martes, 20 de julio de 2010

El alfiler.

La bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras el jinete, en un santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda de Tocabamba. Por el obeso balcón de cedro asomó la cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido, que temblaba.
Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo:
- ¿Qué te pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas… ¡Si no nos comemos aquí a la gente! Habla no más…
El Borradito, llamado así en el valle por el rostro picado de viruelas, asía con desesperada mano el sombrero de jipijapa y quiso explicar tantas cosas a la vez – la desgracia súbita, su galope nocturno de veinte leguas, la orden de llegar en pocas horas aunque reventara la bestia en el camino – que enmudeció por un minuto. De repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahíla:
- Pues, le diré a mi amito que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche mismito agarró y se murió la niña Grimanesa.
Si don Timoteo no sacó el revólver, como siempre que se hallaba conmovido, fue sin duda, por mandato de la providencia, pero estrujó el brazo del criado queriéndole extirpar mil detalles.
- ¿Anoche?... ¿Está muerta?... ¿Grimanesa?...
Algo advirtió quizá en las obscuras explicaciones del Borradito, pues sin decir palabra, rogando que no despertaran a su hija, “la niña Ana María”, bajó él mismo a ensillar su mejor caballo de paso. Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno, Conrado Basadre, que el año último casara con Grimanesa, la linda y pálida amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios una fiesta sin par, con fuegos de Bengala, sus indias danzantes de camisón morado; sus indias, que todavía lloran la muerte de los incas, ocurrida en siglos remotos pero reviviscente en la endecha de una raza humillada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de sementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos, que ostentaban en el ruedo de velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con el simpático y arrogante Conrado Basadre terminaba así… ¡Badajo!...
Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico. Quería llegar en cinco horas a Sincavilca, el antiguo feudo de los Basadre.
En la tarde, ya vencida, se escuchó otro galope resonante y premioso, sobre los cantos redados de la montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:
- ¿Quién vive?
Refrenó su carrera el jinete próximo y, con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su vez:
- ¡Amigo!. Soy yo, ¿no me conoce?, el administrador de Sincavilca. Voy a buscar al cura para el entierro.
Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tanta prisa en llamar al cura si Grimanesa estaba muerta, y por qué razón no se hallaba en la hacienda el capellán. Dijo adiós con la mano, y estimuló a su cabalgadura, que arrancó a galope con el flanco lleno de sangre.
Desde el inmenso portalón que clausuraba el patio de la hacienda, aquel silencio acongojaba. Hasta los perros enmudecidos, olfateaban la muerte. En la casa colonial, las grandes puertas claveteadas de plata, ostentaban ya crespones en forma de cruz. Don Timoteo atravesó los grandes salones desiertos, sin quitarse las espuelas nazarenas, hasta llegar a la alcoba de la muerta, en donde sollozaba Conrado Basadre. Con voz empañada por el llanto, rogó el viejo a su yerno que lo dejara solo un momento. Y cuando hubo cerrado la puerta con sus manos, rugió su dolor durante horas, insultando a los santos, llamando a Grimanesa por su nombre, besando la mano inanimada, que volvía a caer sobre las sábanas, entre jazmines del Cabo y alhelíes. Seria y ceñuda por primera vez, reposaba Grimanesa como una santa, con las trenzas ocultas en la corneta de las carmelitas y el lindo talle prisionero en el hábito, según la costumbre religiosa del valle, para santificar a las lindas muertas. Sobre su pecho colocaron un bárbaro crucifijo de plata, que había servido a un abuelo suyo para trucidar rebeldes en una antigua sublevación de indios.
Al besar don Timoteo la santa imagen, quedó entreabierto el hábito de la muerta, y algo advirtió, aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejó del cadáver como enloquecido, con repulsión extraña. Entonces miró a todos lados, escondió un objeto en el poncho y, sin despedirse de nadie, volvió a montar, regresando a Ticabamba, en la noche cerrada.
Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este silencio. ¡Ni siquiera habían asistido al entierro!. Don Timoteo vivía enclaustrado en su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar días enteros, sordo a las súplicas de Ana María, tan hermosa como su hermana Grimanesa, que vivía adorando y temiendo a su padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía Conrado Basadre.
Pero un domingo claro de junio se levantó don Timoteo de buen humor, y propuso a Ana María que fueran juntos a Sincavilca, después de misa. Era tan inesperada aquella resolución, que la chiquilla transitó por la casa durante la mañana entera como enajenada, probándose al espejo las largas faldas de amazona y el sombrero de jipijapa, que fue preciso fijar en las olorosas crenchas con un largo estilete de oro. Cuando el padre la vio así, dijo, turbado, mirando el alfiler:
- Vas a quitarte ese adefesio…
Ana María obedeció suspirando, resuelta, como siempre, a no adivinar el misterio de aquel padre violento.
Cuando llegaron a Sincavilca, Conrado estaba domando un potro nuevo, con la cabeza descubierta a todo sol, hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y remaches de plata. Desmontó de un salto, y al ver a Ana María, tan parecida a su hermana en gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato, embebecido.
Nadie habló de la desgracia ocurrida, ni mentó a Grimanesa, pero Conrado cortó sus espléndidos y carnales jazmines del Cabo para obsequiarlos a Ana María. Ni siquiera fueron a visitar la tumba de la muerta, y hubo un silencio enojoso cuando la nodriza vieja vino a abrazar a “la niña” llorando.
- ¡Jesús, María y José! ¡Tan linda como mi amita! ¡Un capulí!
Desde entonces, cada domingo se repetía la visita a Sincavilca. Conrado y Ana María pasaban el día mirándose en los ojos y oprimiéndose dulcemente las manos cuando el viejo volvía el rostro para contemplar un nuevo corte de caña madura. Y un lunes de fiesta, después del domingo encendido en que se besaron por primera vez, llegó Conrado a Ticabamba, ostentando la elegancia vistosa de los días de fiesta, terciado el poncho violeta sobre el pellón del carnero, bien peinada y reluciente la crin de su caballo, que “braceaba” con escorzo elegante y clavaba el espumante belfo en el pecho, como los palafrenes de los libertadores.
Con la solemnidad de las grandes horas, preguntó por el hacendado, y no le llamó con el respeto de siempre, “ don Timoteo”, sino que murmuró, como en el tiempo antiguo, cuando era novio de Grimanesa:
- Quiero hablarle, mi padre.
Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija muerta. El viejo, silencioso, esperó que Conrado, turbadísimo, le fuera explicando, con indecisa y vergonzante voz, su deseo de casarse con Ana María. Medió una pausa tan larga que don Timoteo, con los ojos entrecerrados, parecía dormir. De súbito, ágilmente, como si los años no pesaran en aquella férrea constitución de hacendado peruano, fue a abrir una caja de hierro de antiguo estilo y complicada llavería, que era menester solicitar con mil ardides y un “santo y seña” escrito en un candado. Entonces, siempre silencioso, cogió allí un alfiler de oro. Era uno de esos topos que cierran el manto de las indias y termina en hoja de coca, pero más largo, agudísimo y manchado de sangre negra.
Al verlo, Conrado cayó de rodillas, gimoteando como un reo confuso.
- ¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!
Mas el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de llorar. Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró en voz tan sorda que se le oía apenas:
- Sí, se lo saqué yo del pecho cuando estaba muerta… Tú le habías clavado este alfiler en el corazón… ¿no es cierto?... Ella te faltó, quizá…
- Sí, mi padre.
- ¿Se arrepintió al morir?
- Sí, mi padre.
- ¿Nadie lo sabe?
- No, mi padre.
- ¿Por qué no lo mataste también?
- ¡Huyó como un cobarde!
- ¿Juras matarlo si regresa?
- ¡Sí, mi padre!
El viejo carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado, y dijo, ya sin aliento:
- ¡Si ésta también te engaña, haz lo mismo!... ¡Toma!....
Entregó el alfiler de oro solemnemente, como otorgaban los abuelos la espada al nuevo caballero, y con brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indicó al yerno que se marchara enseguida, porque no era bueno que alguien viera sollozar al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz.


