miércoles, 20 de abril de 2011

Cuentos y poemas. Antología. Maite Sierra 2° B

En un trozo de papel
En un trozo de papel
con un simple lapicero
yo tracé una escalerita,
tachonada de luceros.

Hermosas estrellas de oro.
De plata no había ninguna.
Yo quería una escalera
para subir a la Luna.

Para a subir a la Luna
y secarle sus ojitos,
no me valen los luceros,
como humildes peldañitos.

¿Será porque son dorados
en un cielo azul añil?
Sólo sé que no me sirven
para llegar hasta allí.

Estrellitas y luceros,
pintados con mucho amor,
¡quiero subir a la Luna
y llenarla de color!


El sur también existe
Mario Benedetti

Con su ritual de acero
sus grandes chimeneas
sus sabios clandestinos
su canto de sirenas
sus cielos de neón
sus ventas navideñas
su culto de dios padre
y de las charreteras
con sus llaves del reino
el norte es el que ordena

pero aquí abajo abajo
el hambre disponible
recurre al fruto amargo
de lo que otros deciden
mientras el tiempo pasa
y pasan los desfiles
y se hacen otras cosas
que el norte no prohibe
con su esperanza dura
el sur también existe

con sus predicadores
sus gases que envenenan
su escuela de chicago
sus dueños de la tierra
con sus trapos de lujo
y su pobre osamenta
sus defensas gastadas
sus gastos de defensa
con sus gesta invasora
el norte es el que ordena

pero aquí abajo abajo
cada uno en su escondite
hay hombres y mujeres
que saben a qué asirse
aprovechando el sol
y también los eclipses
apartando lo inútil
y usando lo que sirve
con su fe veterana
el Sur también existe

con su corno francés
y su academia sueca
su salsa americana
y sus llaves inglesas
con todos su misiles
y sus enciclopedias
su guerra de galaxias
y su saña opulenta
con todos sus laureles
el norte es el que ordena

pero aquí abajo abajo
cerca de las raíces
es donde la memoria
ningún recuerdo omite
y hay quienes se desmueren
y hay quienes se desviven
y así entre todos logran
lo que era un imposible
que todo el mundo sepa
que el Sur también existe



Bajo la lluvia
Juana de Ibarbourou

¡Cómo resbala el agua por mi espalda!
¡Cómo moja mi falda,
y pone en mis mejillas su frescura de nieve!
Llueve, llueve, llueve,
y voy, senda adelante,
con el alma ligera y la cara radiante,
sin sentir, sin soñar,
llena de la voluptuosidad de no pensar.

Un pájaro se baña
en una charca turbia. Mi presencia le extraña,
se detiene... me mira... nos sentimos amigos...
¡Los dos amamos muchos cielos, campos y trigos!
Después es el asombro
de un labriego que pasa con su azada al hombro
y la lluvia me cubre de todas las fragancias
de los setos de octubre.
Y es, sobre mi cuerpo por el agua empapado
como un maravilloso y estupendo tocado
de gotas cristalinas, de flores deshojadas
que vuelcan a mi paso las plantas asombradas.
Y siento, en la vacuidad
del cerebro sin sueño, la voluptuosidad
del placer infinito, dulce y desconocido,
de un minuto de olvido.
Llueve, llueve, llueve,
y tengo en alma y carne, como un frescor de nieve.

Ya No Seré Feliz
Jorge Luis Borges
Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta

y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna

y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.

Sólo que me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.












El reló de arena
Francisco Acuña de Figueroa
He aquí nuestra vida: ¡de arena un reló!
En polvo sus horas se ven deslizar,
Leves ondas que el río conmueve
Y una a una desata en el mar,
Que entre dos eternidades,
Del pasado al porvenir,
Punto imperceptible
Marca su existir:
Tal del joven
Que brillo
La vida
Voló;
Si,
Cayó,
¡Oh Pena
Como arena,
Cual río pasó
Hijos y consorte
Dejas, caro amigo, si,
En una patria adoptiva
Que ora gime en pos de ti.
Mil honores debidos viviendo
En este recuerdo amor te dejó,
Ora que no vives, te deja un genido;
He aquí nuestra vida: ¡de arena un reló!

El culete independiente
José Luis Cortés

Cada vez que César Pompeyo se portaba mal, su mamá le daba un par de azotes en el culete regordete. Y cada vez que su mamá decía “ ¡me tienes harta! “, Ya era seguro que le iba a dar un par de azotes en el culete regordete.
Hasta que un día el culete le dijo a César Pompeyo : - Pórtate bien, César Pompeyo, que siempre me toca a mí recibir los azotes... Pero César Pompeyo siguió portándose mal. ¿ Y qué hizo su mamá? Pues le dio un par de azotes en el culete regordete.
Así que aquella noche, cuando ya estaban todos en la cama, el culete le dijo a César Pompeyo: - ¡Basta ya! Como he visto que no vas a ser bueno he decidido marcharme y dejarte solo. Se bajó de la cama y se fue. Y César Pompeyo se quedó sin su culete. “No me importa. No me hacía ninguna falta”, pensó.
Pero a la mañana siguiente, cuando fue a desayunar, no pudo sentarse, porque no tenía culete. Y cuando sus amigos se sentaron en el columpio, él no pudo. ¿Sabéis por qué? Porque no tenía culete. Y tampoco pudo montar en la bici, ni en los caballitos; ni tirarse por el tobogán en el parque... entonces pensó: “ ¡Vuelve, culete, que ya voy a portarme bien...! Y aquella noche se durmió llorando.
Cuando se despertó al día siguiente, se echó la mano atrás despacito, y...¡El culete había vuelto y estaba allí, donde siempre! César Pompeyo dijo: - ¡Hola culete! Y se fue a desayunar muy contento. Se lo comió todo y no se manchó nada. Su mamá pensó “¡qué bien se porta mi César Pompeyo. Y, desde aquel día, el culete de César Pompeyo fue el culete más mimado de todos los culetes del mundo



