyándose en el respaldo de su silla:
-¡Con estas brasas tan buenas, qué bien vendría una vara de morcilla!
Apenas acabó de pronunciar estas palabras, que su mujer, muy asombrada, vio una larga morcilla que, saliendo de una esquina de la chimenea, se aproximaba a ella serpenteando. Al instante lanzó un grito; pero juzgando que esta aventura tenía por causa el deseo que, por pura torpeza, había formulado el imprudente de su marido, no hubo injuria, ni pulla, ni improperio que, hecha una furia, no dijera a su pobre marido.
-¡Cuando se podría obtener un Imperio, oro, perlas, rubíes, diamantes, vestidos! ¿Y no se te ocurre desear más que una morcilla?
-Bueno, me he equivocado -dijo-. Mi elección ha sido desacertada. He cometido una gran falta; lo haré mejor la próxima vez.
-Bueno, bueno -repuso ella-. Espérame sentado. ¡Se necesita ser un animal para formular ese deseo!
El esposo, más de una vez, llevado de la cólera, se sintió tentado de formular un deseo mudo. Y, dicho entre nosotros, habría sido lo mejor que hubiera podido hacer.
-Los hombres -se decía- hemos venido al mundo a padecer. ¡Maldita sea la morcilla, plegue a Dios, maldita pécora que se te quede colgada de la nariz!
Esta súplica, al instante, fue escuchada por el Cielo y, apenas el marido profirió sus palabras, la vara de morcilla se quedó pegada a su nariz. Este prodigio imprevisto irritó muchísimo a Fanchon. Fanchon era bonita, muy graciosa, y a decir verdad este adorno en su nariz no hacía buen efecto, salvo que al colgarla sobre la boca la impedía hablar tranquilamente, lo cual era una ventaja para su esposo, tan grande que en aquel feliz momento pensó no desear más.
-Ya podría, -pensaba para su adentros-, después de una desgracia tan terrible, con el deseo que me queda, convertirme de una vez en Rey. Desde luego, nada iguala la grandeza soberana, pero hay que pensar qué tristeza tendría la Reina cuando, al sentarse en su trono, se viera con la nariz más larga que una vara. Voy a ver qué dice y que decida ella si prefiere convertirse en una gran Princesa y conservar esa horrible nariz o quedarse de simple leñadora con la nariz corriente, como las demás personas, tal como la tenía antes de la desgracia.
Al fin, la cosa bien examinada, aun sabiendo que el poder que proporciona el cetro y la corona y que cuando se está coronada siempre se tiene la nariz bien hecha, como no existe nada que posea la fuerza de agradar, ella prefirió conservar su cofia antes que hacerse Reina y ser fea.
Así, pues, el leñador no cambió de estado, no se convirtió en un potentado, no llenó su bolsa de escudos, y fue feliz de emplear el deseo que le quedaba para volver a su mujer a su primitivo estado, débil felicidad, pobre recurso.
Qué cierto es que los hombres miserables, ciegos, imprudentes y variables no deben formular deseo alguno, y qué pocos hay entre ellos que sean capaces de hacer buen uso de los dones que Dios les ha concedido.
Un expreso del Futuro. Julio Verne
-Ande con cuidado -gritó mi guía-. ¡Hay un escalón!
Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar.
¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra... No podía recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar.
-Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo -dijo mi guía-. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos, en Boston... en una estación.
-¿Una estación?
-Así es; el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool.
Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos grandes cilindros de hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro, que surgían del suelo, a pocos pasos de distancia.
Miré esos cilindros, que se incrustaban a la derecha en una masa de mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados por pesadas tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo esto.
¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás, en un periódico norteamericano, un artículo que describía este extraordinario proyecto para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese inventor -el coronel Pierce- estaba ahora frente a mí.
Recompuse mentalmente aquel artículo periodístico. Casi con complacencia, el periodista entraba en detalles sobre el emprendimiento. Informaba que eran necesarios más de tres mil millas de tubos de hierro, que pesaban más de trece millones de toneladas, sin contar los buques requeridos para el transporte de los materiales: 200 barcos de dos mil toneladas, que debían efectuar treinta y tres viajes cada uno. Esta "Armada de la Ciencia" era descrita llevando el hierro hacia dos navíos especiales, a bordo de los cuales eran unidos los extremos de los tubos entre sí, envueltos por un triple tejido de hierro y recubiertos por una preparación resinosa, con el objeto de resguardarlos de la acción del agua marina.