Ventura García Calderón.

miércoles, 14 de julio de 2010

La leyenda de la Salamanca

La luna llena apareció roja y lúgubre. Los perros de la estancia ladraban como presagiando una muerte.
Una lechuza chistó para llamar la atención de los grillos y la crucera se enroscó en el centro mismo del círculo que en el cielo de la tarde habían trazado los caranchos.
En la estancia, el capataz deliraba por una fiebre misteriosa y repentina. Una hora antes se había jactado de los golpes que le había propinado a un muchachito aindiado del rancherío contiguo, un adolescente que había sido sorprendido robando una oveja. Ahora, el capataz parecía –inexplicablemente- al borde de la muerte.
Desde la estancia se divisaba el inconfundible contorno del Cerro de Arequita, pero no se oían los lamentos y susurros que aquella noche poblaban el monte de ombúes de su ladera. Menos aún se podía advertir desde allí la pálida lumbre, reflejo de un fogón interior, que salía por la grieta que anunciaba la entrada a la cueva.
La cueva, una grieta inmensa y oscura, siempre está custodiada por los murciélagos vampiros.
Adentro de la gruta tres ancianas charrúas se repartían el trabajo: una curaba al muchachito brutalmente castigado por el capataz, con rezos y emplastos vegetales; las otras dos armaban un muñeco de trapo y lo elevaban con sus brazos hacia el techo, hacia donde está la eterna gotera del agua.
Al levantar el muñeco algo pasó fuera de la gruta. Un relámpago bajó por las nubes negruzcas que ocultaban la roja Luna; se iluminaron espectralmente los corrales de piedra más antiguos, que son indios de origen. Los largos muros de piedra prolongaron el relámpago en toda su blanquecina extensión, hacia los lejanos túmulos cónicos del antiguo ritual.
En la estancia la mujer y los peones rodeaban el catre donde yacía el capataz. La pequeña ventana se abrió bruscamente y todos fueron inundados por la espectral luz del relámpago. El cuerpo del enfermo se estremeció y de su garganta salió un gemido casi animal.
En la gruta una de las ancianas amarró con un meneador las piernas del muñeco.
En la estancia el capataz se agitaba en convulsiones, golpeaba el aire con sus piernas, pero ya no lograba separar una de la otra.
En la gruta, la segunda anciana vendó los ojos del muñeco.
En la estancia, el capataz abrió desmesuradamente los ojos y gritó que ya no veía, que estaba ciego.
En la gruta, la tercera anciana levantó una astilla del árbol de la aruera, apuntó hacia el muñeco y antes de atravesarla con ella interrogó con los ojos al muchacho herido. Este dijo que no con la cabeza, y entonces la anciana que tenía la astilla con la punta a pocos milímetros del vientre del muñeco, la separó y la quemó con el fuego de la antorcha, dejando caer al muñeco con desprecio.
En la estancia el capataz cayó de la cama y se puso a llorar como un niño.
La mujer del capataz, que rezaba a una imagen de San Jorge, tuvo entonces una visión: vio la serena cabecita del muchacho herido dentro de la gruta, negando con resolución, y le dio las gracias en silencio.
En la gruta las ancianas juntaron las hojas de ruda, el ojo de sapo, el ala de carancho, los huevos de culebra mora, las arañas y las hierbas que crecen entre las tumbas de las ánimas más atormentadas, allá por el panteón abandonado. Guardaron todo cuidadosamente, porque el arma de la memoria, que es sobre todo amor, a veces también necesita garras protectoras.
Gonzalo Abella, “Mitos, leyendas y tradiciones de la Banda Oriental”.

