viernes, 6 de agosto de 2010

Damián

DAMIÁN

Tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que Damiancillo era mudo. Cuando sus padres se enteraron, lo comunicaron a los demás once hermanos, y luego a los demás ciento catorce vecinos, con lo que todos en el pueblo se pusieron muy tristes.
Un día se dieron cuenta de que Damiancillo hablaba por señas, y corriendo lo comunicaron a los once hermanos, y luego a los demás ciento catorce vecinos, con lo que todos en el pueblo se llenaron de sorpresa y alegría. Continuamente la casa estaba llena de personas que trataban de entender los gestos de Damiancillo, tan risueño siempre, tan locuaz de manos y de miradas.
Poco a poco, los padres y los once hermanos aprendieron a entenderse con el pequeño por señas; en seguida pasaron a entenderse por señas entre ellos, y llegó un momento en que no cruzaban una palabra, sino gestos tan sólo. Mientras tanto, los vecinos, de ir y venir a la casa, pero sobre todo, de ver al padre y a los once hermanos, habían aprendido aquella forma de hablar, y no utilizaban otra cuando estaban con ellos Hasta que dejaron todos, todos de usar palabras, en cuanto Damiancillo comenzó a salir a la calle y a correr por el campo. En las eras, en el paseo de los álamos, en el fregadero, en la plaza, en la misma iglesia, sólo por señas se comunicaban las gentes de aquel bendito lugar. Una mañana, por el sendero pino y pedregoso, sudando bajo el peso del sol y del saco abultado, llegó un cartero nuevo. Le sorprendió encontrarse con un pueblo de todos mudos, y preguntó la razón de algo tan chocante. Se lo explicaron, y su asombro fue mayor aún al saber las razones. Dijo que quería conocer a Damiancillo , pero el niño estaba en las eras, corriendo y jugando, como siempre, de un lado para otro.
Entonces el cartero nuevo se encaramó por las piedras musgosas de la fuente, y puesto en pie comenzó a tocar la trompeta para congregar al pueblo entero. Cuando todos estuvieron en su torno, dijo, en voz alta y clara:
-Yo no soy, amigos, el cartero nuevo que suponéis, sino mensajero que mi jefe envía con sus recados más importantes. Me llamó y me dijo: “Hay un pueblo en el que todos están llenos de caridad. Ve, comprueba si es cierto, y, si lo es, diles que yo me complazco en ellos y los felicito”. Por eso estoy aquí, con vosotros. Todavía él me hizo otro encargo: “Para mostrarles cómo mi corazón se conmueve con su bondad, diles también que les concedo la gracia que, por boca de su buen alcalde quieran pedirme”.
Se adelantó el buen alcalde, gordo y meditabundo. Era persona que pensaba mucho las cosas antes de decirlas, y pasó un rato en rascarse la frente, palmearse la faja, fruncir las cejas y cepillarse a manotazos la barba, sin decir, esta boca es mía. Pero, eso sí, cuando se decidió fueron sus razones de gran peso:
-Señor emisario, si una gracia hemos de pediros, es que la próxima vez que nos transmitáis un recado no lo hagáis de palabras, sino por señas. Anda por ahí Damiancillo, ya sabéis, y podría ponerse triste oyéndoos… ¡Habláis tan bien, tan de seguido!
Y esto lo dijo el buen alcalde, por señas.

JOAQUÍN AGUIRRE BELLVER
De Cuentos y cuentos
Selección de Susana Inés Rovere
Editorial Huemul – Bs.As.

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