La Geografía
Juan José Morosoli


Yo conocí la geografía de mi terruño por aquel yuyero viejo.
En su canasta estaban todos los pagos, con su perfume agraz y dulce.
Con cada yuyo venía un pedazo de geografía viva. pues el yuyero al exaltar las virtudes de la planta evocaba el paisaje, los animales y los hombres...
Algunos yuyos desaparecían por algún tiempo como seres vivos.
Solamente las lluvias pertinaces, esas que levantaban de las cuevas los hongos dorados, conseguían que esta o aquella planta surgiera de la tierra. El yuyero las acechaba con la misma avidez que un pajarero acechaba a un pájaro raro.
Otras aparecían, tras un golpe de lluvia de gotas como copas de freno, en las sequías largas que calcinaban los pastos. Nacían y morían con el chaparrón.
La sierra venía con sus mil plantas llenas de espinas.
El valle dormía en la canasta con sus gramillas duras.
La cañada infantil, puro salto y espuma, con su menta espesa.
Los cerros grises y transparentes de mi pago estaban mostrando allí el cabello gris y azufrado de la marcela y la planta de la yerba blanca.
A mí me enseñó geografía el Negro Félix, el yuyero...
Maho y Zorya
Germán Machado Lens
— Otra vez contándome esas historias tontas para niñas tontas —interrumpió Maho a su abuela, que había comenzado a leer, pero dejó caer el libro de cuentos en su regazo como quien suelta el periódico al leer una mala noticia—. Sabes perfectamente que los zorros y las ardillas no pueden tener hijos. Y si un zorro tiene cerca a una ardilla, sólo puede quererla para el almuerzo o para la cena —agregó la niña con una voz como irritada.
No había caso. A Maho no le gustaban los cuentos fantásticos, ni las historias de hadas, ni tan siquiera las más sencillas fábulas con animales curiosos. Una vez más, la abuela había intentado contarle una historia para niñas, pero ni cerca de lograrlo. Por más entusiasmo que pusiera en la lectura, por mejor que entonara la voz, por más que hiciera alguna pausa para generar misterio o acelerara la lectura en los momentos de mayor acción… No había caso: no lograba interesarla ni un poquito. Nada de nada. Definitivamente, a Maho no la atraían las lecturas para niños.
— Mejor traes esa enciclopedia de mamíferos, reptiles y anfibios que tanto te gusta y lees algo de allí —le sugirió la abuela, hablándole como un violinista que, justo unos minutos antes de empezar el concierto, anuncia al director de la orquesta que se le rompieron las cuerdas del instrumento—. Mientras tú lees, yo prepararé algo para la merienda —agregó, levantándose de su sillón para ir a la cocina.
Sin mucho entusiasmo, Maho fue hasta la biblioteca y sacó de un anaquel el tomo de la Gran Enciclopedia del Reino Animal. La biblioteca era un mueble de madera que iba desde el piso hasta el techo cubriendo de libros una de las paredes del pasillo que conducía del comedor a los dormitorios. Como la enciclopedia era voluminosa y pesada, Maho la dejaba a mano, en uno de los estantes más bajos, así no tenía que subir a una escalera para poder sacarla del mueble.
Mientras Maho buscaba la enciclopedia, la abuela fue a la cocina. Se disponía a preparar unas galletas de limón para la nieta cuando susurró, hablando para sí:
— ¿Galletas de limón…? —a lo que agregó, como mascullando una respuesta—. Quizás ya sea hora de cocinar algo distinto.
Maho podía quedarse horas leyendo la enciclopedia y mirando las ilustraciones. De los libros que había en la biblioteca, además de los de animales le gustaba mucho uno sobre el cuerpo humano, también una guía ilustrada de geografía, unos catálogos de máquinas industriales y otros tantos libros de esos que su padre y su madre habían ido juntando años tras años. Ciencias, geografía, arquitectura, tecnología: eso sí que la entusiasmaba.
— Déjense de historias bobaliconas sobre perritos, gatitos, hormiguitas y todos esos animales parlanchines —solía quejarse Maho a los más grandes. Ya se lo había dicho más de una vez a su abuela y a su madre. Esas historias no eran para ella. Su padre lo sabía muy bien, por eso le había enviado desde Japón aquel bonito libro sobre robots: ¡ese era el tipo de sus lecturas favoritas! ¿No lo podían entender, acaso?
La niña lo había dicho un montón de veces. La madre lo había aceptado, pero a la abuela le preocupaba que Maho estuviera siempre tan enfrascada en esos asuntos científicos, más propios de un ingeniero como su padre que de una pequeña de nueve años. La abuela pensaba que la niña debía jugar más. Pensaba que a su edad debía poder entusiasmarse con otras cosas que alimentaran su fantasía. Pensaba que un poco de poesía podía llegar a enternecerle ese carácter hosco, y que otro poco de magia podía aligerar aquella mirada gélida que por momentos se apropiaba del rostro de su nieta. Eso pensaba la abuela, pero como era paciente, no quería insistir. Además, sabía que en los últimos meses Maho no lo había pasado bien. Y por sobre todas las cosas, la abuela quería que la niña lo pasara lo mejor posible.
Maho se había ido a vivir con la abuela luego de que sus padres perdieron la casa de La Capital. La perdieron por culpa de los negocios sucios del Banco, y de las sucias hipotecas con las que los banqueros habían engatusado a mucha gente. Además de perder la casa, el padre había tenido que irse a trabajar a Japón, porque la fábrica de computadoras donde estaba empleado cerró cuando la crisis. De algún modo, tuvo suerte de que la empresa lo contratara y le permitiera seguir en la plantilla de empleados, aunque fuera a costas de viajar al Lejano Oriente y tener que separarse por un tiempo de la familia. Peor hubiera sido quedar desempleado. La mamá de Maho, mientras tanto, había conseguido un trabajo en las oficinas del Correo de la Isla, así que las tres: Maho, su mamá y la mamá de su mamá, estaban viviendo juntas en la casa del Delta, en las afueras de Puerto Bidondo.
De la casa en la que había vivido antes de mudarse a lo de la abuela, a Maho le quedaba una mezcla de lindos recuerdos, y también una maqueta que había diseñado su padre. Si nos guiamos por lo que dejaba ver la pequeña maqueta, la casa debía haber sido de una sencillez muy bonita: amplia, de dos pisos, con un tejado a dos aguas. A Maho también le gustaba recordar que la casa tenía un jardín rectangular lleno de árboles, plantas y flores divertidas.
A todos lados adonde iba, la niña llevaba aquella maqueta como si fuera un talismán, como si de ese modo, aferrándose a la casita de cartón, conservase la esperanza de recuperar lo que su familia había perdido. Quizás también fuera un modo de tener a su padre cerca de ella, aunque él estuviera del otro lado del planeta, lejos, muy lejos.
De verla cargando aquella maqueta de cartón, uno que no conociera a la niña podía llegar a pensar que ese era su juguete preferido. Pero Maho no usaba esa casita para jugar. En realidad, Maho no jugaba mucho. Si bien ella tenía una variada colección de juguetes, difícilmente le prestaba atención a ninguno. Prefería los libros y la computadora, y de vez en cuando, se la podía ver haciendo dibujos en cualquier pedazo de papel que encontrara por ahí. Hacía dibujos que parecían planos de máquinas estrafalarias, o diseños de casas de distintos tipos, o el trazado geométrico de ciudades inventadas.
Mientras dibujaba, o cuando estaba en la computadora, o si leía algún libro, Maho siempre tenía a mano la maqueta de la casa perdida. La llevaba a todos lados, como esas personas que por sufrir de resfríos a causa de ser alérgicas cargan siempre con un paquete de pañuelos de papel desechable para aplacar los estornudos y sonarse los mocos cuando se atacan.
Ahora, por ejemplo, Maho estaba acostada bocabajo en la alfombra, leyendo la enciclopedia, y, como si la maqueta vigilara su lectura, allí estaba la casa de cartón suspendida al borde de aquel libraco enorme en que la niña concentraba su mirada, su cabeza y toda la fragilidad de su cuerpo, tendido como un capullo en el piso del comedor, justo enfrente de la estufa de leña.
De la cocina le llegaban los ruidos de las asaderas y el golpeteo de tenedores con que su abuela instrumentaba una sinfonía de galletitas de limón. Maho no se distraía con esos ruidos. Lo que la distrajo, en cambio, fue un murmullo rapaz que le llegó desde la boca de la estufa de leña. Primero fue como un cric crac entumecido. Luego un tarareo más definido: como el crepitar de un fuego inexistente o el zumbido chamuscado de un leño verde o húmedo. ¿Qué era aquello?
Maho detuvo la lectura y prestó atención. La estufa estaba limpia. Era otoño en el Delta, pero en casa de la abuela todavía no habían tenido que encender el fuego porque no habían llegado los fríos. Así que no había ningún leño, ni piñas, ni ramitas de ningún tipo adentro de la estufa ni en sus alrededores. ¿Qué podía ser ese ruido?
La niña, en un acto reflejo, echó mano a la maqueta de cartón y se levantó dirigiéndose hacia la estufa. Cuando estaba a centímetros, sintió un ruido más fuerte que salía de la boca de la chimenea. Era como una lima raspando en un hierro herrumbrado. Fue entonces cuando vio, colgando de la chimenea hacia abajo, algo que era como una escobilla de pelos que barría el hollín en los bordes quemados de los ladrillos: ¿sería un cepillo? Parecía la cola de un animal. ¿Un animal?
Maho, asustada, retrocedió un par de pasos. A punto estuvo de llamar a su abuela, pero no lo hizo. Quizás porque no le salieron las palabras, o porque la lengua y los labios se le anudaron, tal como suelen anudarse los incómodos cables de los auriculares de un walkman. Quedó quieta y muda, parada frente a la estufa de leña como un poste de hormigón.
Maho no se movía. No atinaba a hacer nada. Así estuvo unos segundos hasta que oyó, ahora de manera más clara, una voz que salía de la chimenea de la estufa y le pedía auxilio. Era una voz aguda y furtiva, pero el pedido de auxilio era firme y claro. Maho superó su miedo inicial y avanzó hasta un punto en el que ya casi metía su cabeza en la chimenea. Lo que asomaba colgando, ahora no le cabían dudas, era la cola peluda de un animal. Una cola de ardilla, tal vez. Una cola grande y pomposa como un escote señorial.
La niña no era miedosa. Por eso, la sorpresa y el susto inicial cedieron paso a la curiosidad. Además, el pedido de auxilio había sido claro. Alguien, o algo, la necesitaba y la reclamaba. Lo primero que se le ocurrió fue tirar de la cola para abajo, tratando de desprender lo que fuera que entonces colgaba como una gargantilla en el cuello de la chimenea. Eso hizo. Pero una voz quejosa la detuvo al instante.
— ¿Qué haces? ¿Quieres arrancarme la cola?
Maho estaba sorprendida: lo que sea que fuera, aquel animal hablaba. Y lo hacía de manera tal que ella podía entenderlo perfectamente. La niña dejó de tironear de la cola y acercó su cabeza a la boca de la chimenea. Desde ahí pudo ver el brillo de dos ojos que la miraban entre asustados y doloridos.
—Espera que voy a buscar a la abuela —dijo Maho, hablándole con determinación a lo que fuera que estaba ahí adentro.
— Haz lo que quieras —dijo aquella voz—, pero apresúrate, por favor, me estoy ahogando aquí encerrado.
Maho corrió llamando a su abuela. Entró a la cocina y, ¡menuda sorpresa: la abuela no estaba! Antes de volverse atrás, llegó a ver que el horno estaba encendido y que adentro se cocinaba una hilera de galletitas. ¿Adónde se había metido la abuela? Quizás hubiera salido de la casa por la puerta trasera. Maho se encaminó hacia allí. Salió al patio de los fondos de la casa y volvió a llamarla, pero la abuela no respondía. ¿Habría ido a hacer algún mandado al almacén? No podía esperar a que regresara. Debía ayudar a aquel animal a salir de la chimenea.
Sus ideas eran como un torbellino de palomitas de maíz. Maho trataba de pensar algo que fuera razonable, pero no se le ocurría nada. Cuando regresó por la cocina, de vuelta al comedor, en un rincón vio una sopapa de goma. Algo le hizo pensar que aquello podía llegar a serle útil y, sin detenerse casi, lo tomó y lo llevó.
Sopapa en ristre, como un caballero andante de las cloacas, entró de nuevo al comedor. Se acercó a la chimenea y, algo agitada, habló a aquel animal tratando de calmarse ella antes de intentar calmarlo a él. Le dijo que intentara adherir la sopapa a su panza y que, cuando lo hiciera, ella empujaría hacia arriba y luego tiraría hacia abajo para desprenderlo del hueco donde se había atascado. El animal asintió. Con toda la fuerza que podía llegar a hacer la niña, primero empujó hacia arriba con el mango de la sopapa y luego lo movió en ángulo hacia abajo. ¡Zácate glup! Como si una rama se desprendiera de un árbol en medio de una tormenta, o como si un water obturado dejara correr de golpe toda el agua anegada en su taza, así cayó de la chimenea aquel extraño animal.
Luego de rodar hasta la alfombra, empujando a la niña en la caída, el animal pudo levantarse y sacudir rápidamente su cuerpo. Tenía la cabeza de un zorro gris y un robusto cuerpo de ardilla, a cuya espalda brotaba aquella pomposa cola que minutos antes la niña había visto asomar desde la chimenea. Cuando Maho se repuso y logró ponerse en pie, se dio cuenta de que el animal era casi tan alto como ella.
— Vaya atasco —dijo aquella mezcla de zorro y ardilla, mirando a Maho con unos ojos que parecían dos bolitas de carbón.
Tras darle las gracias, el animal le explicó que se había perdido en el Bosque del Norte, y que cansado de buscar el camino de regreso a su casa se había caído al agua, y que se salvó de ahogarse por pura casualidad, gracias a un tronco que venía flotando a la deriva, y que había llegado a esta isla sin saber cómo, y que tampoco sabía cómo regresar, y que ahora vivía oculto en el monte que había en la parte alta de la Isla, pero que el olor de la comida que salía de la casa lo había animado a salir y acercarse, y que entonces trepó al techo, y que se metió por la chimenea, y que ella ya sabía el resto de la historia… Luego de contarle todo eso, así, como atropellándose con sus palabras, agregó:
— Me llamó Zorya. ¿Cómo te llamas tú?
Maho no respondió. Miraba a aquel extraño animal como si fuera un holograma, o un robot japonés, o una réplica de mutante hecha en un laboratorio londinense de biotecnología. Algo que, de una manera u otra, sólo podía ser una invención cibernética. Maho lo miraba y trataba de encontrarle en el cuerpo los indicios de un mecanismo oculto: algún botón de encendido, o una antena de control remoto, o la tapa de un cubículo que sobresaliera por el pelaje, donde pudiera estar encastrado un chip o una batería. Pero no veía nada.
— ¿No quieres decirme cómo te llamas? —preguntó Zorya con un tono compungido.
— No es eso —respondió Maho—. El problema es que tú no puedes ser real. No existen animales que hablen como humanos. Y tampoco es posible una especie de animal que cruce a un zorro con una ardilla, que eso es lo que tu pareces ser, aunque seguro no eres.
Zorya soltó una carcajada divertida. Le hizo gracia la seriedad con que la niña trataba de hacerse una idea sobre él.
— Está bien —dijo a la niña—, no tienes por qué creer en mí: ni en la parte de zorro ni en la de ardilla. Ha sido suficiente con que me hayas ayudado a salir de ahí adentro. Aunque, si no lo tomas a mal, me gustaría que me convides con algo de eso que estás cocinando, así después puedo regresar tranquilo al monte. Si como algo antes de irme, compensaré el atasco de la chimenea, ¿no te parece? Al fin y al cabo, a eso había venido hasta aquí.
— La que cocina es mi abuela —respondió Maho—, pero si ya está pronto, no creo que ella tenga inconveniente en convidarte.
Maho llamó a su abuela, pero no obtuvo ninguna respuesta. Cuando iba a volver a llamarla, Zorya la detuvo.
— Espera, espera —dijo—. Mejor no llames a tu abuela. Fíjate que si tú, que eres una niña, no puedes creer en mí, tu abuela, que supongo ha de ser una persona mayor, menos creerá. Quizás se asuste, o algo así, y termine persiguiéndome o dañándome. Mejor lo dejas.
— ¡Oh, no! —respondió Maho—. Mi abuela sí cree que los animales puedan hablar, y también cree que pueda haber un animal mitad zorro y mitad ardilla. Ella estará gustosa de conocerte. Espera aquí que voy a buscarla.
Dicho esto, Maho se dirigió a la cocina. La abuela no estaba allí. Seguía sin aparecer. Desde la puerta, Maho vio que las galletitas que estaban en el horno, además de humeantes, parecían listas para comer. Llamó otra vez a su abuela avisándole que si no venía, las galletas se quemarían. Como la abuela no respondió, tomó una manopla de paño que había colgada de una percha, abrió con cuidado la puerta del horno y retiró la asadera con las galletitas de limón. Tenían muy buen aspecto. Seguro que a Zorya le gustarían. Con cuidado, las retiró de la asadera y las colocó en una cesta. Una vez que terminó de preparar todo, volvió al comedor.
Cuando entró en la sala, encontró a su abuela que venía de afuera de la casa trayendo una caja de té.
— He tenido que ir al almacén a comprar té —dijo la abuela—. Temía retrasarme y que se quemaran las galletas, pero veo que estuviste atenta.
Maho no sabía qué responder. Miraba por todos lados buscando a Zorya, pero no lo veía. Dejó la cesta con las galletas sobre una mesita ratona que había al lado del sillón de la abuela y siguió revisando por el comedor.
— ¿Qué buscas? —le preguntó su abuela.
— Ehhhmmm… Na… —respondió Maho hablando entre dientes.
— ¿Acaso perdiste la maqueta de la casa? —insistió la abuela.
— No. La maqueta está allí, sobre la alfombra. Estaba buscando otra cosa… ehhhmmm… —Maho mascullaba vacilante. No sabía qué decir. No estaba segura de contar a su abuela el extraño encuentro de un rato antes. De momento prefería guardar el secreto.
— Cuando volví del almacén, la puerta de la casa estaba abierta —comentó la abuela—. ¿Vino alguien de visita?
— No —respondió Maho, dirigiéndose hacia la puerta—. No vino nadie. Quizás la dejaste abierta al salir.
— Pero si yo salí por la puerta de atrás —repuso la abuela, con una voz entre intrigada y ladina.
La niña se asomó por la puerta delantera de la casa y se quedó mirando hacia afuera, para el lado del monte. Un poco más allá del baldosado de la entrada, sobre la tierra suelta del piso, entreverándose con otras huellas, Maho pudo adivinar unas pisadas pequeñas y puntiagudas. Seguro que eran de Zorya. ¿Por qué se habría ido así, tan de golpe, y sin despedirse?
Entre distraída y algo confusa, Maho se quedó mirando hacia afuera hasta que su abuela la llamó a tomar el té y a comer las galletitas de limón. Cuando la niña volvió al comedor, sus ojos tenían un brillo peculiarmente cálido.
En silencio, tomó el té y comió las galletas junto con su abuela. Cuando terminaron, la niña recogió la enciclopedia que había dejado en el piso. La llevó hasta la biblioteca y la guardó. Fue a buscar su bloc de hojas de dibujo y unos lápices. Regresó con esas cosas y se acostó a dibujar en la alfombra, a los pies del sillón donde estaba sentada su abuela.
Maho comenzó a hacer un dibujo y, como si fuera lo más normal del mundo, le pidió a su abuela que le contara el cuento del zorro y de la ardilla que había empezado a leerle más temprano en la tarde. Con una sonrisa de picardía, sin hacer ningún comentario, la abuela tomó el libro de cuentos y comenzó a leer.
La niña siguió dibujando mientras su abuela leía.
La noche, como una fina mantilla de hollín, se extendía despacio sobre las casas, los campos y el monte de Puerto Bidondo. Con sus lápices de colores, Maho trazaba el plano complicadísimo de una ciudad del futuro. Por las calles de la ciudad imaginaria transitaban máquinas de todo tipo: unas con ruedas, otras a suspensión aérea, otras con piernas como robots gigantes. La abuela avanzaba por el cuento leyendo con una parsimonia divertida. Maho ya casi terminaba su dibujo cuando se detuvo y lo miró concentrada. Había descubierto que faltaba algo. Entonces, con unos trazos simples, frágiles, y con un dejo de tristeza diminuta, dibujó el cuerpo de una ardilla colorada con la cabeza y el hocico de un zorro gris.
— Listo—, dijo Maho, en el mismo momento en que su abuela terminaba la lectura

Isapí, la india que nunca lloró.

Leyenda Guaraní- Herminio Almendros

Isapí era una joven india muy hermosa, hija del jefe de la tribu. Su belleza solo podía compararse con la dureza de su corazón. No amaba ni compadecía a nadie. La llamaban “la que nunca lloro”, porque jamás rodó una lágrima de sus profundos ojos negros.
Cierta vez, una crecida del rio Uruguay inundó todo, arrancó las viviendas y se llevó para siempre a mucha gente de su tribu, pero Isapí no lloró. Todos empezaron a pensar que ella era la causa de tantas desgracias, y una hechicera dijo que solo las lágrimas de Isapí calmarían a los dioses.
Muchas otras desgracias ocurrieron. La tribu quedó reducida a unas pocas mujeres y a un puñado de combatientes. Se refugiaron todos en las selvas. Estaba con ellos Isapí, pero en sus ojos no brillaba ni una lágrima.
Fue entonces cuando la hechicera invocó al señor de los maleficios.
_ ¡Añá, haz que esta mujer sin corazón que no ha llorado nunca, viva eternamente llorando!... ¡Añá, haz que esta mujer, que por no llorar fue causa de tantos males, viva por siempre haciendo el bien a los demás con su llanto!....
Isapí no pudo oír más. Desde la primera palabra de la hechicera había ido transformándose poco a poco, metiendo los pies en la tierra como duras raíces, sintiendo endurecerse su cuerpo como un tronco y crecer sus cabellos como grandes ramas llenas de hojas.
Cuando la hechicera terminó, Isapí estaba convertida en un árbol fresco y verde. Desde entonces crece en las selvas tropicales el isapí, un árbol, de cuyas hojas se desprende un rocío fino y abundante que refresca el aire.
Todo el que llega cansado y sofocado por el sol ardiente, siente como un fresco regalo al pie del árbol que llora siempre y lleva el nombre de la joven india que nunca lloró.