Pasado inmediatamente el tema de la obra, el periodista cargaba los tubos (convertidos en una especie de cañón de interminable longitud) con una serie de vehículos, que debían ser impulsados con sus viajeros dentro, por potentes corrientes de aire, de la misma manera en que son trasladados los despachos postales en París.
Al final del artículo se establecía un paralelismo con el ferrocarril, y el autor enumeraba con exaltación las ventajas del nuevo y osado sistema. Según su parecer, al pasar por los tubos debería anularse toda alteración nerviosa, debido a que la superficie interior del vehículo había sido confeccionada en metal finamente pulido; la temperatura se regulaba mediante corrientes de aire, por lo que el calor podría modificarse de acuerdo con las estaciones; los precios de los pasajes resultarían sorprendentemente bajos, debido al poco costo de la construcción y de los gastos de mantenimiento... Se olvidaba, o se dejaba aparte cualquier consideración referente a los problemas de la gravitación y del deterioro por el uso.
Todo eso reapareció en mi conciencia en aquel momento.
Así que aquella "Utopía" se había vuelto realidad ¡y aquellos dos cilindros que tenía frente a mí partían desde este mismísimo lugar, pasaban luego bajo el Atlántico, y finalmente alcanzaban la costa de Inglaterra!
A pesar de la evidencia, no conseguía creerlo. Que los tubos estaban allí, era algo indudable, pero creer que un hombre pudiera viajar por semejante ruta... ¡jamás!
-Obtener una corriente de aire tan prolongada sería imposible -expresé en voz alta aquella opinión.
-Al contrario, ¡absolutamente fácil! -protestó el coronel Pierce-. Todo lo que se necesita para obtenerla es una gran cantidad de turbinas impulsadas por vapor, semejantes a las que se utilizan en los altos hornos. Éstas transportan el aire con una fuerza prácticamente ilimitada, propulsándolo a mil ochocientos kilómetros horarios... ¡casi la velocidad de una bala de cañón! De manera tal que nuestros vehículos con sus pasajeros efectúan el viaje entre Boston y Liverpool en dos horas y cuarenta minutos.
-¡Mil ochocientos kilómetros por hora!- exclamé.
-Ni uno menos. ¡Y qué consecuencias maravillosas se desprenden de semejante promedio de velocidad! Como la hora de Liverpool está adelantada con respecto a la nuestra en cuatro horas y cuarenta minutos, un viajero que salga de Boston a las 9, arribará a Liverpool a las 3:53 de la tarde.¿No es este un viaje hecho a toda velocidad? Corriendo en sentido inverso, hacia estas latitudes, nuestros vehículos le ganan al Sol más de novecientos kilómetros por hora, como si treparan por una cuerda movediza. Por ejemplo, partiendo de Liverpool al medio día, el viajero arribará a esta estación alas 9:34 de la mañana... O sea, más temprano que cuando salió. ¡Ja! ¡Ja! No me parece que alguien pueda viajar más rápidamente que eso.
Yo no sabía qué pensar. ¿Acaso estaba hablando con un maniático?... ¿O debía creer todas esas teorías fantásticas, a pesar de la objeciones que brotaban de mi mente?
-Muy bien, ¡así debe ser! -dije-. Aceptaré que lo viajeros puedan tomar esa ruta de locos, y que usted puede lograr esta velocidad increíble. Pero una vez que la haya alcanzado, ¿cómo hará para frenarla? ¡Cuando llegue a una parada todo volará en mil pedazos!
-¡No, de ninguna manera! -objetó el coronel, encogiéndose de hombros-. Entre nuestros tubos (uno para irse, el otro para regresar a casa), alimentados consecuentemente por corrientes de direcciones contrarias, existe una comunicación en cada juntura. Un destello eléctrico nos advierte cuando un vehículo se acerca; librado a su suerte, el tren seguiría su curso debido a la velocidad impresa, pero mediante el simple giro de una perilla podemos accionar la corriente opuesta de aire comprimido desde el tubo paralelo y, de a poco, reducir a nada el impacto final. ¿Pero de qué sirven tantas explicaciones? ¿No sería preferible una demostración?