jueves, 8 de julio de 2010

Poema: "Carta de un león a otro"

Carta de un león a otro.

Perdón, hermano mío, si te digo
que ganas de escribirte no he tenido,
no sé si es el encierro,
no sé si es la comida,
o el tiempo que ya llevo en esta vida.

Lo cierto es que el zoológico deprime
y el mal no se redime sin cariño,
si no es por esos niños
que acercan su alegría,
sería más amargo todavía.

A ti te irá mejor, espero,
viajando por el mundo entero.
Aunque el domador, según me cuentas,
te obliga a trabajar más de la cuenta.

Tú tienes que entender, hermano,
que el alma tiene de villano.
Al no poder mandar a quien quisieran
descargan su poder sobre las fieras.

Muchos humanos son importantes
silla mediante, látigo en mano.

Pero volviendo a mí, nada ha cambiado
aquí, desde que fuimos separados.
Hay algo sin embargo,
que noto entre la gente:
parece que miraran diferente.

Sus ojos han perdido algún destello
como si fueran ellos los cautivos.
Yo sé lo que te digo,
apuesta lo que quieras,
que afuera tienen miles de problemas.

Caímos en la selva, hermano,
y mira en qué piadosas manos.
Su aire está viciado de humo y muerte
y quién anticipar puede su suerte.

Volver a la naturaleza
sería su mayor riqueza,
allí podrán amarse libremente
y no hay ningún zoológico de gente.

Cuídate, hermano, yo no sé cuándo,
pero ese día viene llegando.


Chico Novarro.
(Argntino).

miércoles, 7 de julio de 2010

PALABRAS: Tres poemas.

PALABRAS.
En este cuarto me rodean muebles
que no conoces: tengo puesto ahora
este vestido que no has visto y miro
-¿hacia dentro, hacia fuera?- No lo sabes.

Pero ahora y aquí y mientras viva
tiendo palabras –puentes hacia otros-.
Hacia otros ojos van y no son mías,
no solamente mías:
las he tomado como tomo el agua
como tomé la leche de otro pecho.
Vinieron de otras bocas
y aprenderlas fue un modo
de aprender a pisar, a sostenerme.

No es fácil, sin embargo.
Maderas frágiles, fibras delicadas
ya pronto crujen, ceden.

Duro oficio apoyarse sin quebrarlas
y caminar por invisible puente.

Circe Maia.


Poema.

Tenemos palabras para vender,
palabras para comprar,
palabras para hacer palabras.
¡Busquemos juntos palabras
para pensar!

Tenemos palabras para fingir,
palabras para lastimar,
palabras para hacer
cosquillas.
¡Busquemos juntos palabras
para amar!

Tenemos palabras para llorar,
palabras para callar,
palabras para hacer ruido.
¡Busquemos juntos las
palabras para hablar!

Gianni Rodari.



Palabras.

Hay palabras redondas,
como mundo,
como hueco,
como sol.

Hay palabras que acompañan,
como luz,
como perro,
como sombra.

Hay palabras que lloran,
como lluvia.

Hay palabras amargas,
como tónico,
y difíciles,
como “lo siento”.

Hay palabras grandotas,
como castifgo,
o como grito.

Hay palabras que ríen,
como agua, como circo.
Y las hay tristes,
como fin.

Hay palabras y palabras.
Hay las que se dicen
y las que se callan.
Hay las que duelen
y las que se alegran
y las que abren puertas
misteriosas.

Cecilia de Roggero.
(Peruana)

viernes, 2 de julio de 2010

¿Es necesaria la concordancia....?



En venta en librerías... Observemos la tapa. Desde el punto de vista de la concordancia, ¿me estoy perdiendo algo......???????????