Lobizón muy desprolijo

Julio César Castro

Hombre informal pa lobizón, aura que dice, Delicado Cadena.
Lo que tenia era que se le hacia lobizón cualquier día e la semana.
Tanto se emperraba un jueves, adelantau, como se le hacía ternero un sábado, atrasau. Con los horarios no tanto, pero pa los días y los animales lo mas desordenau que se ha visto en lobizones.
Pa los ruidos lo mesmo. De repente se le hacia lobizón ternero, y dentraba a las casas ladrando y meneando la cola. En el pago le habían perdido el rispeto por eso. Porque pa todo hay que tener una conducta, ¿no?.
Una noche, Delicado Cadena cayó al boliche El Resorte cuando ya falta poco pa terminar el lunes. Cualquier abombau sabe que los lunes los lobizones tienen franco.
En el boliche taban la Duvija, el tape Olmedo, el Aperiá, Arterio Pupitre, el pardo Santiago y Capítulo Manija, de timba corrida.
Tallaba el Aperiá, y el tape Olmedo había perdido hasta las ganas de fumar en un monte crudo.
Se allega Delicado Cadena al boliche, y antes de entrar sintió como un chucho. Se dio cuenta que taba pa hacerse lobizón y se aguantó junto al palenque.
Ni sabia en qué bicho se iba a convertir.
-Si me hago perro –pensó- me quedo por un rincón y me entretengo, aunque más mejor sería gato, porque de arriba del mostrador se bombea bien el juego.
Adentro seguía la timba, y en una el tape Olmedo rasca el bolsillo y pega el grito:
-¡Me juego a ese siete toda la plata que tengó! -y plantó un peso arriba del naipe. El siete todavía está corriendo y el tape quedó sin un cobre. Al rato, el Aperiá barrió con todo y se acabó el juego. Terminan la botella e caña y salen pa fuera. Salen así, el tape mira pa este lau del palenque y ve un caballo atado con un cinto e cuero. Sabedor el tape de que todos habían llegau de a pie, lo paro al Aperiá y le dijo:
-Mire don Aperiá: usté me ha ganau hasta la goluntá, pero si fuera gustoso e darme un desquite le juego todo lo que me queda: le voy a una carta ese flete que tengo palenquiau frente a sus vistas.
El Aperiá se le arrima al caballo, lo mira bien, le palmea el pescuezo, le revisa los dientes y dice:
-Amarillos los tiene. ¿fuma este flete?
-No lo tengo visto.
-Y mate, ¿toma?
-Conmigo al menos, no… ¿por?
-Le hallo cara conocida.
-Caballo es caballo. Parecido e cara son todos.
Dentran de nuevo al boliche, el Aperiá baraja, pone cartas en la mesa, y el tape Olmedo se juega el flete a una sota contra un cinco. La rueda e mirones se cerró pa que no se escapara el misterio, hasta que uno pegó el grito : “ ¡El cinco pa todo el mundo! “. El tape había perdido el caballo. Apenas comento:
-Ta bien. Cuando viene de perder se pierde. Es ley.
El Aperiá sale, le hace un medio bozal al flete, monta de un salto, invita a los demás a subir enancados y salió al trote corto a llevar a cada cual a su rancho. El flete medio reventado, pegó un relincho. El Aperiá comento:
-Relincho conocido le hallo, ¿no?
Diba llegando el Aperiá a su rancho, cuando dentró a clarear.
Fue entonces que Delicado Cadena va y se vuelve cristiano, pero como no era hombre e dejar a naides de a pie, igual lo arrimó hasta las casas.
Le salió cobrando cien pesos el viaje. El Aperiá no dijo nada. Era plata dulce.

Cuentos y poemas. Antología. Verónica R. 2°

EL VIENTO
Subo barriletes
muevo los molinos
danzo en las hojitas
de los paraísos.

Formo mil oleajes
de la gran marea,
y soy el flameo
de nuestra bandera.

Rompo las burbujas
hechas de jabón,
silbo por las noches
lenta mi canción.

Soy quien te despeina
siempre en primavera,
y vuela tus apuntes
de tarde en la escuela.

Si a tu guardapolvo
llego una mañana
pídeme que lo seque
el fin de semana.
Autor: Teodoro Frejtman



ÁLAMO BLANCO



Arriba canta el pájaro y abajo canta el agua.
(Arriba y abajo, se me abre el alma.)

Entre dos melodías la columna de plata.
Hoja, pájaro, estrella; baja flor, raíz, agua.
Entre dos conmociones la columna de plata.
(Y tú, tronco ideal, entre mi alma y mi alma.)

Mece a la estrella el trino, la onda a la flor baja.
(Abajo y arriba, me tiembla el alma).

Autor: Juan Ramón Jiménez
Escritor español, premio Nobel de Literatura




LA CIGARRA Y LA HORMIGA
Cantando la Cigarra pasó el verano entero,
sin hacer provisiones allá para el invierno;
los fríos la obligaron a guardar el silencio
y a acogerse al abrigo de su estrecho aposento.

Viose desproveída del precioso sustento:
sin mosca, sin gusano, sin trigo, sin centeno.

Habitaba la Hormiga allí tabique en medio,
y con mil expresiones de atención y respeto
la dijo: “Doña Hormiga, pues que en vuestro granero
sobran las provisiones para vuestro alimento,
prestad alguna cosa con que viva este invierno
esta triste Cigarra, que alegre en otro tiempo,
nunca conoció el daño, nunca supo temerlo.

No dudéis en prestarme; que fielmente prometo
pagaros con ganancias, por el nombre que tengo.

La codiciosa Hormiga respondió con denuedo,
ocultando a la espalda las llaves del granero:
“¡Yo prestar lo que gano con un trabajo inmenso!
Dime, pues, holgazana,
¿Qué has hecho en el buen tiempo?”

“Yo, dijo la Cigarra, a todo pasajero
cantaba alegremente, sin cesar ni un momento.”

“¡Hola! ¿conque cantabas cuando yo andaba al remo?
Pues ahora, que yo como, baila, pese a tu cuerpo.”.

Autor: Félix María Samaniego
Escritor Español del siglo XVIII







EL PATIO

Patio de la casa
refugio del viento.
Corazón flexible
de frescos helechos.

Acabo de verte
humilde y desierto.
Cárcel de mi infancia.
Cuando era pequeño
para mi triciclo
¡qué inmenso!

De mis doce años
tan solo recuerdo:
el sillón de Viena
con el blanco abuelo,
la tinaja roja
con el jazminero,
el brocal de mármol
y en recio caldero
el dulce de leche
siempre a fuego lento.

Aclaran mis años
en manos de un negro
dos pantallas vivas
alas de brasero.

Patio de mi infancia
donde voy te llevo.
Patio de mi casa,
donde voy te encuentro
Enrique Amorim
Escritor Uruguayo




GAUCHO

Gaucho:
Naciste en la juntura de dos razas
como en el tajo de dos piedras
nacen los talas.

Con un poco de tierra y otro poco de cielo,
amasaste el adobe para construir tu rancho
lo mismo que el hornero.
Por eso yo te veo ascendencia de pájaro.

Eras,
una mitad hacia abajo y otra mitad hacia arriba;
una mitad de tierra y otra mitad de cielo;
una mitad de carne y otra mitad de alas;
carne tu forma física;
alón tu forma lírica;
y si eso no bastara para llamarte alado:
alas en tu cabello,
alas en tu sombrero,
alas todo tu poncho,
alas a media espalda flameando en tu pañuelo;
y alas también llevadas fijas en los talones:
las agudas rodajas de tus espuelas.

Gaucho:
Naciste en la juntura de dos razas
como nacen los talas
en el tajo de dos piedras.

Fernán Silva Valdés
Escritor Uruguayo





LOS DURAZNOS
El aire olía de una manera muy especial mientras el cielo encapotado parecía anunciar tormenta. Mis primos y yo correteábamos en los alrededores de una tapera, mientras los mayores se dedicaban a discutir la compra de un cordero. Por un momento me detuve a contemplar la inmensidad del campo, la línea de árboles que se perdía hacia el horizonte, los pájaros que planeaban sobre las parvas de trigo. De pronto, algo llamó mi atención: sobre el brocal de un pozo descansaba una coqueta fuente, repleta de duraznos. ¡Eran tan lindos! Parecían como pintados, y lucían tan perfectos a la suave luz del atardecer sin sol…parecían el anticipo de su sabor tan dulce y fresco.
Me gustaban los duraznos con su vestido veraniego de terciopelo, su jugosa pulpa y el corazón marrón rojizo que se escondía en el interior de la fruta. Me aproximé a ellos queriendo observarlos más de cerca, quería saber si eran de verdad. Se me ocurrió que hasta la pequeña colina que formaban sobre la fuente guardaba un equilibrio tan ajustado que un durazno más o uno menos, hubiera afeado el conjunto. Todo parecía amoldarse a una armonía propia; hasta algunas hojas verdes que habían conservado los cabitos de las frutas, daban con su color fuerte un admirable contraste.
Al lado de la fuente, como una invitación, alguien había abandonado un pequeño cuchillo de mesa al que no di ninguna importancia, ajeno a todo salvo al espectáculo que tenía ante mis ojos. Sabía que aquellos duraznos pertenecían a alguien, quizás al dueño de la tapera, y que nuca podría poseerlos. Pero quería por lo menos atrapar su imagen en la memoria y por qué no, su aroma, que por momentos la suave brisa alejaba de mí.
Entonces aproximé mi nariz, cerrando los ojos para concentrarme mejor. No tengo idea de cuánto tiempo permanecí en esa posición; sólo recuerdo que de repente sentí que mi hombro empujaba algo que comenzaba a deslizarse y luego se precipitaba al fondo del pozo, zambulléndose en el agua con un sonido seco, prolongado por un leve eco.
Con dificultad, porque mi altura apenas rebasaba el brocal, me asome observando hacia la profundidad, donde sobre el fondo rocoso y a través de un suave velo de agua cristalina dormía el cuchillo, como un pececito muerto.
De un momento a otro, el Mundo de había puesto de cabeza; quise correr pero las piernas se negaban a llevarme. El encanto se había desvanecido sumiéndome en la desesperación, de la que sólo me saco la suave presión de una mano que se apoyó sobre mi hombro. A través de las lágrimas pude divisar un rostro sonriente y curtido, adornado por unos bigotes espesos y blancos.

--¿Pero qué le pasa guri?
Quise hablar, pero sólo salían de mi boca sonidos irreconocibles
La figura se inclino hacia mí tratando de comprender, hasta que su sonrisa se iluminó:
--Usté sabe, mocito que estoy tratando de resolver un misterio… Al que me logre responder qué paso con el cuchillito que estaba sobre el brocal, lo voy a premiar con un durazno recién cortadito.
Aguardó, seguro de haber dado en el clavo. Poco a poco los sonidos se hicieron palabras, y las palabras frases.
¡Ahá! ¿Y por un problemita así, tanto puchero? Está bien… lo prometido es deuda, así que elija el que más le guste.
Poco después, el carro se sacudía con un cansino movimiento de péndulo mientras mis tíos conversaban cosas de hombres en el asiento, flaqueado por los demás chicos. El Mundo estaba en armonía. Yo sentado en la caja, miraba anticipando el gusto, el durazno que se sonrojaba mientras tenues rayitos del tardío sol que bajaba se colaban por entre las sierras. Sobre mis piernas descansaba un corderito de lana casi tan blanca como los bigotes de aquel rostro que, ya lo sabía, jamás se iba a borrar de memoria.
Fernando Manfredi
Escritor Uruguayo

LAS MEDIAS DE LOS FLAMENCOS

Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.
Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgando como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en las puntas de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.
Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentina, los flamencos se morían de envidia.
Un flamenco dijo entonces:
–Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas, blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
Y levantando todos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo.
–¡Tantan! –pegaron con las patas.
–¿Quién es? –respondió el almacenero.
–Somos los flamencos. ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
–No, no hay –contestó el almacenero–. ¿Están locos? En ninguna parte van a encontrar medias así.
Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
–¡Tantan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero contestó:
–¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quiénes son?
–Somos los flamencos –respondieron ellos.
Y el hombre dijo:
–Entonces son con seguridad flamencos locos.
Fueron entonces a otro almacén.
–¡Tantan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero gritó:
–¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse enseguida!
Y el hombre los echó con la escoba.
Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos.
Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:
–¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.
Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y le dijeron:
–¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirle las medias coloradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
–¡Con mucho gusto! –respondió la lechuza–. Esperen un segundo, y vuelvo enseguida.
Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víbora de coral, lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.
–Aquí están las medias –les dijo la lechuza–. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van entonces a llorar.
Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de los cueros que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al baile.
Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias.
Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para ver bien.
Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las medias, y se agachaban también, tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar, aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.
Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron enseguida a las ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados.
Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. Enseguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la orilla del Paraná.
–¡No son medias! –gritaron las víboras–. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de víbora de coral!
Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola ala. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaban las medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas, para que se murieran.
Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro, sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de su traje de baile.
Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido, eran venenosas.
Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.
Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas.
A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven enseguida, y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla.
Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.
Horacio Quiroga
Uruguayo
DOS NEGRITOS EN PELIGRO
Aunque nadie me lo dijo jamás, yo lo sabía. Estaba tan seguro que, por eso mismo, no se lo comentaba a nadie. Para mi era lo más natural creer que cuando nos dormíamos, las cosas que nos rodeaban comenzaban a vivir, a moverse, a hablar entre sí.
Yo me cuidaba muy bien poniendo mis pertenencias en lugares estratégicos. Por ejemplo, trataba de dejar juntos los dos zapatos del mismo par, para que cuando se despertaran no se encontraran solos, aislados uno del otro, en medio de un montón de desconocidos.
Lo difícil era ubicar bien mis juguetes. Tenía que poner mucha atención para no cometer errores que lamentaría más tarde. Hubiera sido terrible olvidar mis tigres junto a los jugadores de fútbol con los que me habían adornado la última torta de cumpleaños, o al lado de las ovejitas de yeso del pesebre navideño.
Sin embargo, una noche ocurrió lo que tanto temía. Habíamos ido a pasar el día a la casa de unas tías muy viejas y muy buenas. A mis hermanos y a mí nos encantaba ir porque, aunque nos pinchaban con algo (¿serían bigotes?) cuando nos besaban, nos trataban con mucho cariño y siempre, siempre, nos regalaban algo que nos gustaba de una repisa llena de cosas. Aquella vez yo elegí un negrito y una negrita de yeso pintado que eran una verdadera maravilla.
Llegamos cansados de tanto jugar y correr por el terreno de la casona de las tías, y apenas cenamos nos fuimos a dormir. Yo, orgulloso, dejé a mis negritos sobre la mesa de luz, para mirarlos hasta que me durmiera.
De pronto, ocurrió algo que no podía creer: los negritos, con sus enormes ojazos comenzaron a mirar a su alrededor con cierto temor. Algo les inquietaba. Cuando me di cuenta ya era tarde. Detrás del reloj despertador, había quedado olvidado un feroz tigre de Bengala con ojos verde limón realmente aterradores.
Cuando mis negritos lo vieron salieron corriendo como locos, escaparon casi por milagro. En la oscuridad me resultaba difícil distinguir a los fugitivos y a la fiera. Sólo veía, de a ratos, dos pares de ojos amarillos o un par de ojos verdes.
De repente escuché unos ruiditos extraños. Intenté prender la luz pero no pude. No encontraba mi linterna por ningún lado. Recordé entonces que en un cajón de mi escritorio tenía una colección de cajas de fósforos. Rápidamente saqué una y encendí.
Pude ver que sobre la pequeña mesa había cosas que yo nunca puse. Me quemaba los dedos y soplé el fósforo. Encendí otro. El revuelo era mayor. Alcancé a ver autitos y algún barco. Me volví a quemar. Apagué y encendí otro, y otro, y otro hasta que se acabó la caja. En cada resplandor logré ver algo más y comprender por fin lo que ocurría.
Ante el peligro de los recién llegados, el resto de los juguetes se habían solidarizado. Salieron de sus cajones, bajaron de sus estantes y acudieron a ayudar a los pequeños negritos que huían despavoridos.
Jugadores de fútbol, indios y vaqueros, un Tarzán, dos soldados y hasta un Papá Noel, se habían unido en una especie de brigada de auxilio para rodear y reducir al tigre.
Cuando me levanté, al día siguiente, recordé lo ocurrido y pensé de inmediato que no había tenido nada más que un sueño. Sin embargo, encontré a los negritos escondidos debajo de una frazada que se había caído de mi cama. El tigre de Bengala apareció dos días después, encerrado en una lata de bolitas. No recuerdo haberlo puesto allí jamás.