Y sin aguardar mi respuesta, el coronel oprimió un reluciente botón plateado que salía del costado de uno de los tubos. Un panel se deslizó suavemente sobre sus estrías, y a través de la abertura así generada alcancé a distinguir una hilera de asientos, en cada uno de los cuales cabían cómodamente dos personas, lado a lado.
-¡El vehículo! -exclamó el coronel-. ¡Entre!
Lo seguí sin oponer la menor resistencia, y el panel volvió a deslizarse detrás de nosotros, retomando su anterior posición.
A la luz de una lámpara eléctrica, que se proyectaba desde el techo, examiné minuciosamente el artefacto en que me hallaba.
Nada podía ser más sencillo: un largo cilindro, tapizado con prolijidad; de extremo a extremo se disponían cincuenta butacas en veinticinco hileras paralelas. Una válvula en cada extremo regulaba la presión atmosférica, de manera que entraba aire respirable por un lado, y por el otro se descargaba cualquier exceso que superara la presión normal.
Luego de perder unos minutos en este examen, me ganó la impaciencia:
-Bien -dije-. ¿Es que no vamos a arrancar?
-¿Si no vamos a arrancar? -exclamó el coronel Pierce-. ¡Ya hemos arrancado!
Arrancado... sin la menor sacudida... ¿cómo era posible?... Escuché con suma atención, intentando detectar cualquier sonido que pudiera darme alguna evidencia.
¡Si en verdad habíamos arrancado... si el coronel no me había estado mintiendo al hablarme de una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora... ya debíamos estar lejos de tierra, en las profundidades del mar, junto al inmenso oleaje de cresta espumosa por sobre nuestras cabezas; e incluso en ese mismo instante, probablemente, confundiendo al tubo con una serpiente marina monstruosa, de especie desconocida, las ballenas estarían batiendo con furiosos coletazos nuestra larga prisión de hierro!
Pero no escuché más que un sordo rumor, provocado, sin duda, por la traslación de nuestro vehículo. Y ahogado por un asombro incomparable, incapaz de creer en la realidad de todo lo que estaba ocurriendo, me senté en silencio, dejando que el tiempo pasara.
Luego de casi una hora, una sensación de frescura en la frente me arrancó de golpe del estado de somnolencia en que había caído paulatinamente.
Alcé el brazo para tocarme la cara: estaba mojada.
¿Mojada? ¿Por qué estaba mojada? ¿Acaso el tubo había cedido a la presión del agua... una presión que obligadamente sería formidable, pues aumenta a razón de una "atmósfera" por cada diez metros de profundidad?
Fui presa del pánico. Aterrorizado, quise gritar... y me encontré en el jardín de mi casa, rociado generosamente por la violenta lluvia que me había despertado. Simplemente, me había quedado dormido mientras leía el articulo de un periodista norteamericano, referido a los extraordinarios proyectos del coronel Pierce... quien a su vez, mucho me temo, también había sido soñado.
Un reino sin erres. Escritora argentina. Cuento sobre la responsabilidad y el respeto
Existen reinos famosos como el del “Nunca Jamás” donde vivía Peter Pan o el del “Felices por siempre” que es aquél donde van a vivir los príncipes y princesas cuando se casan. Hay otros en cambio, muy habitados por cierto, pero no tan populares.
Este es el caso de un reino que por un tiempo perdió sus erres y con ellas, cosas muy importantes. Como todo reino que se preciara de tal, lo habitaban reinas y reyes, príncipes y princesas. Como también era un reino encantado, había hadas, duendes, elfos, sapos encantados y sapos comunes también.
Seguramente estarás imaginando un lugar hermoso, colorido, prolijo. Un lugar donde convivían en armonía flores, árboles, animales, personas, duendes y muchos etcéteras más. Sin duda supondrás que por este lugar circulaban bonitas carrozas donde viajaban hermosas princesas y esbeltos caballos que cabalgaban esbeltos príncipes.
Pues déjame decirte que te equivocas. No es que este reino fuese feo, por el contrario, sino que estaba tan desorganizado y sucio que realmente no parecía un lugar de encanto. Aunque no siempre había sido así. Muchos años atrás, había sido realmente un lugar de ensueño, donde todos vivían felices y respetándose unos a otros.
Dicen que todo comenzó cuando Dorotea, la reina del reino vecino, molesta por la belleza de este lugar y la armonía en la que vivían los seres que lo habitaban, pidió a una bruja de otro reino vecino que prepara un hechizo para todos sus habitantes.
- Debe ser algo efectivo, no soporto que se porten todos tan bien - Dijo la reina del reino vecino a Matilda, la bruja del otro reino vecino.
La brujita no tenía mucha experiencia en hechizos. Mezcló cuánta pócima encontró en su casa, le agregó ramitas, hojas, caldo, agua estancada y lo dejó hervir por horas. Cuando la pócima estuvo lista, la brujita regó cada rincón del reino con ella y mientras lo hacía pensaba justamente en eso, que estaba “regando” todos los “rincones” del “reino”.
-¡Cuántas erres! Demasiadas, no me gustan tantas - Dijo para sí y siguió regando.
Algunas erres se sintieron ofendidas y decidieron irse. Ciertas palabras que comenzaban con erre desaparecieron, tal fue el caso de “respeto” y “responsabilidad” y fue así que comenzaron los problemas. No existiendo respeto y responsabilidad, la vida en el reino se hizo por demás difícil. Los niños, por ejemplo, jugaban en forma brusca y sin el menor cuidado, lo que ocasionaba muchos inconvenientes.
Cierto día, un grupo de niños jugaba en la plaza del pueblo, lanzaban piedras para ver quién las arrojaba más lejos. Una de las piedras rompió los cristales del ventanal más grande del palacio. Los pequeños corrieron a esconderse. El Rey salió furioso y preguntó -a los gritos- quién había sido. Nadie respondió.
-¿Quién rompió el ventanal he preguntado? ¡Quiero saberlo ahora mismo! - continuaba gritando el rey, sin obtener respuesta alguna. Un duende que pasaba por ahí escuchó los gritos y se acercó. - ¿Se puede saber qué le pasa rey gritón? - preguntó el pequeño duende. - Han roto mi ventanal, alguien deberá hacerse cargo de esto. Seguramente han sido esos niños maleducados que siempre juegan en la plaza. - Son niños, no lo hacen con maldad, deje ya de gritar hombre. - Y Ud. ¿cómo se atreve a hablarme así? Soy el rey ¿no se ha dado cuenta? - El ser rey no le da derecho a dejarnos sordos a todos ¿no le parece? El rey estuvo a punto de pedirle al duende que “repitiera” lo que acababa de decir, pero no pudo, pues la palabra “repetir” también había desaparecido. La discusión duró horas. Ninguno de los dos deponía actitudes y ningún niño tampoco se hizo cargo del hecho. Si, al menos uno de ellos se hubiese acercado al rey y hubiese reconocido su error, sin duda las cosas se hubiesen arreglado, pero la palabra “reconocer” tampoco se había quedado en el reino.
El tiempo pasaba y las cosas se complicaban cada vez más. La gente discutía por todo y nadie respetaba la opinión ajena.
Una tarde un grupo de haditas practicaba con sus varitas mágicas. Las hadas, tenían el poder de mejorar las cosas. Sabían que sólo podían usar sus varitas para hacer el bien y nada más. - Yo puedo convertir este sapo en príncipe - Dijo la más grande de las hadas. Y lo hizo. El pequeño sapo verde se convirtió en un apuesto príncipe.
-Y yo puedo convertir a este príncipe en rey - Contestó otra. Y también lo hizo. El joven príncipe se convirtió en un rey de más edad, también apuesto y con un corona inmensa.
-Yo puedo más que ustedes dos - dijo la tercera con un poco de envidia - Puedo convertir cualquier cosa en lo que se me ocurra. Celosías, así se llama el hadita celosa, puso manos a la obra. Puso mucho empeño en agitar su varita para convertir al rey en algo más grande aún y así superar a sus amigas. Sabido es que la envidia no es buena consejera y así fue que el pobre rey terminó convertido en un pesado elefante. Sin dudas, un elefante es más grande en tamaño que un rey, pero -entre otras cosas- no le sienta una corona.
Las pequeñas hadas quedaron petrificadas, no podían crecer lo que sus ojitos veían. El elefante, asustado, movió su grandes orejas y lanzó la corona de modo tal que fue a dar contra el carruaje real. Los caballos asustados comenzaron una loca carrera, dejando un tendal a su paso. Destruyeron flores, tiendas, cosechas y todo lo que encontraron en su camino. El elefante, aún más asustado y sin entender qué hacía en un reino y por qué le habían puesto una corona, comenzó a pisar todo lo que encontró a su paso. El reino quedó prácticamente destruido. La reina se tomaba la cabeza, el rey la barba, el bufón el gorro.
¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido? - preguntaba una y otra vez el rey mientras caminaba entre los destrozos. Celosías no se hizo cargo. Las haditas que la acompañaban tampoco contaron cómo y por qué habían sucedido las cosas.
¿Cómo empezó todo esto? - preguntaba la reina que seguía tomándose la cabeza en señal de preocupación.
Es extraño - dijo el bufón - jamás nos había sucedido algo así. La gente se comporta diferente, hemos perdido el …., el …… ¡caramba no me sale la palabra! - Y era lógico, pues la palabra “respeto” ya no estaba. - No entiendo, antes vivíamos en perfecta armonía y orden. Los reinos vecinos nos admiraban, nos envidiaban,
No lo sé - agregó la reina.
¡Eso es! ¡Eso es! Gritó el bufón haciendo sonar los cascabeles de su gorro.
Todos lo miraron como si el pobre bufón hubiese perdido la razón (lo cual no hubiese sido extraño porque razón también empieza con erre, pero no era el caso).
Uds. saben que la reina Dorotea siempre nos ha tenido envidia, no me extrañaría que todo este descalabro fuese obra suya - explicó.
¿Y cómo saberlo? - preguntaron a coro los reyes.
Pues iré a averiguarlo y vendré con la solución de este problema - Dijo decidido el bufón y partió al reino vecino.
Llegó al palacio de Dorotea y pidió hablar con ella.
La reina está muy ocupada envidiando personas, reinos y cuanta cosa se le cruza en el camino - dijeron sus súbditos.
Pues no me iré sin verla - dijo muy serio el bufón -
Sácame de una duda ¿la reina lo envidia a Ud.?
Pues no creo, soy un simple bufón - contestó confundido.
Entonces no tendrá problema en recibirlo - dijeron los súbditos y la fueron a buscar.
Dorotea se presentó ante el bufón intrigada por saber qué necesitaba de ella. Al explicarle lo que sucedía en su reino y sus sospechas, la reina, quien además de envidiosa, era cobarde le dijo al bufón que ella no tenía nada que ver en el asunto-
Yo sería incapaz de hacer una cosa así - Dijo Dorotea sin que se le moviera un rulo debajo de su corona
Si fuese Ud., le preguntaría a la bruja Matilda, del reino de al lado, no es de fiar esa brujita.
No muy convencido, el bufón fue a ver a Matilda. La encontró, esta vez, preparando un caldo de verdad porque le dolía la pancita. Una vez más, el bufón explicó lo que sucedía en su reino y agregó:
Dice Dorotea que tu tienes que ver en esto, quiero que reino donde vivo vuelva a ser como era, que la gente sea respetuosa y responsable ¿Necesitas que te repita el relato o reconoces de una vez tu responsabilidad?
¡Cuántas erres nuevamente! - dijo sin querer Matilda y se puso roja como un tomate.
¡Te has puesto roja! ¿Tienes algo o mucho que ver en todo es este asunto? ¡Necesito una respuesta rápido!
Pues mirá si vas a seguir con las erres, me doy por vencida, es una letra que no me gusta verdaderamente. Aún dándose por vencida, Matilda deslindó culpas en Dorotea y no pudo reconocer que ella era tan responsable como la reina, pues había preparado el hechizo.
Verás, Dorotea me encargó un hechizo, yo en realidad no quería, pero bueno tu sabes como es ella, me obligó y no me quedó más otra opción. Preparé una pócima con la que rocié todo el reino. En realidad, la pócima no creo haya sido efectiva pues no soy muy buena para esas cosas. Lo que sí tal vez, las erres tengan que ver en todo esto. Ellas y Dorotea son las culpables de todo - se excusó la brujita.
No entiendo ¿qué puede tener que ver una letra con lo que sucede en mi reino?
Pues mira, me acuerdo que mientras rociaba el reino pensaba en voz alta cuántas erres estaba pronunciando y en qué poco me gusta esa letra, será que en realidad me llamo Rigoberta, nombre horrible por cierto. Ha de ser eso seguro, las erres han desaparecido ¡Ya decía yo que no tenía nada que ver en este asunto!