Carlos Santangelo
Escritor Uruguayo
CIRILO EL PASTOR
Vivía en una pequeña casa al pie de las sierras. Cuidaban las cabras y trabajaban la tierra.

El abuelo se llamaba Bautista. Cirilo tenía nueve años y era feliz: sus vacaciones estaban dedicadas al cuidado de sus cabras. A la mañana temprano la madre preparaba su almuerzo, sin olvidarse del sabroso pan y del rico queso casero y lo veía partir por el carpado camino rumbo al cerro, conduciendo el rebaño. El muchacho recorría el largo sendero, bajo la sombra de una arboleada que en verano refrescaba a los animales y en invierno los protegía de las lluvias, cuando caían incansablemente. También lo miraba irse el abuelo Bautista, mientras se acariciaba la larga barba blanca repitiendo:
¡Será el mejor pastor del pueblo!

Cirilo guiaba sus cabras y les hablaba. Había una que era su preferida.
El abuelo le había puesto el nombre de negrita, posiblemente por esa mancha oscura que le cruzaba parte del cuerpo. La habían criado con biberón, ya que la madre cabra había muerto al darle la vida. Cirilo sentía por ella gran cariño.

Del otro lado del cerro corría un río que a veces se mostraba calmo y a veces se convertía en furioso oleaje que arrastraba todo hacía un remolino, anunciador de una peligrosa catarata.

Cirilo iba cantando las viejas canciones que le había enseñado su madre y que, estaba seguro, gustaban a sus cabras. Los muchachos del pueblo lo miraban pasar y podía verse en sus rostros un gesto de burla que Cirilo percibía. A los oídos del abuelo había llegado un comentario que lo lastimó: la gente del lugar consideraba a su nieto un cobarde. Posiblemente, Cirilo aceptaba aquello; pero había en él una fuerza extraña que no podía entender, como tampoco lo entendían sus padres: tenía miedo del río, y también temía a las tormentas. El padre había intentado convencerlo de que el miedo no era bueno; solamente tenía que cuidarse del río, y protegerse cuando las tormentas lo sorprendían en el cerro.

Ya en lo alto, Cirilo dejó de cantar y miró el cielo. Una nube sombría había cubierto el sol y lejos, se escuchó el estallido del trueno. Las cabras se pusieron inquietas. El pastorcito buscó rápidamente a Negrita y se dio cuenta de que había desaparecido. Pensó muchas cosas y por su cabeza pasaron imágenes que lo asustaron.

El relámpago marcó una línea muy lejana sobre las sierras y el sonido del río sacudió la atención del muchacho. Adivinó el peligro. Corrió desesperadamente y cuando llegó a la orilla, vio a su cabrita debatirse en medio de la corriente, entre débiles balidos de angustia.

Dos vecinos del pueblo se habían detenido a mirar sin atreverse a hacer nada. Sólo esperaban, impotentes, ver a Negrita desaparecer en la cascada.

Cirilo sintió que sus ojos se humedecían. Apretó los puños. El río era un gigante terrible, pero Negrita estaba en peligro y él la quería mucho.
Se hundió en el agua impetuosa y haciendo un gran esfuerzo pudo llegar junto a la macha oscura, sujetar al animal y alcanzar un obstáculo de árboles semisumergidos que, entre piedras que podían pisarse, le permitieron aferrar la orilla, ayudado por los vecinos.

El abuelo Bautista, que ganado por la preocupación había llegado al ligar, descubrió feliz que su nieto era un chico muy valiente.
Y mientras miraba a Cirilo calmar a Negrita con caricias, dijo una vez más: ¡Sí! ¡Cirilo será el mejor pastor del pueblo!...
Marcelo Alcántara
Uruguayo


HISTORIA DE CÓMO NACÍ Y CÓMO CRECÍ…
Mi mamá anotaba sus ideas en cada papel que encontraba: servilletas, hojas viejas de cuaderno, sobres, y hasta en el dorso de las cartas que recibía.
Me fue armando al juntar las palabras escritas en distintos lugares, y así empecé a crecer. Yo era la idea más linda que había tenido en toda su vida y me formaba con las frases hermosas que se le iban ocurriendo cada vez que se acercaba a mí.

Seguí creciendo, un poco desprolijo, con vestidos de papeles de todos los colores y tamaños, pero lleno de la letra redonda y pareja de mi mamá. Un día en el que yo estaba gordo, ella me abrazó, me apretó tan fuerte contra su pecho que me dolieron todas las hojas y me dijo con esa voz tan dulce que tiene:
-¡ya estas listo!-, y me dio un enorme beso.

-¿ A dónde me llevará?_, pensé cuando la vi ponerse su vestido más bonito y su sonrisa más alegre.
- ¡Allá vamos!-, dijo con gran confianza mientras me metía bajo su brazo.
Yo también estaba contento, para qué negarlo… ¿Cómo no estarlo al ver su felicidad? Además había crecido lo suficiente para darme cuenta de que yo tenía mucho que ver en esa felicidad.
De pronto entramos en una casa que yo no conocía, muy diferente a mi propia casa. Allí había ruido de máquinas, barullo, risas y se olía a tinta fresca.
En medio del alboroto pude notar que varios hombres se alegraban de verme allí.
- Aquí está…Ya está pronto-, dijo orgullosa mi mamá. Y me entregó a las manos de un señor de lentes redondos con cara de bueno, que me miró con ternura. Emocionado, le dijo a mi mamá:
- Vas a ver qué lindo va a quedar.

Yo sentí un poco de miedo cuando vi que ella se iba y me dejaba en esa casa con olores y ruidos raros. Con tal rapidez pasé de mano en mano, que estaba aturdido y no podía pensar en otra cosa que en lo que estaban haciendo.
Me desarmaron y armaron de nuevo. Me pasaron por una máquina de escribir

Y por otra más complicada. Algunas personas opinaban que tenía que ser de bolsillo y otras querían que fuera más importante. Una señora parecida a mi mamá disfrutaba conmigo agregándome dibujos y colores. Cada vez que terminaba de hacer una ilustración, me decía:
-¡Mira que eres lindo!-. Ella puso una cara de fiesta con letras doradas.
De pronto me vi repetido en cientos de espejos. Todas las palabras que me había puesto mi mamá brillaban prolijamente en hojas satinadas escritas a máquina. Me pareció que el corazón se me dividía en cientos de pedazos y que tenía mucha más fuerza y como unas ganas locas de hacer cosas grandes e importantes.

Era un libro: muchos ejemplares de un libro de cuentos.
Entonces empecé a viajar. Anduve por librerías, estanterías, vidrieras, escritorios, bibliotecas, escuelas, casas, ómnibus, aviones… Por suerte, muy pocas veces me dejaron encerrado en cajones oscuro. Eso es la cárcel para mí.

Me pasan muchas cosas lindas. Por ejemplo, cuando los chiquilines me agarran entre sus manos y se ríen conmigo.
Yo también me divierto, con ellos. A veces me meten debajo de la almohada, o me llevan a pasear a casa de los amigos, o me esconden entre los textos de estudio. ¡Ni se imaginan la cantidad de veces que me han envuelto en papel de regalo y me dejan sobre la cama de un niño que está cumpliendo años!
Yo pude darme cuenta de que todos se ponen contentos cuando me ven, pero lo que me gusta más que nada es cuando alguien dice que me parezco a mi mamá.
Judith Baco

martes, 19 de abril de 2011

Cuentos y poemas. Antología. Natalia Dechia. 2° B

“LA ECONOMÍA DE LA SONRISA.” Pedro Pablo Sacristan
Había una vez un rey sabio y bueno que observaba preocupado la importancia que todos daban al dinero, a pesar de que en aquel país no había pobres y vivían bastante bien.
- ¿Por qué tanto empeño en conseguir dinero?- preguntó a sus consejeros. - ¿Para qué les sirve?
- Parece que lo usan para comprar pequeñas cosas que les dan un poco más de felicidad - contestaron tras muchas averiguaciones.
- ¿Felicidad, es eso lo que persiguen con el dinero? - y tras pensar un momento, añadió sonriente. - Entonces tengo la solución: cambiaremos de moneda.
Y fue a ver a los magos e inventores del reino para encargarles la creación de un nuevo aparato: el porta sonrisas. Luego, entregó un porta sonrisas con más de cien sonrisas a cada habitante del reino, e hizo retirar todas las monedas.
- ¿Para qué utilizar monedas, si lo que queremos es felicidad? - dijo solemnemente el día del cambio.- ¡A partir de ahora, llevaremos la felicidad en el bolsillo, gracias al porta sonrisas!
Fue una decisión revolucionaria. Cualquiera podía sacar una sonrisa de su porta sonrisas, ponérsela en la cara y alegrarse durante un buen rato.
Pero algunos días después, los menos ahorradores ya habían gastado todas sus sonrisas. Y no sabían cómo conseguir más. El problema se extendió tanto que empezaron a surgir quejas y protestas contra la decisión del rey, reclamando la vuelta del dinero. Pero el rey aseguró que no volvería a haber monedas, y que deberían aprender a conseguir sonrisas igual que antes conseguían dinero.
Así empezó la búsqueda de la economía de la sonrisa. Primero probaron a vender cosas a cambio de sonrisas, sólo para descubrir que las sonrisas de otras personas no les servían a ellos mismos. Luego pensaron que intercambiando porta sonrisas podrían arreglarlo, pero tampoco funcionó. Muchos dejaron de trabajar y otros intentaron auténticas locuras. Finalmente, después de muchos intentos en vano, y casi por casualidad, un viejo labrador descubrió cómo funcionaba la economía de la sonrisa.
Aquel labrador había tenido una estupenda cosecha con la que pensó que se haría rico, pero justo entonces el rey había eliminado el dinero y no pudo hacer gran cosa con tantos y tan exquisitos alimentos. Él también trató de utilizarlos para conseguir sonrisas, pero finalmente, viendo que se echarían a perder, decidió ir por las calles y repartirlos entre sus vecinos.
Aunque le costó regalar toda su cosecha, el labrador se sintió muy bien después de haberlo hecho. Pero nunca imaginó lo que le esperaba al regresar a casa, con las manos completamente vacías. Tirado en el suelo, junto a la puerta, encontró su olvidada porta sonrisas ¡completamente lleno de nuevas y frescas sonrisas!
De esta forma descubrieron en aquel país la verdadera economía de la felicidad, comprendiendo que no puede comprarse con dinero, sino con las buenas obras de cada uno, las únicas capaces de llenar una porta sonrisas.
Y tanto y tan bien lo pusieron en práctica, que aún hoy siguen sin querer saber nada del dinero, al que sólo ven como un obstáculo para ser verdaderamente felices.