Pues si las erres se han ido como tu dices, las harás regresar con otra pócima - La increpó el bufón.
Salió al campo y recogió remolacha, rabanitos, repollo, ramas de apio y cuánto alimento comenzara con erre. Matilda, sin mucha voluntad preparó la pócima y roció nuevamente con ella todo el reino. Sin rencores, las erres volvieron, recorrieron todos los rincones, regresaron todas las palabras y con ellas rápidamente retornó la calma y la armonía.
Los niños reconocieron que habían roto el vidrio del palacio y juntaron todos sus ahorros para comprar uno nuevo y reponerlo.
El duende ya no discutió con el rey y ambos pudieron aceptar que pensaran diferente.
El hadita Celosías volvió a convertir al elefante en rey y junto con las otras haditas plantaron nuevas flores y con sus varitas mágicas repararon todo lo que el pobre animal había roto. Tal fue el bienestar que sintieron todos asumiendo sus errores, reconociendo sus fallas y haciéndose cargo de sus actos que hasta Dorotea y Matilda asumieron responsabilidades y se sumaron a la reconstrucción del reino.
Dicen que con la vuelta de las palabras respeto y responsabilidad, llegaron otras como risas y reencuentros. Dicen también que todos volvieron a vivir muy felices o, mejor dicho, radiantes de felicidad.
Fin
El burrito inteligente. Carmen María Rondón Misle, escritora venezolana.
Había una vez en una aldea muy lejana, un burrito que soñaba con estudiar pero nadie le hacía caso. Sólo se burlaban de él cuando decía que quería ir a la escuela a aprender.
Tomás lloraba triste. Lo hacían trabajar sin descanso, arriando carretas, cargando pajas y labrando la tierra. Lo mantenían ocupado para que no pensara más tonterías. Tomás no entendía el por qué de tanta injusticia, por qué no le daban una oportunidad de demostrar que era inteligente.
Que tenía el mismo derecho que todos a de estudiar, pero su fama de tonto lo seguía a todos lados, así que decidió marcharse de allí. Tomás se alejó hasta no ver más su aldea, caminaba muy triste ya que ni sus padres lo apoyaban. Llegó al claro de un bosque y escuchó a uno chicos riendo jugaban de lo más alegres.
Tomás se acercó y los miró con asombro, ellos se dieron cuenta y lo saludaron cordialmente.
-Hola amiguito ¿Cómo estás? ¿Qué haces por acá?-preguntó Carlitos el osito.
-Yo estoy bien, un poco sorprendido de verlos acá ¿no deberías estar en la escuela?
-¿Quién eres nuestra madre ja ja? -rieron burlones.
- No pero yo daría cualquier cosa por estudiar y aprender y ustedes que si la tienen ¿la desaprovechan?
- ¿Tu estudiar? -se rió burlándose Luisito el tigrecito
- Pues si yo - dijo molesto.- estoy seguro que se arrepentirán algún día. Adiós.
Sintió rabia, pero mientras más se burlaban, más fuerza le daba para seguir adelante. No descansaría hasta encontrar a un profesor que de verdad lo aceptara en su clase y le diera una oportunidad.
Siguió caminando hasta casi anochecer. Llegó a una casita, tocó a la puerta y la señora tigresa atendió.
-Hola hijito ¿como estas, que deseas?
- Disculpe señora, no quisiera molestar, pero vengo de muy lejos, y estoy cansado y hambriento. Si me da algo para comer y un sitio donde dormir, le compensaré se trabajar muy duro.
-Claro que si no lo dudo, cariño pero los niños no son para trabajar duro sino para estudiar, jugar y aprender a obedecer a sus mayores. Para más tarde cuando sea grande, hay leyes que respetar en nuestra sociedad y eso le ayudara a ser buenas personas. ¿No te parece amiguito?- dijo sonriente la amable y dulce señora tigresa.
-Ya lo creo que sí, señora…
-Señora Amanda.
-Claro que si señora Amanda.
- Y dime mi linda criatura ¿qué haces tan solo por acá y lejos de casa y tus padres?
Tomás contó a la señora tigresa toda su historia mientras esta le servía un plato de frijoles y pan. Ella lo escuchó atentamente. Y finalmente hasta que éste terminó su relato ella suspiro y dijo triste:
-Qué historia más triste mi pequeño, ojalá mi Luisito fuera como tu y le gustara estudiar así. Ven, te digo algo: desde ahora este será tu hogar, acá serás muy feliz y serás tratado como mereces. Hiciste bien en seguir tus sueños, nunca se debe renunciar a ellos, debes buscar dentro de tu corazón y que el te guié hasta tus sueños y luego a esforzarse muy duro para lograrlos. Sin embargo le escribiremos a tus padres y le diremos que estas bien, y en cuanto al trabajo colaborar un poco trabajando está bien eso, te crea responsabilidades. Ojalá mi Luisito aprenda algo de ti.
Asi fue como Tomás encontró un nuevo hogar. Pasó un tiempo allí ayudando a la señora tigresa a hacer los mandados, limpiar el huerto y otras hacer tareas. El señor tigre también estaba complacido con su estadía. Todos menos Luisito, a quien le molestaba que lo compararan con ese desconocido.
Sin embargo, Tomás siempre trataba de ayudarlo y hasta hacia sus tares y lo cubría en sus escapadas para no entristecer a su mamá. La señora tigresa le enseñó a leer, contar, sacar cuentas. Tomas estaba feliz, hasta que un día un coche se detuvo al frente de la casita de sus protectores. Bajaron el señor y la señora burro.
A Tomás se le detuvo el corazón mientras leía un libro que la señora Amanda le había prestado. Se acercaron a Tomás, mirándolo severamente sin decir una sola palabra, pero éste levantó la mirada desafiante. Nadie lo haría desistir. Estaba decidido a seguir adelante. Los señores tigres salieron a recibirlos.
- Siéntanse bienvenidos- dijeron.
-Así jovencito ¿qué tienes que decir a tu fuga de la casa?
-que si no lo hacía de esa manera no me hubiesen dejado ir
-Claro que no ¿Quién te dijo a ti que los burros nacieron para aprender?
-Pues no se si los burros nacieron o no para eso, pero yo si voy aprender. Es más, ya se leer y escribir, sacar cuentas y no me iré de aquí.- dijo molesto Tomás dio media vuelta y se alejó.
Su padre furioso se disponía a seguirlo y su esposa lo detuvo mirando a los señores tigres que los miraban sin decir nada. Más tarde, en la sala de estar, tomaban te y galletas. Amanda le contó todo a sus padres que finalmente entendieron, y permitieron que Tomás se quedara allí.
Así fue como este pequeño que no se dejó vencer por nada para lograr su sueño de estudiar y llegar a tener un título universitario, fue a la escuela. Estudio mucho y siguió su camino al ser mayor.
Consiguió un trabajo y estudió mucho más. Luisito, en cambio, sólo llego a duras penas a mitad de escuela y comenzó en trabajar en un taller mecánico su amigo oso se fue lejos y solo se supo que trabaja en una tienda de ropa, la mamá de tigrecito acepto que no todos nacen para tener títulos universitarios, lo importante es que siempre luchemos por ser mejor cada día, y ser una mejor persona en nuestro mundo, y ser feliz con lo que realicemos.
Se lo que tu quieras ser pero con amor, y con libertad para ser cada día mejor en lo hagas… Burro se graduó con honores de médico, se casó, y sus padres se sentía orgulloso de el, Luisito se hizo su mejor amigo al igual que sus padres de los papás de Tomás.
Fin
"Rodríguez" Francisco Espínola,
Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta.
Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más que colorado.
Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento.., y se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían. A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.
-¿Va para aquellos lados, mozo? - le llegó con melosidad. Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.
-¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!
Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor le lanzaba, también al sesgo, una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro y, de golpe, quedó cual la del cordero.
-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer?... Decí, Rodríguez, ¿te gusta? Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, mas se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.
-Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez -seguía el ofertante mientras, en el mejor de los mundos, se atusaba, sin tocarse la cara, una guía del bigote.
- Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los lleno toditos.
-¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no, Rodríguez, porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que elegir.
Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.
-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...-¡Pucha que tiene poderes, usted! -fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso. Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintiose invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado la boca. Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas!
De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido. A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del poncho con tabaquera y con chala. Sin abandonar el trote se puso a liar. Entonces, en brusca resolución, el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro, que casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo:
-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate, en mi negro viejo! Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que, ahora si, había pasmado a Rodríguez y, no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse, manoteó una rama de tala y señaló, soberbio:
-¡Mirá! La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de la tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos.
Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido del propósito, fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y, dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro: -¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez! Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria. Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.
-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?-Esas son pruebas -murmuró entre la amplia humada Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso. Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente ahínco, la mente hecha un volcán.
-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto? Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya echando humo el cuero.
-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez! -se prolongó, casi hecho imploración, en la noche. Ya no era toro lo que montaba el seductor, era un bagre. Sujetándolo de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande que fuera, no tenía peligro para el zainito.
-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate!-¿Eso? Mágia, eso. Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.
-¡Te vas a la puta que te parió! Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.
La niña de los Fósforos. Christian Andersen
Si bien, este cuento en especial lo adjunté como parte de la Antología, en realidad nunca lo termino de leer en voz alta, porque se me hace un nudo en la garganta.
¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.
Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.
La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.
Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!
Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.
Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.
-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: “Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios”.
Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.
-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!
Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.
Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.
-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.
Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos
LOS ORIENTALES
De todas partes vienen,
sangre y coraje,
para salvar su suelo
los orientales;
vienen de las cuchillas,
con lanza y sable,
entre las hierbas brotan
los orientales.
Salen de los poblados,
del monte salen,
en cada esquina esperan
los orientales.
Porque dejaron sus vidas,
sus amigos y sus bienes,
porque es más querida
la libertad que no tienen,
porque es ajena la tierra
y la libertad ajena
y porque siempre los pueblos
saben romper sus cadenas.
Eran diez, eran veinte,
eran cincuenta,
eran mil, eran miles,
ya no se cuentan.
Rebeldes y valientes
se van marchando,
las cosas que más quieren
abandonando.
Como un viento que arrasa
van arrasando,
como un agua que limpia
vienen limpiando.
Porque dejaron sus vidas...
Idea Vilariño
LA ESPERANZA
Soy el dulce consuelo del que sufre,
Soy bálsamo que alienta al afligido,
Y soy quien muchas veces salva al hombre
Del crimen o el suicidio.
Yo le sirvo al mortal que me alimenta
Contra el dolor de sin igual muralla,
Soy quien seca su llanto dolorido
Y calma su pesar ¡Soy la Esperanza!
Delmira Agustini
LAS COMETAS
Sobre el Cerro del Marco
el cielo se ha tornado policromo.
Una bandada inmensa
de pájaros exóticos,
pone su alegre nota de colores
en la vieja tristeza del Otoño.
¡Las cometas! Infantil pasatiempo,
infantil como hermoso,
que practica la gente de mi pueblo,
desde tiempos remotos,
todos los jueves y los viernes santos
con ingenuo alborozo.
¿Cuál es el riverense que durante
esos días de ocio,
no se privó una tarde de la siesta
u olvidó sus deberes religiosos
y al Cerro se marchó con una "estrella"
o un barrilete de variados tonos?
¡Típica fiesta del solar norteño!
El pueblo todo,
olvidando prejuicios, participa
de ese hermoso torneo policromo...
Más allá de las Sierras de la Aurora
se funde el día en una fragua de oro,
y tras el Cerro del Caquero surge
el disco blanco de la luna, como
una linda cometa hecha de plata
que se fuera elevando poco a poco..
Olynto Ma. Simoes
Cuando éramos Niños
Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía.
luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era un océano
la muerte solamente
una palabra
ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en los cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros.
ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser
la nuestra.
Mario Benedetti
A Juan Ramón Jiménez.
Era una noche del mes
de mayo, azul y serena.
Sobre el agudo ciprés
brillaba la luna llena,
iluminando la fuente
en donde el agua surtía
sollozando intermitente.
Sólo la fuente se oía.
Después, se escuchó el acento
de un oculto ruiseñor.
Quebró una racha de viento
la curva del surtidor.
Y una dulce melodía
vagó por todo el jardín:
entre los mirtos tañía
un músico su violín.
Era un acorde lamento
de juventud y de amor
para la luna y el viento,
el agua y el ruiseñor.
«El jardín tiene una fuente
y la fuente una quimera…»
Cantaba una voz doliente,
alma de la primavera.
Calló la voz y el violín
apagó su melodía.
Quedó la melancolía
vagando por el jardín.
Sólo la fuente se oía.
Antonio Machado
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