“EL VIAJE HACIA EL MAR” Juan José Morosoli
A pesar de que habían resuelto partir a las cuatro, Rataplán llegó a las tres. Era el primero en llegar.
En el café había un solo hombre, sentado al lado de la puerta, desconocido para Rataplán, lo que quiere decir que no era del pueblo.
–Buen Día –dijo aquél al entrar.
–Bueno –respondió el otro, y acercó una silla al recién llegado como si le conociera o estuviera esperándole y, tras un silencio, agregó:
– ¿Madrugó, eh?
–Sí –respondió Rataplán–, estamos de viaje a la playa.
– ¿A qué playa?
–¿Hay más de una?
– ¡Uf!... Muchísimas. ¿No conoce el mapa?
–No señor, no lo conozco...
–Pues playas hay muchísimas...
–Habrá. A nosotros nos lleva Rodríguez. ¿No ve que nunca hemos visto el mar?
En ese momento llegaron el rengo "Siete y tres diez" con su perro, y "Leche con fideos", un hombre flaco, pálido, con una barba negrísima, de ocho días, peón de un horno de ladrillos.
Se sentaron junto a Rataplán y el desconocido. Pidieron una caña y al minuto ya estaban participando familiarmente de la conversación.
El desconocido hacía cuentos de tartamudos con los que ellos se destornillaban de risa. Fue Rataplán el que tuvo que pedirle al fin:
–No haga más, por favor... Guarde alguno para la playa...
"Siete y tres diez" se asomaba de rato en rato a la puerta, nervioso por la tardanza de los otros excursionistas.
Rodríguez y el vasco Arriola llegaron cuando ya era día claro.
Aquél –que era el dueño y el conductor del camión- descendió de éste, dejó el motor en marcha y se sumó a la rueda.
El desconocido, que advirtió la presencia de Arriola, se acercó a la puerta e invitó:
–Baje, tome una caña y nos vamos.
–El día va a ser bárbaro e’ calor -dijo "Leche con fideos".
–Sí, nos a sacar lonjas -respondió Rodríguez.
Con dificultad, pues estaban muy pesados de caña, los que aguardaban en el café subieron al camión. Después lo hicieron Rodríguez y Arriola y partieron.
El camión, un viejo Ford de bigotes, era uno de esos vehículos que al marchar dan la impresión de andar atravesados, con un juego de adentro hacia afuera en las cuatro ruedas que parecía comunicarse al motor por sus explosiones fuera de ritmo. O tal vez, el motor por algún milagro de la mecánica era el que imprimía a las ruedas aquel movimiento. A guisa de toldo tenía una malla de alambre tejido, pues Rodríguez lo destinaba al transporte de gallinas.
Al lado de Rodríguez -piloto por supuesto- iba el Vasco.
Rodríguez sentía pasión por el mar. Cualquier pretexto le venía bien para llegar a él. No era pescador, ni le atraía el baño en las playas. Le gustaba el mar para verlo y sentarse a sus orillas, fumando en silencio, viendo nacer y morir las olas en un callado gozo.
"Siete y tres diez" era un viejo vendedor de billetes de lotería.
Toda su familia la constituía su foxterrier al que había bautizado con el nombre de Aquino –el último cuatrero– como homenaje a éste y, además, porque el perro no podía ver a la policía. Apenas veía un guardiacivil huía ladrando en señal de protesta. Esto agradaba a "Siete y tres diez". Comentándolo decía que Aquino "en eso salía a él"; además tenía la seguridad de que el can era un animal "fino, lo que se dice fino, pues tenía el paladar negro y era rabón de nacimiento" lo que indicaba una segura aristocracia perruna.
Rataplán había sido basurero y ahora estaba jubilado. Era sordo de un oído y le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Se los había deshecho una máquina de alambrar siendo mocito. Al revés de "Siete y tres diez" su perro hubiera sido feliz siendo soldado. El apodo le venía de su costumbre de seguir al batallón en sus desfiles por las calles del pueblo, repitiendo en voz baja el sonido del tambor.
El Vasco Juan era un hombre callado. Cuando no había trabajo en el horno acompañaba a Rodríguez en sus viajes a las chacras. Cuando estaba borracho -cosa que no ocurría muy frecuentemente- se le veía blasfemar e insultar a un desconocido- No se sabía de dónde había venido cuando llegó al pueblo. Los del grupo suponían que estos insultos iban dirigidos a alguien a quien había conocido antes, vaya a saber dónde, pues nunca se lo preguntaron. Sabían que no hay nada más sencillamente complicado que un vasco. Y que sólo un vasco -a pesar del alcohol- es capaz de guardar un secreto y hacerse enterrar con él.
Tomaron el camino de la sierra, el que termina en Pan de Azúcar, con sol alto ya. Fue aquí que Rataplán recordó los viajes que hacían los estudiantes y propuso que se cantara algo. Ninguno sabía canción alguna, con excepción del desconocido que sabía muchas, pero todas incomprensibles para ellos. Al fin coincidieron en Mi Bandera. Rataplán, a pesar de su parcial sordera era el que llevaba el compás con la mano y el único que cantaba. Los otros tarareaban y el desconocido imitaba un trombón.
Cuando hacía una variación macarrónica, los otros reían estrepitosamente interrumpiendo el canto.
Cuando llegaron a un trozo de camino plano, Rodríguez detuvo el camión.
–Parece una bolsa de gatos –dijo. Prendió un cigarro, dio dos o tres puntapiés a las gomas del automóvil y preguntó:
–¿Y para qué cantan si no hay nadie?
–Cantamos como los estudiantes cuando salen por ahí -respondió Rataplán.
–Pero ellos cantan en la calle para que los oigan los otros -insistió Rodríguez.
El desconocido dijo entonces:
-Se canta para uno... Por cantar... a veces estoy solo y canto.
Rodríguez se dio cuenta entonces que el hombre era medio raro y recién se le ocurrió pensar por qué estaba allí con ellos, camino a la playa.
Al reiniciar la marcha se lo preguntó al Vasco.
El Vasco señaló a los que iban en el camión y dijo:
–Ellos... yo vine contigo.
– ¿Ellos? ¿Y el camión es de ellos? ¿No fui yo quien invité?
–Ahí tenés.
El camión marchaba. El sol estaba alto. Dentro sólo se oía al desconocido cantando una canción en idioma extraño, de ritmo lento y triste. Los otros, abrumados por el sol y la caña, cabeceaban somnolientos.
El camión seguía jadeando, camino adelante. Reverberaba el sol. Algún pájaro carpintero dejaba oír su grito que rasgaba la soledad.
Algunos ruidos metálicos de élitros le daban a esta una dureza febril y reseca. A veces pulsaba la ardiente distancia el canto de la cigarra. Algún árbol de "Sombra de toro" se achaparraba en los flancos del camino que descendían erizados de piedra y mora y tunas "cabeza de negro". Muy lejos, en el término del camino de descenso de la cuchilla, espejeaba algún pequeño cuenco azulado, presencia de una cañada que en seguida desaparecía corriendo bajo una red de berros y espadañas, dejando como señal de su camino un trozo verde oscuro, jugoso y sedante en la pastura reseca y azufrada del resto del campo.
Llegaban ahora frente a un desuñidero de carretas. Una docena de árboles daba sombra a viejos fogones sembrados de huesos.
Rodríguez detuvo el vehículo nuevamente. Por el tubo del radiador ascendía una nube de vapor.
–Alcanzá la da majuana –ordenó Arriola. "Leche con fideos" la puso en manos del Vasco. Este la sacudió. El recipiente estaba casi vacío.
–No tiene casi –comentó éste indignado–, ¿serán tan degenerados estos tipos?
Descendió y se dirigió a los hombres:
– ¡Tendría que bajarlos a patadas por sinvergüenzas! –Calló un segundo y miró al desconocido:
– ¿Y a usted quién lo invitó?
–Los señores –dijo, y continuó–: yo no tomé una gota, además...
Rodríguez vació el resto de la da majuana en el radiador.
–Dale manija –ordenó al Vasco.
Este dio dos o tres vueltas a la manivela, pero el motor no despertó. Luego repitió la maniobra sin resultado.
Rodríguez, fuera de sí, se encaró con el grupo:
–Bájense plastas –dijo.
Uno tras otro recibía la manivela y ponía mano a la obra. Tras un esfuerzo que los dejaba congestionados iban subiendo nuevamente al camión.
El Vasco volvió a recoger la herramienta. Fuera de sí, dio como veinte vueltas al hierro hasta que Rodríguez lo detuvo.
–Pará. Pará. Sos capaz de desarmarlo.
Después levantó el capot. EL Vasco, inocentemente y recordando alguna frase oída en circunstancia parecida, preguntó a Rodríguez:
– ¿No estará frío?
Rodríguez se volvió "hecho una víbora":
– ¿Por qué no te vas a la grandísima perra?
El pobre vasco se sentó humildemente en el suelo mientras Rodríguez levantaba la tapa que cubría el motor. Tocó aquí y allá. Destornilló tuercas, unió y desunió cables sin resultado. Entonces el desconocido se ofreció:
– ¿Quiere que pruebe yo?
Tocó una pieza y se dirigió al Vasco.
– ¿Me hace el favor?
El hombre dio un golpe de manija y el motor empezó a marchar.
El rengo, "Leche con fideos" y Rataplán empezaron a aplaudir. El camión siguió huella adelante.
Serían las once, acaso las doce, cuando Rodríguez advirtió que el radiador había agotado el agua, pues ya no salía vapor. Además no podía soportar el calor que ascendía del motor. No podía soportarlo en los pies.
–Tenemos que echarle agua –dijo–. No podemos seguir más.
Pero el camino seguía por el lomo de la cuchilla. Por un plano muy tendido descendía esta. Casi borradas, como cicatrices de la luz brutal, se veían allá abajo las manchas verdes de la vegetación que anunciaban al nacimiento de las vertientes.
Rataplán, parado sobre un cajón, miró hacia allá y comentó:
–Ta feo para bajar y subir con agua...
Rodríguez recordó lo de la da majuana.
–Culpa de ustedes, degenerados... Bueno –terminó– vamos a seguir despacio.
El sol ascendía implacablemente mientras la da majuana de caña descendía también implacablemente. El perro, echado en el centro del piso, jadeaba con agitación creciente.
Rataplán lo observó y comentó:
– ¿No se pondrá a rabiar este infeliz?
El desconocido lo miró y exclamó:
–No tenga miedo... Mientras esté la lengua húmeda no hay peligro.
El rengo le sonrió agradecido.
Bajo un grupo de canelones al borde mismo del camino, había desuñido una carreta. El carrero había hecho fuego y aprontaba el mate. Los bueyes bajaban lentamente por el declive áspero hacia las aguadas perdidas en el espadañal del bajo.
El carrero, en cuclillas, parecía no haber visto ni oído la llegada de los excursionistas. Rodríguez bajó y se acercó al hombre:
–Buen día amigo –le dijo.
El hombre movió la cabeza. Si dijo algo, Rodríguez no lo oyó. Tras un silencio preguntó:
– ¿No hay agua por aquí?
–Atrás –respondió el otro.
Rodríguez dio un rodeo y volvió a enfrentar al hombre:
–No vi –dijo.
El carrero enderezó el cuerpo, caminó unos pasos, se agachó evitando las espinas de un tala y señalando una roca hendida coronada por un coronilla retorcido señaló:
–¡Allí!
Un hilo de agua se deslizaba por la frente de la roce y caía en una pequeña hoya colmada.
Rodríguez, casi corriendo de alegría, se dirigió al grupo:
–¡Bajen! ¡Bajen! ¡Hay agua a patadas!
Bebieron todos. Después el perro. Luego refrescaron cabeza y cuello entre risas y carcajadas. Al fin empezaron a llenar la da majuana que vaciaron una, dos, tres veces en el radiador hasta que éste se enfrió completamente.
–Bueno –habló Rodríguez– ¡a bordo otra vez!
Cuando estuvieron arriba, "Leche con fideos" sintió un olor desagradable. Le preguntó al desconocido:
– ¿Usted no siente olor feo?
–Siento. Hace mucho rato que siento.
Intervino Rataplán:
–Es la carne. Hiede que se las pela...
Y entonces "Siete y tres diez" dejó caer esta observación:
– ¡Mire que la carne cuando hiede, hiede!

Habían andado media hora cuando divisaron una mancha negra violenta y prendida como un remiendo en el espacio dorado reverberante y como movido por una brisa que llegara desde abajo, del médano tendido.
– ¡Allá es" –Dijo Rodríguez.
Los de adentro iniciaron entonces un nuevo coro lleno de desmayos e interrupciones. Iban semi acostados en el piso. Solo el desconocido, tocando su trombón y haciendo sus variaciones llenas de gracia, se mantenía en pie.
Ahora sí. Habían llegado. Al borde del monte de eucaliptos y pinos se detuvo el camión.
–Hemos pasao de todo –comentó Rodríguez– ¡pero ahora van a ver lo que es el mar!
Tiró el saco y la camisa en el césped, hinchó el pecho cubierto de sudor y volvió a hablar:
– ¡Esto es vida!...
Miró el mar amorosamente y exclamó:
– ¡Es loco que está lindo!...
El último en bajar fue "Siete y tres diez". Apenas pudo hacerlo con el perro en brazos. Este, apenas tocó tierra, levantó la cabeza y como atacado súbitamente por alguna droga desconocida inició una carrera frenética hacia el mar. "Siete y tres diez" lo vio alejarse con estupor. Luego comprendió la razón de la fuga y salió tras de él gritando a todo pulmón:
– ¡No tomés de esa que es salada! ¡No tomés que es salada!... -repetía.
Y se fue tras el perro. Entre revolcón y otro, el rengo con su marcha despareja levantaba una nube de arena. Caía grotescamente mientras seguía gritando. Al fin el rengo y los gritos se perdieron tras el médano. Los del grupo reían a carcajadas. Rodríguez, ya dueño feliz de la inmensidad, lloraba de risa.
– ¡Ay, mi Dios –decía– esto es de más!... Es de más.
Después fueron todos a la cachimba a refrescarse y traer agua.
Ya ardía el fogón. El Vasco lavaba por quinta vez la carne descompuesta. Vieron entonces llegar al rengo con el perro en brazos. El animal aparecía hinchado, con la barriga como un odre, a punto de reventar.
–Parece un perro de goma –comentó el desconocido.
– ¿Lo trajiste para aprender a nadar? –preguntó Rodríguez.
Y empezaron otra vez a reír a carcajadas mientras el rengo miraba cariñosamente al perro tendido en la gramilla.
–No se asuste -consoló el desconocido a "Siete y tres diez" –el agua salada no mata... es un purgante.
Al rato llegó un hombre del lugar. Jinete en un caballo arenero de vasos como platos, venía a ofrecerse por si necesitaban alguna cosa.
Lo mandaron al boliche por caña y vino. Todos se sentían felices. Estaban en paz. Gozaban de aquella brisa que luego del viaje accidentado y ardiente resultaba deliciosa.
Con la excepción de una discusión entre "Siete y tres diez" y "Leche con fideos", que sostenía que la guerra de 1904 había empezado después que la de 1914, a la que puso fin Siete y tres diez" generosamente dándole la razón, todo marchó maravillosamente bien.

Habían almorzado. Habían sesteado. Tomaron mate, se refrescaron en la cachimba. Conversaron. Aprontaron el mate nuevamente.
Rodríguez, luego de hablar mucho del mar, se dirigió a la costa.
Estuvo allí un largo rato, callado, abstraído. Fumando en silencio, mirando a la distancia remota, siguiendo el vuelo de las gaviotas, viendo morir y renacer las olas interminables.
Los amigos lo veían allí, sentado, quieto, solo frente al mar y la tarde que expiraba ya.
– ¿Qué estará haciendo? –Preguntó "Siete y tres diez".
–Mirando el mar y nada más –dijo el desconocido.
–Sí. Pero con verlo una vez alcanza –terminó Rataplán.
Como sus amigos –los invitados para ver el mar– no venían, Rodríguez fue al fogón a buscarlos.
–Vamos... –dijo–. Los traje a ver el mar y ustedes están aquí, bajo los árboles... Árboles hay en todos lados.
Los otros no dijeron nada. Lo siguieron callados y pacientes.
–El mar –decía Rodríguez– es una cosa muy soberbia y bárbara... Para mí es un misterio que no me puedo explicar...
Los otros seguían callados tratando de saber a qué conclusiones quería llegar Rodríguez. Y tratando además de explicarse por qué éste les había hecho hacer aquel viaje para ver el mar. Cierto era que ellos nunca lo habían visto, pero bien se podía comprender sin verlo que el mar es el mar.
Ya estaban frente a aquella cosa soberbia, bárbara y misteriosa –según Rodríguez–, callados, esperando cada uno la voz del otro. Caía el sol.
– ¿Qué te parece? –preguntó Rodríguez a "Siete y tres diez", señalando con el brazo extendido hacia el poniente.
–Y...–respondió aquél– es pura agua... Más o menos como la tierra que es tierra... nada más que es agua...
Rodríguez sintió rabia y desilusión. ¿Aquélla era una contestación? ¿El y el mar merecían esta afrentosa respuesta?...
– ¿Y si es agua qué te voy a decir? ¿Qué es tierra? –terminó "Siete y tres diez".
El Vasco se había agachado. Apretaba y soltaba el puño levantando y dejando caer puñados de arena.
Rodríguez se dirigió a él:
– ¿Y a vos qué te parece?
El Vasco lo miró como si hablara en inglés.
– ¿El qué? –preguntó.
– ¿El qué? ¿Qué va a ser? ¡El mar!
El Vasco lentamente dijo lo siguiente:
– ¿El mar?... Lo más lindo que tiene es la arena... ¡No parece arena y es arena!
"Leche con fideos" estaba por allí. Rodríguez meneó la cabeza desilusionado. Con la vista lo interrogó:
– ¡Qué cantidad de agua! -dijo "Leche con fideos"-.
De lo que no me doy cuenta es para dónde corre...
Se acercó a Rataplán.
– ¿Qué decís, Rataplán –preguntó Rodríguez–, es grande o no es grande esto?
–Es –respondió y volvió a repetir– es. Pero no tiene barcos... Y para mí un mar sin barcos es como un campo sin árboles... ¿Entendés lo que te quiero decir?... Pintas un campo y si no le pones un rancho o un árbol no te representa nada...
Eso ya era algo. Rodríguez se consideró obligado a explicarle a aquel infeliz que no sabía nada del mar, algunas cosas del mar:
–Mirá: los barcos pasar por el canal. Como a dos leguas de aquí... Ahora mismo estará pasando alguno.
Rataplán trato de pararse en puntas de pie y miró en la dirección que señalaba Rodríguez.
–Yo no veo nada, dijo.
–No los ves porque la tierra es redonda...
Se disponía a seguir cuando Rataplán, con sorna, preguntó nuevamente:
– ¿Y el agua es redonda también?
Rodríguez no pudo más. Se dio vuelta e inició el camino de regreso hacia el campamento.
– ¡Que Dios me castigue –pensaba– si alguna vez traigo más animales de estos a ver el mar!
“ARTURO Y CLEMENTINA” Adela Turin, Nella Bosnia

Un hermoso día de primavera Arturo y Clementina, dos jóvenes y hermosas tortugas rubias se conocieron al borde de un estanque y aquella misma tarde descubrieron que estaban enamorados.
Clementina, alegre y despreocupada, hacía muchos proyectos para su vida futura mientras paseaban los dos a orillas del estanque y pescaban alguna cosilla para la cena.
Ya verás qué felices seremos. Viajaremos y descubriremos otros lagos y otras tortugas diferentes, y encontraremos otra clase de peces y otras plantas y flores en la orilla... ¡Será una vida estupenda! Iremos incluso al extranjero. ¿Sabes una cosa? Siempre he querido visitar Venecia...
Arturo (Sonriendo vagamente). Sí.
Pero los días transcurrían iguales al borde del estanque. Arturo había decidido pescar él solo para los dos y así Clementina podría descansar. Llegaba a la hora de comer con renacuajos y caracoles.
Arturo:- ¿Cómo estás, cariño? ¿Lo has pasado bien?
Clementina:- (Suspirando) ¡Me he aburrido mucho! ¡Todo el día sola esperándote!
ARTURO.- (Gritando indignado) ¡ABURRIDO! ¿Dices que te has aburrido? Busca algo que hacer. El mundo está lleno de ocupaciones interesantes. ¡Sólo se aburren los tontos!
A Clementina le daba mucha vergüenza ser tonta, y hubiera querido no aburrirse tanto, pero no podía evitarlo. Un día, cuando volvió Arturo...
CLEMENTINA.- Me gustaría tener una flauta. Aprendería a tocarla, inventaría canciones, y eso me entretendría.
ARTURO.- ¿TÚ? ¿Tocar la flauta tú? ¡Si ni siquiera distingues las notas! Eres incapaz de aprender. No tienes oído.
Aquella misma noche, Arturo compareció con un hermoso tocadiscos y lo ató bien a la casa de Clementina.
ARTURO.- Así no lo perderás. ¡Eres tan distraída...!
CLEMENTINA.- Gracias.
Pero aquella noche, antes de dormirse, estuvo pensando por qué tenía que llevar a cuestas aquel tocadiscos tan pesado en lugar de una flauta ligera, y si era verdad que no hubiera llegado a aprender las notas y que era distraída. Pero después, avergonzada, decidió que tenía que ser así, puesto que Arturo, tan inteligente, lo decía. Suspiró resignada y se durmió.
Durante unos días, Clementina escuchó el tocadiscos. Después se cansó. Era, de todos modos, un objeto bonito y se entretuvo limpiándolo y sacándole brillo; pero al poco tiempo volvió a aburrirse.
Un atardecer, mientras contemplaban las estrellas a orillas del estanque silencioso...
CLEMENTINA.- Sabes, Arturo, algunas veces veo unas flores tan bonitas, de colores tan extraños, que me dan ganas de llorar... Me gustaría tener una caja de acuarelas y poder pintarlas.
ARTURO.- (Riéndose) ¡Vaya idea ridícula! ¿Es que te crees una artista? ¡Qué bobada!
CLEMENTINA.- (Aparte) Vaya, ya he vuelto a decir una tontería. Tendré que andar con mucho cuidado o Arturo va a cansarse de tener una mujer tan estúpida...
Y se esforzó en hablar lo menos posible. Arturo se dio cuenta en seguida.
ARTURO.- (Aparte) Tengo una compañera aburrida de veras. No habla nunca y, cuando habla, no dice más que disparates.
Pero debía sentirse un poco culpable y, a los pocos días, se presentó con un paquetón.
ARTURO.- Mira, he encontrado a un amigo mío pintor y le he comprado un cuadro para ti. Estarás contenta, ¿no? Decías que el arte te interesa. Pues ahí lo tienes. Átatelo bien porque, con lo distraída que tú eres, ya veo que acabarás por perderlo.
La carga de Clementina aumentaba poco a poco. Un día se añadió un florero de Murano.
ARTURO.- ¿No decías que te gustaba Venecia? Tuyo es. Átalo bien para que no se te caiga. ¡Eres tan descuidada!
Otro día llegó una colección de pipas austriacas dentro de una vitrina. Después una enciclopedia...
CLEMENTINA.- (Suspirando) Si por lo menos supiera leer...
Llegó un momento en que fue necesario añadir un segundo piso. Con la casa de dos pisos a sus espaldas, ya no podía ni moverse. Arturo le llevaba la comida y esto le hacía sentirse importante.
ARTURO.- ¿Qué harías tú sin mí?
CLEMENTINA.- (Suspirando) Claro. ¿Qué haría yo sin ti?
Poco a poco la casa de dos pisos quedó también completamente llena. Pero ya casi tenían la solución: tres pisos más se añadieron ahora a la casa de Clementina que hacía ya mucho tiempo que se había convertido en un rascacielos.
Una mañana de primavera decidió que aquella vida no podía seguir más tiempo. Salió sigilosamente de la casa y se dio un paseo: fue muy hermoso, pero muy corto. Arturo volvía a casa para el almuerzo y debía encontrarla esperándole. Como siempre.
Pero, poco a poco el paseíto se convirtió enana costumbre y Clementina se sentía cada vez más satisfecha de su nueva vida. Arturo no sabía nada, pero sospechaba que ocurría algo.
ARTURO.- ¿De qué demonios te ríes? Pareces tonta.
Pero Clementina esta vez no se preocupó en absoluto. Ahora salía de casa en cuanto Arturo volvía la espalda y él la encontraba cada vez más extraña, y encontraba la casa cada vez más desordenada. Pero Clementina empezaba a ser verdaderamente feliz y las regañinas de Arturo ya no le importaban.
Y un día Arturo encontró la casa vacía. Se enfadó muchísimo y no entendió nada. Años más tarde seguía contándoles lo mismo a sus amigos.
ARTURO.- Realmente era una ingrata la tal Clementina. No le faltaba de nada. ¡Veinticinco pisos tenían su casa, y todos llenos de tesoros!
Las tortugas viven muchísimos años y es posible que Clementina siga viajando feliz por el mundo. Es posible que toque la flauta y haga hermosas acuarelas de plantas y flores. Si encuentras una tortuga sin casa, intenta llamarla: ¡Clementina! ¡Clementina! Y si te contesta, seguro que es ella.
“La nube avariciosa”:
(Pedro Pablo Sacristán)
Erase una vez una nube que vivía sobre un país muy bello. Un día, vio pasar otra nube mucho más grande y sintió tanta envidia, que decidió que para ser más grande nunca más daría su agua a nadie, y nunca más llovería.
Efectivamente, la nube fue creciendo, al tiempo que su país se secaba. Primero se secaron los ríos, luego se fueron las personas, después los animales, y finalmente las plantas, hasta que aquel país se convirtió en un desierto. A la nube no le importó mucho, pero no se dio cuenta de que al estar sobre un desierto, ya no había ningún sitio de donde sacar agua para seguir creciendo, y lentamente, la nube empezó a perder tamaño, sin poder hacer nada para evitarlo.
La nube comprendió entonces su error, y que su avaricia y egoísmo serían la causa de su desaparición, pero justo antes de evaporarse, cuando sólo quedaba de ella un suspiro de algodón, apareció una suave brisa. La nube era tan pequeña y pesaba tan poco, que el viento la llevó consigo mucho tiempo hasta llegar a un país lejano, precioso, donde volvió a recuperar su tamaño.
Y aprendida la lección, siguió siendo una nube pequeña y modesta, pero dejaba lluvias tan generosas y cuidadas, que aquel país se convirtió en el más verde, más bonito y con más arcoíris del mundo

HACE FRÍO: “Teresa del Valle Drube”

El invierno es un viejito que tiene una barba blanca, llena de escarcha que le cuelga hasta el suelo. Donde camina deja un rastro de hielo que va tapando todo. A veces trae más frío que de costumbre, como cuando sucedió esta historia:
Hacía tanto, pero tanto frío, que los árboles parecían arbolitos de Navidad adornados con algodón. En uno de esos árboles vivían los Ardilla con sus cinco hijitos. Papá y mamá habían juntado muchas ramitas suaves, plumas y hojas para armar un nido calientito para sus bebés, que nacerían en invierno. Además, habían guardado tanta comida que podían pasar la temporada de frío como a ellos les gustaba: durmiendo abrazaditos hasta que llegara la primavera. Un día, la nieve caía en suaves copos que parecían maripositas blancas danzando a la vez que se amontonaban sobre las ramas de los árboles y sobre el piso, y todo el bosque parecía un gran cucurucho de helado de crema en medio del silencio y la paz. ¡Brrrmmm!

Y entonces, un horrible ruido despertó a los que hibernaban: ¡una máquina inmensa avanzaba destrozando las plantas, volteando los árboles y dejando sin casa y sin abrigo a los animalitos que despertaban aterrados y corrían hacia cualquier lado, tratando de salvar a sus hijitos! Papá Ardilla abrió la puerta de su nido y vio el terror de sus vecinos. No quería que sus hijitos se asustaran, así que volvió a cerrar y se puso a roncar. Sus ronquidos eran más fuertes que el tronar de la máquina y sus bebés no despertaron.

Mamá Ardilla le preguntó, preocupada: "¿qué pasa afuera?" "NO te aflijas y sigue durmiendo, que nuestro árbol es el más grande y fuerte del bosque y no nos va a pasar nada".
Pero Mamá Ardilla no podía quedarse tranquila sabiendo que sus vecinos tenían dificultades. Insistió: "Debemos ayudar a nuestros amigos: tenemos espacio y comida para compartir con los que más lo necesiten. ¿Para qué vamos a guardar tanto, mientras ellos pierden a sus familias por no tener nada?" Papá Ardilla dejó de roncar; miró a sus hijitos durmiendo calientitos y gordos y a Mamá Ardilla. Se paró en su cama de hojas y le dio un beso grande en la nariz a la dulce Mamá Ardilla y ¡corrió a ayudar a sus vecinos! En un ratito, el inmenso roble del bosque estaba lleno de animalitos que se refugiaron felices en él. El calor de todos hizo que se derritiera la nieve acumulada sobre las ramas y se llenara de flores. ¡Parecía que había llegado la primavera en medio del invierno! Los pajaritos cantaron felices: ahora tenían dónde guardar a sus pichoncitos, protegidos de la nieve y del frío.

Así, gracias a la ayuda de los Ardilla se salvaron todas las familias de sus vecinos y vivieron contentos. Durmieron todos abrazaditos hasta que llegara en serio la primavera, el aire estuviera calientito, y hubiera comida y agua en abundancia.

“EL LAGARTO ESTÁ LLORANDO”
(FEDERICO GARCÍA LORCA)

El lagarto está llorando.
La lagarta está llorando.

El lagarto y la lagarta
con delantalitos blancos.

Han perdido sin querer
su anillo de desposados.

¡Ay, su anillito de plomo,
ay, su anillito plomado!

Un cielo grande y sin gente
monta en su globo a los pájaros.

El sol, capitán redondo,
lleva un chaleco de raso.

¡Miradlos qué viejos son!
¡Qué viejos son los lagartos!

¡Ay cómo lloran y lloran,
¡ay!, ¡ay!, cómo están llorando!

“CARICIA”:
(CARMEN CONDE)

Madre, madre, tú me besas,
pero yo te beso más,
y el enjambre de mis besos
no te deja ni mirar...

Si la abeja se entra al lirio,
no se siente su aletear.
Cuando escondes a tu hijito
ni se le oye respirar...

Yo te miro, yo te miro
sin cansarme de mirar,
y qué lindo niño veo
a tus ojos asomar...

El estanque copia todo
lo que tú mirando estás;
pero tú en las niñas tienes
a tu hijo y nada más.

Los ojitos que me diste
me los tengo que gastar
en seguirte por los valles,
por el cielo y por el mar...

“CAJA DE SUEÑOS”
(Blanca N. García González)
Ha llegado el tiempo de dormir,
he lavado mis dientes,
tengo mi ropita verde gris,
voy a rezar mis oraciones
para abrir la caja de los sueños,
donde de ese reino
los niños somos los dueños.

Y viajando por ese mundo eterno
que forja naves de ilusiones,
los niños somos valientes,
luchando con grandes dragones,
siendo rescatadas las niñas
por su príncipe encantado,
o tal vez de vacaciones
en algún lugar dorado.

Caja de sueños amiga,
anhelo abrirte en las noches,
donde me pierdo y me encuentro
rodeado de mil emociones.
“EN MEDIO DEL PUERTO”:
(Antonio García Tejeiro)
En medio del puerto,
Con velas y flores,
Navega un velero,
De muchos colores.

Diviso a una niña,
Sentada en la popa:
Su cara es de lino,
De fresa, su boca.

Por más que la miro,
Y sigo mirando,
No sé si sus ojos
Son verdes o pardos.


En medio del puerto,
Con velas y flores,
Se aleja un velero
De muchos colores.

“IBA TOCANDO MI FLAUTA”:

(Juan Ramón Jiménez)

Iba tocando mi flauta
a lo largo de la orilla;
y la orilla era un reguero
de amarillas margaritas.

El campo acristalaba
tras el temblor de la brisa;
para escucharme mejor
el agua se detenía.

Notas van y notas vienen,
la tarde fragante y lírica
iba, a compás de mi música,
dorando sus fantasías,

y a mi alrededor volaba,
en el agua y en la brisa,
un enjambre doble de
mariposas amarillas.

La ladera era de miel,
de oro encendido la viña,
de oro vago el raso leve
del jaral de flores níveas;

allá donde el claro arroyo
da en el río, se entreabría
un ocaso de esplendores
sobre el agua vespertina...

Mi flauta con sol lloraba
a lo largo de la orilla;
atrás quedaba un reguero
de amarillas margaritas...

Cuentos y poemas. Antología. Nadia Zamora. 2°

“El cuento de las herramientas”
En un pequeño pueblo, existía una diminuta carpintería famosa por los muebeles que allí se fabricaban. Cierto día las herramientas decidieron reunirse en asamblea para dirimir sus diferencias. Una vez estuvieron todas reunidas, el martillo, en su calidad de presidente tomó la palabra.
-Queridos compañerros, ya estamos constituidos en asamblea. ¿Cuál es el problema?. -Tienes que dimitir- exclamaron muchas voces.
-¿Cuál es la razón? – inquirió el martillo. -¡Haces demasiado ruido!- se oyo al fondo de la sala, al tiempo que las demás afirmaban con sus gestos. -Además -agregó otra herramienta-, te pasas el día golpeando todo.
El martillo se sintió triste y frustrado. _Está bien, me iré si eso es lo que quereis. ¿Quién se propone como presidente?.
-Yo, se autoproclamó el tornillo -De eso nada -gritaron varias herramientas-.Sólo sirves si das muchas vueltas y eso nos retrasa todo.
-Seré yo -exclamó la lija- -¡Jamás!-protesto la mayoría-. Eres muy aspera y siempre tienes fricciones con los demás.
-¡Yo seré el próximo presidente! -anuncio el metro. -De ninguna manera, te pasas el día midiendo a los demás como si tus medidas fueran las únicas válidas – dijo una pequeña herramienta.
En esa discusión estaban enfrascados cuando entró el carpintero y se puso a trabajar. Utilizó todas y cada una de las herramientas en el momento oportuno. Después de unas horas de trabajo, los trozos de madera apilados en el suelo fueron convertidos en un precioso mueble listo para entregar al cliente. El carpintero se levanto, observo el mueble y sonrió al ver lo bien que había quedado. Se quitó el delantal de trabajo y salió de la carpintería.
De inmediato la Asamblea volvió a reunirse y el alicate tomo la palabra: “Queridos compañeros, es evidente que todos tenemos defectos pero acabamos de ver que nuestras cualidades hacen posible que se puedan hacer muebles tan maravillosos como éste”. Las herramientas se miraron unas a otras sin decir nada y el alicate continuo: “son nuestras cualidades y no nuestros defectos las que nos hacen valiosas. El martillo es fuerte y eso nos hace unir muchas piezas. El tornillo también une y da fuerza allí donde no actua el martillo. La lija lima aquello que es áspero y pule la superficie. El metro es preciso y exacto, nos permite no equivocar las medidas que nos han encargado. Y así podría continuar con cada una de vosotras.
Después de aquellas palabras todas las herramientas se dieron cuenta que sólo el trabajo en equipo les hacia realmente útiles y que debían de fijarse en las virtudes de cada una para conseguir el éxito.

Extraído de: “Cuentos que mi jefe nunca me contó” , Juan Mateo


La Princesa y el Sapo

Había una vez una princesa que era muy pero muy soñadora. Siempre estaba en las nubes. Y nadie la bajaba de ahí, y algunas veces hablaba sola y otras veces pensaba que capaz que algún día sus sueños se harían realidad.

Pero no siempre los sueños se hacen realidad, un día le pasó lo más extraño se encontró con un sapo que hablaba.
-¡No te acerques!- Le dijo ella
y el le dijo - ¡No te asustes, no voy a hacerte nada! Solo soy un sapo que habla-
¿Qué quieres?, dijo ella.
Y el le dijo -Quiero un beso tuyo para volver a ser humano.
-¡No, que asco no puedo besar a un sapo!-dijo ella.
¿Por qué? Si en realidad yo soy un príncipe, dice el sapo.
-No, no te creo. Cómo un sapo como vos va a ser un príncipe.
-¿Qué no crees en la magia?-dijo el sapo.
Sí, dijo ella.
Y el dijo - entonces bésame -
Y ella dijo - está bien - y lo besó.
En ese momento algo pasó, el sapo se convirtió en un apuesto príncipe. Y ella dijo -¡Entonces era verdad!

Muy pronto se casaron y vivieron felices por siempre...
Autora - Melani Lescano

La Gallina Colorada

Había una vez una gallina colorada que picoteaba la tierra cuando encontró unos granos de trigo. Llamó a sus compañeros, el pato, el gato y el perro, y les preguntó:
- ¿Quién va a plantar el trigo?
- Yo no- dijo el pato.
- Yo no- dijo el gato.
- Yo no- dijo el perro.
- Muy bien- dijo la gallina colorada-, entonces lo hago yo, clo clo. Sembró los granos de trigo, y después de un tiempo los granos crecieron y maduraron. La gallina cortó las espigas de trigo y volvió a preguntar:
-¿Quién va a llevar el trigo al molino para que lo muelan y hagan harina?
- Yo no- dijo el pato.
- Yo no- dijo el gato.
- Yo no- dijo el perro.
- Muy bien, entonces lo hago yo, clo clo- dijo la gallina colorada. Y llevó el trigo al molino. Cuando el trigo se convirtió en harina, preguntó:
-¿Quién va a amasar el pan con la harina?
- Yo no- dijo el pato.
- Yo no- dijo el gato.
- Yo no- dijo el perro.
- Muy bien, entonces lo hago yo, clo clo- dijo la gallina colorada, mientras ponía en el horno un hermoso trozo de masa después preguntó:
-¿Quién va a comer este pan?
- Yo- dijo el pato.
- Yo- dijo el gato.
- Yo- dijo el perro.
- No, no, no lo van a comer- dijo la gallina colorada. Lo vamos a comer mis pollitos y yo, clo clo.

CUENTOS TRADICIONALES


LA GUERRA DE LOS YACARÉS

En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían pescados, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.
Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido ruido. Prestó oídos y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.
-¡Despiértate!-le dijo-. Hay peligro.
-¿Qué cosa?-respondió el otro, alarmado.
-No sé-contestó el yacaré que se había despertado primero-. Siento un ruido desconocido.
El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la cola levantada.
Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía. Pronto vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas-chas en el río como si golpearan el agua muy lejos.
Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quien no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de repente:
-¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua cae para atrás.
Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:
-¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!
Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.
-¡No tengan miedo!-les gritó-. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo!
Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida volvieron a asustarse, porque el humo gris se cambió de repente en humo negro, y todos sintieron bien fuerte ahora el chas-chas-chas en el agua. Los yacarés, espantados, se hundieron en el río, dejando solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron pasar delante de ellos aquella cosa inmensa, llena de humo y golpeando el agua, que era un vapor de ruedas que navegaba por primera vez por aquel río.
El vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fueron saliendo del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque los había engañado, diciéndoles que eso era una ballena.
-¡Eso no es una ballena!-le gritaron en las orejas, porque era un poco sordo-. ¿Qué es eso que pasó?
El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y que los yacarés se iban a morir todo si el buque seguía pasando.
Pero los yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el viejo se había vuelto loco. ¿Por qué se iban a morir ellos si el vapor seguía pasando? Estaba bien loco, el pobre yacaré viejo!
Y como tenían hambre se pusieron a buscar pescados.
Pero no había ni un pescado. No encontraron un solo pescado. Todos se habían ido, asustados por el ruido del vapor. No había más pescados.
-¿No les decía yo?-dijo entonces el viejo yacaré-. Ya no tenemos nada que comer. Todos los pescados se ha ido. Esperemos hasta mañana. Puede ser que el vapor no vuelva más, y los pescados volverán cuando no tengan más miedo.
Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron pasar de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo que oscurecía el cielo.
-Bueno-dijeron entonces los yacarés-; el buque pasó ayer, pasó hoy, y pasará mañana. Ya no habrá más pescados ni bichos que vengan a tomar agua, y nos moriremos de hambre. Hagamos entonces un dique.
-Sí, un dique! Un dique!-gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la orilla-. Hagamos un dique!
En seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y echaron abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y quebrachos, porque tienen la madera muy dura... Los cortaron con la especie de serrucho que los yacarés tienen encima de la cola; los empujaron hasta el agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a un metro uno del otro. Ningún buque podía pasar por allí, ni grande ni chico. Estaban seguros de que nadie vendría a espantar los pescados. Y como estaban muy cansados, se acostaron a dormir en la playa.
Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chas-chas-chas del vapor. Todos oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿Qué les importaba el buque? Podía hacer todo el ruido que quisiera, por allí no iba a pasar.
En efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. Los hombres que iban adentro miraron con anteojos aquella cosa atravesada en el río y mandaron un bote a ver qué era aquello que les impedía pasar. Entonces los yacarés se levantaron y fueron al dique, y miraron por entre los palos, riéndose del chasco que se había llevado el vapor.
El bote se acercó, vio el formidable dique que habían levantado los yacarés y se volvió al vapor. Pero después volvió otra vez al dique, y los hombres del bote gritaron:
-¡Eh, yacarés!
-¡Qué hay!-respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los troncos del dique.
-¡Nos esta estorbando eso!-continuaron los hombres.
-¡Ya lo sabemos!
-¡No podemos pasar!
-¡Es lo que queremos!
-¡Saquen el dique!
-¡No lo sacamos!
Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron después:
-¡Yacarés!
-¿Qué hay?-contestaron ellos.
-¿No lo sacan?
-¡No!
-¡Hasta mañana, entonces!
-¡Hasta cuando quieran!
Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contentos, daban tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí y siempre, siempre, habría pescados.
Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el buque, quedaron mudos de asombro: ya no era el mismo buque. Era otro, un buque de color ratón, mucho más grande que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ése? ¿Ese también quería pasar? No iba a pasar, no. ¡Ni ése, ni otro, ni ningún otro!
-¡No, no va a pasar!-gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada cual a su puesto entre los troncos.
El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro bajó un bote que se acercó al dique.
Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:
-¡Eh, yacarés!
-¡Qué hay! -respondieron éstos.
-¿No sacan el dique?
-No.
-¿No?
-¡No!
-Está bien-dijo el oficial-. Entonces lo vamos a echar a pique a cañonazos.
-¡Echen!-contestaron los yacarés.
Y el bote regresó al buque.
Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un acorazado, con terribles cañones. El viejo yacaré sabio, que había ido una vez hasta el mar, se acordó de repente y apenas tuvo tiempo de gritar a los otros yacarés:
-¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado! ¡Escóndanse!
Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron hacia la orilla, donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente fuera del agua. En ese mismo momento, del buque salió una gran nube blanca de humo, sonó un terrible estampido, y una enorme bala de cañón cayó en pleno dique, justo en el medio. Dos o tres troncos volaron hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala, y otra y otra más, y cada una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de dique, hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni una astilla, ni una cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los yacarés, hundidos en el agua, con los ojos y la nariz solamente afuera, vieron pasar el buque de guerra, silbando a toda fuerza.
Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:
-Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.
Y en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con troncos inmensos. Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y estaban durmiendo todavía al día siguiente cuando el buque de guerra llegó otra vez, y el bote se acercó al dique.
-¡Eh, yacarés!-gritó el oficial.
-¡Qué hay!-respondieron los yacarés.
-¡Saquen ese otro dique!
-¡No lo sacamos!
-¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!
-¡Deshagan... si pueden!
-¡Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo dique no podría ser deshecho ni por todos los cañones del mundo.
Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con un horrible estampido la bala reventó en el medio del dique, porque esta vez habían tirado con granada. La granada reventó contra los troncos, hizo saltar, despedazó, redujo a astillas las enormes vigas. La segunda reventó al lado de la primera y otro pedazo de dique voló por el aire. Y así fueron deshaciendo el dique. Y no quedó nada del dique; nada, nada. El buque de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y los hombres les hacían burlas tapándose la boca.
-Bueno-dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua-. Vamos a morir todos, porque el buque va a pasar siempre y los pescados no volverán.
Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.
El viejo yacaré dijo entonces:
-Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí. Yo hice el viaje con él cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. El vio un combate entre dos buques de guerra, y trajo hasta aquí un torpedo que no reventó. Vamos a pedírselo, y aunque está muy enojado con nosotros los yacarés, tiene buen corazón y no querrá que muramos todos.
El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían comido a un sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más relaciones con los yacarés. Pero a pesar de todo fueron corriendo a ver al Surubí, que vivía en una gruta grandísima en la orilla del río Paraná, y que dormía siempre al lado de su torpedo. Hay surubíes que tienen hasta dos metros de largo y el dueño del torpedo era uno de éstos.
-¡Eh, Surubí!-gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin atreverse a entrar por aquel asunto del sobrinito.
-¿Quién me llama?-contestó el Surubí.
-¡Somos nosotros, los yacarés!
-¡No tengo ni quiero tener relación con ustedes -respondió el Surubí, de mal humor.
Entonces el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y dijo:
-¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el viaje hasta el mar!
Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.
-¡Ah, no te había conocido!-le dijo cariñosamente a su viejo amigo-. ¿Qué quieres?
-Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por nuestro río y espanta a los pescados. Es un buque de guerra, un acorazado. Hicimos un dique, y lo echó a pique. Hicimos otro y lo echó también a pique. Los pescados se han ido, y nos moriremos de hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a él.
El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:
-Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo que hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el torpedo?
Ninguno sabía, y todos callaron.
-Está bien-dijo el Surubí, con orgullo-, yo lo haré reventar. Yo sé hacer eso.
Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de la cola de uno al cuello del otro; de la cola de éste al cuello de aquél, formando así una larga cadena de yacarés que tenía más de una cuadra. El inmenso Surubí empujó al torpedo hacia la corriente y se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para que flotara. Y como las lianas con que estaban atados los yacarés uno detrás de otro se habían concluido, el Surubí se prendió con los dientes de la cola del último yacaré, y así emprendieron la marcha. El Surubí sostenía el torpedo, y los yacarés tiraban corriendo por la costa. Subían, bajaban, saltaban por sobre las piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que levantaba olas como un buque por la velocidad de la corrida. Pero a la mañana siguiente, bien temprano, llegaban al lugar donde habían construido su último dique, y comenzaron en seguida otro, pero mucho más fuerte que los anteriores, porque por consejo del Surubí colocaron los troncos bien juntos, uno al lado del otro. Era un dique realmente formidable.
Hacía apenas una hora que acababan de colocar el último tronco del dique, cuando el buque de guerra apareció otra vez, y el bote con el oficial y ocho marineros se acercó de nuevo al dique. Los yacarés se treparon entonces por los troncos y asomaron la cabeza del otro lado.
-¡Eh, yacarés!-gritó el oficial.
-¡Qué hay!-respondieron los yacarés.
-¿Otra vez el dique?
-¡Sí, otra vez!
-¡Saquen ese dique!
-¡Nunca!
-¿No lo sacan?
-¡No!
-¡Bueno; entonces, oigan-dijo el oficial-: Vamos a deshacer este dique, y para que no quieran hacer otro los vamos a deshacer después a ustedes, a cañonazos. No va a quedar ni uno solo vivo-ni grandes, ni chicos, ni gordos, ni flacos ni jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo yacaré que veo allí, y que no tiene sino dos dientes en los costados de la boca.
El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba, le dijo:
-Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos. ¿Pero usted sabe qué van a comer mañana estos dientes?-añadió, abriendo su inmensa boca.
-¿Qué van a comer, a ver?-respondieron los marineros.
-A ese oficialito-dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.
Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en medio del dique, ordenando a cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado y lo hundieran en el agua hasta que él les avisara. Así lo hicieron. En seguida, los demás yacarés se hundieron a su vez cerca de la orilla, dejando únicamente la nariz y los ojos fuera del agua. El Surubí se hundió al lado de su torpedo.
De repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer cañonazo contra el dique. La granada reventó justo en el centro del dique, e hizo volar en mil pedazos diez o doce troncos.
Pero el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero en el dique, gritó a los yacarés que estaban bajo el agua sujetando el torpedo:
-Suelten el torpedo, ligero, suelten!
Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.
En menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntando con un solo ojo, y poniendo en movimiento el mecanismo del torpedo, lo lanzó contra el buque.
¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo cañonazo y la granada iba a reventar entre los palos, haciendo saltar en astillas otro pedazo del dique.
Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombres que estaban en él lo vieron: es decir, vieron el remolino que hace en el agua un torpedo. Dieron todos unos grandes gritos de miedo y quisieron mover el acorazado para que el torpedo no lo tocara.
Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el centro, y reventó.
No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el torpedo. Reventó, y partió el buque en quince mil pedazos; lanzó por el aire, a cuadras y cuadras de distancia, chimeneas, máquinas, cañones, lanchas, todo.
Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al dique. Desde allí vieron pasar por el agujero abierto por la granada a los hombres muertos, heridos y algunos vivos que la corriente del río arrastraba.
Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos lados del boquete y cuando los hombres pasaban por allí, se burlaban tapándose la boca con las patas.
No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo cuando pasó uno que tenía galones de oro en el traje y que estaba vivo, el viejo yacaré se lanzó de un salto al agua, y ¡tac! en dos golpes de boca se lo comió.
-¿Quién es ése?-preguntó un yacarecito ignorante.
-Es el oficial-le respondió el Surubí-. Mi viejo amigo le había prometido que lo iba a comer, y se lo ha comido.
Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya, puesto que ningún buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que se había enamorado del cinturón y los cordones del oficial, pidió que se los regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los dientes al viejo yacaré, pues habían quedado enredados allí. El Surubí se puso el cinturón, abrochándolo por bajo las aletas, y del extremo de sus grandes bigotes prendió los cordones de la espada. Como la piel del Surubí es muy bonita, y las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora, el Surubí nado una hora pasando y repasando ante los yacarés, que lo admiraban con la boca abierta.
Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron las gracias infinidad de veces. Volvieron después a su paraje. Los pescados volvieron también, los yacarés vivieron y viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin a ver pasar vapores y buques que llevan naranjas.
Pero no quieren saber nada de buques de guerra.

Autor: Horacio Quiroga

“Canario Viejo"

Cuando Toledo embarcó en "Las Palmas" traía "lo puesto".-Llevás poco, le dijo el padre. Y él contestó:-Con menos me van a enterrar. Lo puesto y en el bolsillo del saco unas pesetas y un trozo de lino "sin pecar' que guardaba un poco de levadura.-De esta levadura han comido todos los Toledos, le dijo la madre.-Sí, dijo el padre, llevás con ella tierra y sudor del primer Toledo. Bien sabía él esto. Cuando un hijo se casaba los padres le entregaban un poco de aquella masa. La novia traía luego una porción igual. El más viejo de la familia las unía juntando así la sangre y el sudor y la tierra de dos estirpes.
Aquí formó chacra, se casó, crió hijos y le nacieron nietos. La chacra fue punteándose dc ranchos. Se agrandaban rastrojos, caminaban los arados mordiendo estancias. Los Toledos desbordaban los viejos límites paternos, invadiendo lentamente los campos vírgenes. De la vieja levadura que cruzó el mar se desprendían trozos bautizando ranchos nuevos. Antes que las novias llegaban aquellos trozos. Luego venían ellas con el suyo para que Toledo viejo juntara los pedazos.Era un casamiento que ejecutaba Toledo antes que el cura y el juez realizaran la ceremonia nupcial. Toledo sentenciaba dirigiéndose al hijo o al nieto en trance de formar familia:-Ahora ya tenés todo: novia, rancho y semilla de pan...
No trabajaba casi, ahora. Pero los ritos agrados los realizaba él. La primera arada, a veces unos pocos metros -"la cabeza de la Melga"- la abría él. Siempre el día que moría Dios. Luego tiraba unas semillas el día de la resurrección, a las diez de la mañana, encomendando ¡a siembra al resucitado.Cuando él vuelva a la tierra ya se encuentra con ellas, decía...Después se iban al rancho viejo -el primero que se levantó en el campo- y daban cuenta de lechones, patos y tortas "rellenas de cuanta cosa hay".Las familias iban agrandando aquella chacra enorme. El solía subir por las escaleras rústicas de varejones tortuosos acostadas en los pajeros, a mirar los ranchos distantes que antes que la tierra empezaban a levantar humo en los amaneceres de otoño. Tenía la cabeza blanca. Los mechones de cabello medio amarillos del humazo desbordaban la vincha de cinco dedos de ancho, derramándose hasta tocar los hombros.-Parece mentira!- pensaba...- ¡Lo que sale de un solo hombre!...
Una mañana aparecieron el Juez de Paz y el Comisario. Toledo se asombró. Nunca habían llegado allí "las autoridades". En sus ranchos nunca hubo muertes por desangre. Saludaron los hombres. Toledo estaba ceñudo, convencido que estaba asistiendo a un hecho capaz de cambiar vidas y destinos.-No les mando dentrar -dijo- porque adentro está la familia...Esperaba una revelación terrible como un rayo. Que le tocara a él nomás entonces.-Queremos hablar con don Juan Pedro, dijo el Juez.-Yo soy el padre, respondió Toledo.-Sí... Sí. Pero Juan Pedro tiene cincuenta años, sonrió el Juez...-Pero yo tengo más...
Cuando vino Juan Pedro le dieron la noticia terrible:-Tiene que mandar los hijos a la escuela... Es una ley...-Nosotros, dijo Toledo viejo, no queremos saber escribir...-Es una ley...Si no iban los irían a buscar con la policía. Todos los niños tenían que ir a la escuela. Toledo viejo, abrumado por aquella orden, entró a los ranchos.
Ahora ya no gozaba de aquellos amaneceres con voces y silbidos de los nietos. Sólo tenían presencia en el campo despierto, los pájaros y las nieblas que se elevaban luego de los rocíos, como nubes muertas sobre la tierra caliente, llamadas por el sol, y los bueyes que iban saliendo de los pajeros tibios levantando ellos también vahos azules por los hocicos calientes. Empezaban a salir de los ranchos los nietos con sus guardapolvos blancos y se llevaban la mañana con ellos. Toledo no podía ver este éxodo de los niños y se arrimaba a ''las casas".
Todos los días compraban rollos de alambre de púa para atajar las boyadas ociosas. Antes las pastoreaban los niños en el borde mismo de los bancales de trigo. Toledo sentado frente a los tartagales viajaba por la historia de todas las familias vecinas.Todas sin excepción habían mandado sus hijos a la escuela. Todos habían visto deshacerse hábitos, costumbres. A algunas se les iban los hijos al pueblo cansados de ser chacareros. Las muchachas se casaban con los mercachifles o los peluqueros de los almacenes.-Chacra donde entra la escuela se la lleva el diablo, sentenciaba. Ni siquiera podía desahogarse con los hijos.-Pero tata, decía Juan Pedro, dir a la escuela no es morirse...El viejo salía otra vez. Caminaba. Ya no tenía el pierde-tiempo feliz del nieterío...
Aquella mañana vio una cosa que le asombró. Por el trillo se acercaba la jardinera del panadero. Los caballos con arreos punteados de bronce reluciente, los cascabeles de los collares reventando flores de luz con el sol de la mañana, se acercaba despertando la chacra en silencio tras la partida de los niños.-¿Y esto?, preguntó a Juan Pedro.-Semos menos a trabajar... La mujer está cansada de amasar.. -Pero, dijo Toledo, ¿vas a dejar morir la levadura? Juan Pedro no pareció entender.-Y... respondió, cuando queremos amasar se la compramos al hombre...A los pocos días deshicieron el horno.
Toledo empezó a andar como perdido. A veces llegaba a almorzar cuando los otros terminaban. No conversaba casi. Fumaba y fumaba alejado de las casas, recostado a los pajeros distantes.-Se nos va a morir de cismar, dijo Juan Pedro.
Y de cismar se murió.

Autor: Juan José Morosoli

Cinco peomas

La muralla

Para hacer esta muralla,
tráiganme todas las manos:
Los negros, sus manos negras,
los blancos, sus blancas manos.
Ay,
una muralla que vaya
desde la playa hasta el monte,
desde el monte hasta la playa, bien,
allá sobre el horizonte.

— ¡Tun, tun!
— ¿Quién es?
—Una rosa y un clavel...
— ¡Abre la muralla!
— ¡Tun, tun!
— ¿Quién es?
—El sable del coronel...
— ¡Cierra la muralla!
— ¡Tun, tun!
— ¿Quién es?
—La paloma y el laurel...
— ¡Abre la muralla!
— ¡Tun, tun!
— ¿Quién es?
—El alacrán y el ciempiés...
— ¡Cierra la muralla!

Al corazón del amigo,
abre la muralla;
al veneno y al puñal,
cierra la muralla;
al mirto y la yerbabuena,
abre la muralla;
al diente de la serpiente,
cierra la muralla;
al ruiseñor en la flor,
abre la muralla...

Alcemos una muralla
juntando todas las manos;
los negros, sus manos negras,
los blancos, sus blancas manos.
Una muralla que vaya
desde la playa hasta el monte,
desde el monte hasta la playa, bien,
allá sobre el horizonte...



Autor: Nicolás Guillén





En un trozo de papel

En un trozo de papel
con un simple lapicero
yo tracé una escalerita,
tachonada de luceros.

Hermosas estrellas de oro.
De plata no había ninguna.
Yo quería una escalera
para subir a la Luna.

Para a subir a la Luna
y secarle sus ojitos,
no me valen los luceros,
como humildes peldañitos.

¿Será porque son dorados
en un cielo azul añil?
Sólo sé que no me sirven
para llegar hasta allí.

Estrellitas y luceros,
pintados con mucho amor,
¡quiero subir a la Luna
y llenarla de color!


Autor: Poemas Infantiles






Romance del reloj de piedra

Orillas del Uruguay
una piedra encontré hoy
aplastada, redondita,
y de encendido color:
pequeña obra maestra
de agua, de viento -y de sol.
Y decidí recogerla
y usarla como reloj.
El mismo peso me hace
que la máquina mejor,
la compañía es idéntica
y guarda el mismo calor.
Lo miro de vez en cuando,
y es tan grande la ilusión,
que veo unas manecillas
y los signos de rigor.
Al que pregunta la hora
se la invento y se la doy.
Me equivoco por minutos,
que no es equivocación,
que el tiempo no está en esferas
sino a nuestro alrededor:
en la orla de una nube,
en el cáliz de una flor,
en nuestras entrañas mismas,
en algo como un temblor.
Le doy cuerda al acostarme
y con toda precaución,
entre libros y anteojos
lo pongo en el velador
y antes de dormir parece
que escucho cierto rumor.
No sé si son los segundos,
esa arenilla veloz,
o acaso la vocecilla
del río que lo pulió.
Ante mi reloj de piedra
no tengo más que un temor:
si se me llega a romper,
¿a qué relojero voy?
Sólo pueden componerlo
ojos y dedos de Dios.

Autor: Baldomero Fernández Moreno


¡Mira un taxi!
Aplasta
Llevo cinco días esperando un taxi
Y mi novia espera a que llegue yo.
Tengo que explicarle este retrasito
Y si no me cree, yo me muero de dolor.
Taxi… mi novia e espera,
taxi… venga por favor,
taxi… pierdo la paciencia.
Taxi… yo me muero de amor.
Le prometo si me lleva usted volando
La propina será un saco de cart.
Taxi… mi novia me espera,
Taxi… venga por favor,
Taxi… pierdo la paciencia.
Taxi… yo me muero de amor.

Autor: Mario Barceló



Testamento de miércoles

Aclaro que éste no es un testamento
de esos que se usan como colofón de vida
es un testamento mucho más sencillo
tan solo para el fin de la jornada

o sea que lego para mañana jueves
las preocupaciones que me legara el martes
levemente alteradas por dos digestiones
las usuales noticias del cono sur
y la nube de mosquitos casi vampiros

lego mis catorce estornudos del mediodía
una carta a mi mujer en la que falta la posdata
el final de una novela que a duras penas leo
las siete sonrisas de cinco muchachas
ya que hubo una que me brindó tres
y el ceño fruncido de un señor
que no conozco ni aspiro a conocer

lego un colorido ajedrez moscovita
una computadora japonesa sin pilas
y la buena radio en que está sonando
el español grisáceo de la bibicí
ah la olivetti y el cepillo de dientes
no los lego porsiaca
lego tropos y metáforas de uso privado
que modestamente acuñe en la tarde
por ejemplo el astillero en que reparo mis sueños
el pájaro aleatorio que surge del crepúsculo
la cortina de lluvia que miro y no descorro
lego un remordimiento porque es aleccionante
y un poco de tristeza por que es inevitable
también mi soledad con la ilusión
de que el jueves resuelva no admitirla
y me sancione con presencias varias

lego los crujidos de mis viejas bisagras
también una tajada de mi sombra
no toda por que un hombre sin su sombra
no merece el respeto de la gente

lego el pescuezo recién lavado
como para un jueves de guillotina
una maceta con hierbabuena
y otra con un bionato que me hastía
ya que esta cargante convolvulácea
me está invadiendo el cuarto con sus hojas

lego los suburbios de una idea
un tríptico de espejos que me agrade
el mar allá al alcance de la mano
mis cóleras por orden alfabético
y un breve y curioso estado de ánimo
que todavía no se si es inocencia
o estupidez malsana
o alegría

sólo ahora lo advierto
en paredes y anaqueles y venas
en glándulas y techos y optimismos
me quedan tantas cosas por legar
que mejor las incluyo
en otro testamento
digamos el del viernes

Autor: Mario Benedetti